El suelo del viejo hotel crujía bajo el peso de los congregados. Viejos listones de madera de roble, mil veces rayados y otras tantas pulidos y encerados contemplaban una curiosa reunión que, inusitadamente, les enviaba el claro sonido de copas chocando y algarabía de ecos polífónicos de acentos de un mundo que practicaba un deporte extraño bajo las cruces de la Union Jack. Había, sí, algunos invitados de otras lenguas: afrikaners que aturdían a los argentinos de habla española con sus restallantes jotas; dicen que incluso rumanos de sinuosas vocales que usaban sólo para confundir a los anfitriones gálicos, cuyo idioma dominaban aún tres décadas después de ser declarado non grato y burgués por los secuaces del Conducator. Y claro, los pupilos del gran padrino Ferrasse, el todopoderoso factótum de los franceses.
La variopinta partida formaba bajo las siglas de la International Rugby Football Board y se reunía en el París de 1985 a instancias de díscolos coloniales de los antiguos Dominios. Entre ellos, desde luego, eran los descendientes de los proscritos penados por la justicia de Su Graciosa los más alborotadores. Como que un par de años antes ya amenazaban con una secesión que nadie quería. La primera, algo más de cien años atrás, había parido un nuevo código, para tipos tan duros como los puros, pero con menos medios y escrúpulos de clase. La fe cismática se extendió por el norte de Inglaterra y algunas comarcas de Occitania, casi como anécdota de esas que hacía a los Bertie Woosters de un tiempo posvictoriano levantar displicentemente una ceja. Prendió con más fuerza en la gran colonia penitenciaria y allí enardeció, junto con la disciplina local de brincos estrambóticos y camisas sin mangas, a los colonos joviales y ávidos de novedad. Y podía ahora llegar la segunda.
Formaron frente común los venidos de El Cabo, Auckland y Sydney, con apoyo francés; se mantuvieron entre dos aguas ingleses y galeses y mostraron su horror escoceses, irlandeses y, últimos guardianes del Código, argentinos. Fueron los heterodoxos inflexibles y exhibieron datos que precipitaban la escisión: contratos, firmas de renombrados jugadores y calendarios de partidos para una liga profesional cuyos derechos televisivos ya negociaban afamados millonarios dueños de televisiones y periódicos de formato inversamente proporcional al rigor de sus contenidos. El Eje austral jugó fuerte sus cartas y Jorge y Dewi flaquearon, acaso intimidados por las artes del pantagruelesco anfitrión Albert. A escotos, hibernios y rioplatenses solamente les quedaba el lamento de Casandra y la frase de Lacoonte: timeo danaos et dona ferentes.
Primero todo fueron parabienes. Por fin una competición global. Ni siquiera la ausencia de los Springboks empañó la primera edición, aunque los del blazer verde ribeteado de amarillo no quieran darle valor a la de 1987, ni a la segunda, en 1991, alegando su obligada incomparecencia. Pero ya volaban los intermediarios, más que alas y centros, de despacho en despacho, blandiendo derechos, contratos y conexiones intercontinentales. En 1995 llegó el paroxismo: los gigantes Lomu y Mandela y la epopeya de diseño para el país del Arco Iris y aquella final que hubiera sido homérica sin intereses mayores ni trapacerías de los fontaneros del ministro Mbeki. Y la apoteosis de la organización ya solamente International Rugby Board, que inmediatamente después abrogó la norma extradeportiva esencial, sólo por escoceses, irlandeses, ingleses y argentinos respetada. Como decía, con cierta razón, el empecinado Brian Moore, mirando a las gradas repletas del Loftus Versfeld o del Eden Park, qué más da, "que llegue algo a los jugadores".
Así, para atender la demanda de espectáculo se legalizaron el boot money galés, el servicio municipal francés y los contratos vergonzantes italianos, todo bajo el respetable apelativo de remumeraciones. Y la espiral no dejó de crecer. No solamente cambiaron los calendarios de las competiciones. Se inventaron otras nuevas, para que las curvas de oferta y demanda se encontraran en el punto más adecuado; se modificaron reglas y evolucionaron los jugadores: tanto su fisionomía, ya uniforme, pues dejaron de ganarse el sustento en la vida civil cuando ahora las horas de esfuerzo y química les gratificaron con portentosos músculos y buenos depósitos bancarios, como su razón, aunque la brillante intuición de quien insistió en añadir horas docentes a las de copioso sudor en las Academias de Rugby nos han evitado el penoso espectáculo de la dicción atropellada y tartamuda de los que llaman "míster" a sus entrenadores.
Sin embargo todo relucía en la superficie, aunque algunos advertían de un virus que si mutaba indebidamente podía acabar con el poso acabado que daba consistencia a un juego centenario. Los jugadores habían perdido los derechos de propiedad sobre su afición. Se los habían entregado a unos capitostes que sólo veían un producto que vender, tipos sibilinos que con halagos, prebendas y alharacas hicieron creer a los inadvertidos guardianes del Grial que las cosas cambiaban, pero no tanto. Pero no era así. El ADN del juego de Ellis sufrió en el laboratorio de la codicia injertos de circo y vanidad que lo desvirtuaron, primero calladamente, luego sin ambages. Los creativos de agencia de mercadotécnia decidieron que el producto no era atractivo y que con adobo de luces, fuegos, humo y solistas, los cambios esenciales serían digeridos por los millares de aficionados que indefectiblemente llenaban estadios que perdían añejos nombres por un puñado de libras. Así, al dictado de la cuenta de resultados, se han consumado ataques contra el alma del juego, contra el icono que ha permitido durante generaciones identificarlo como lo que era. La melé, el scrum no tiene cabida entre los avaros de audiencias y publicidad. La desaparición de la melé disputada comenzó cuando se consintió a un referee que no castigara debidamente la introducción como requiere la regla 20.6 d) privando a ambos talonadores de su arte; cuando la diarrea legislativa de los temerosos llevó a la mayor confusión al incierto arbitraje del lance, trocando seguridad por cicatería y al fin, cuando la mímesis con el código de aquella primera secesión puede acabar en la melancolía del recuerdo de algo que ya no es.
Habrá otros cambios, por enésima vez, la puntuación del ensayo y los golpes y drops, en más y en menos y otros menores. Sin melé, dan igual.