En 1990 Francia vivía el final de la era Fouroux, el visionario petit caporal. Francia había sido derrotada por Rumanía en Auch, su villa natal, en mayo de ese año y la gira australiana de ese verano vio otra derrota francesa, por dos partidos a uno. El primero y el tercero son especialmente recordados como muestra palmaria del final de una idea: la de un visionario que nadaba contra la corriente, antes (no mucho) del momento adecuado. Pero también como muestra de una forma de concebir el rugby que acaso nada más veamos ya en competiciones sin TMO ni cámaras de telófonos celulares.
Fouroux, director de la descomunal delantera de la Grand Chelem de 1977 (Cholley, Paco, Paparemborde, Bastiat, Rives, Skrela, Palmié e Imbernon) tenía a los ocho de delante por su especialidad. En el campo mientras jugó como medio de melé, más tarde como entrenador. No hacía tanto tiempo que los delanteros eran simples auxiliares que se encargaban de nutrir a los felices tres cuartos, los Aguirre, Averouse, Romeu o antes a la generación de los hermanos Boniface. Porque han de saber que los Blanco, Charvet, Codorniu o Camberabero no son más que epígonos del manido rugby Champagne, que perdía gas, nunca mejor dicho, cuando aquí los tomaban como paradigma algunos comentaristas entusiastas pero desavisados. Fouroux predicó otro evangelio y mientras los resultados le acompañaron recibió alabanzas sin par y el respaldo del astuto Ferrasse, capo di tutti capi. Sin embargo sus planetamientos no podían triunfar fuera del Hexágono. La competición francesa toleraba conductas que en ningún país anglosajón cabían. En aquellos años la intimidación se llevaba en Francia, da igual en que nivel de competición, al paroxismo. Y si el camino de Fouroux hubiera podido ser factible con delanteros disciplinados, no lo fue con quienes no habían recibido el acondicionamiento adecuado. Hibris fourouxiana que llevó a la némesis francesa, ya sin él, en la Copa del Mundo de 1991 en aquel partido en París en el que ni los jugadores ni Daniel Dubroca, su sucesor, supieron conducirse.
En aquella gira de 1990 se hace patente la acumulación de errores franceses como en pocas ocasiones. Usa a un segunda línea en el lado izquierdo de la primera línea de la melé (Marc Pujolle); traslada a Louis Armary al centro de la misma y con Duvergie, Deslandes, Roumat o Benazzi compuso un quinteto de segunda y tercera línea pesado y cercano a los dos metros por cabeza. (Que quedó su impronta lo prueba que los otros dos Olivier por venir, Brouzet y Merle eran del mismo patrón.) En su primer partido (21 a 9 para los Wallabies) Sella se libra de una expulsión al noquear a Fitzsimmons (el excéntrico republicano que predica la revuelta contra Su Graciosa en Australia y quien mejor conocía a los franceses porque jugaba su rugby con ellos). Fitzsimmons había estado muy activo en la refriega iniciada por Duvergie y Sella dictó sentencia: a la verde lona. Digno seguidor del recordado centro el malencarado Armary, empecinado contra Kerns, que sí era talonador, por las introducciones perdidas en el vano intento de poner en práctica los franceses una poco asimilada "bajadita" argentina. Y claro, la expulsión del cordialísimo (fuera del pasto) Abdel Benazzi. Adjetivo al antiguo jugador de Agen de tal porque me consta. Alguna vez ha venido a Madrid y nos refirió (gradas del Central con una cerveza en la mano) lo duro que fue para él hacerse con un puesto en la delantera de su segundo club francés (comenzó en Cahors) y cómo cada entrenamiento (se juega como se entrena) era un verdadera batalla campal. Por eso la expulsión en el minuto 30 de su primer partido internacional fue casi consecuencia lógica de su formación oval. En el tercer partido Phillipe Gallart también fue expulsado, tras ortodoxo directo a la mandíbula del tercera centro Tim Gavin, cuando acudía a ayudar al mismo Benazzi (vean el mínuto 3 segundo 11 del enlace).
La deriva francesa quedó fatalmente clara, ya sin el Pequeño Cabo, con Dubroca, en ese malhadado partido de Copa del Mundo, compendio de todos los vicios ovales, incluido conato de agresión de Dubroca al ref David Bishop en el túnel hacia los vestuarios del Parc des Princes. Verdad es que la Pérfida jugó a la provocación (Mickey the Munch Skinner y Brian Moore sabían el oficio) pero los franceses cayeron en la trampa de lleno, como lo harían pocos meses después en un V Naciones de 1992 de infausto recuerdo para todos ellos, sobremanera para Lascubé y Moscato.
El partido de 1991 tenía antecedentes que no cabe ignorar. Hacía pocos meses los franceses habían sido derrotados en Twickers aun desplegando un juego presuntamente más brillante que el de los anfitriones lancastrianos. Es cierto que en aquel partido contemplamos uno de los mejores ensayos del siglo XX, marca de Saint André inspirada por contrataque de Blanco y diseñada con doble patada por Camberabero. Perdieron y protestaron. Consideraron ¡parcial! el arbitraje del galés Les Peard y dieron pábulo entre la prensa propia, Midi Olimpique y L'Equipe, a la que se unieron los medios generalistas, a la teoría conspirativa más delirante: los anglosajones se unían para eclipsar al astro gálico. Delirios napoleónicos que se sucedieron hasta el partido de la competición mundialista. Los ingleses llevaron la lección bien aprendida, pack demoledor (a lo que había aspirado Fouroux) y disciplina. Provocación y golpear rápido y duro. Todo les salió bien, contuvieron al Gallo y ya en la segunda mitad (con empate a 10) Skinner ganó medio partido cuando laminó a Cecillon con un placaje que llevó al tolonés cinco metros atrás. Había sido una melé a otros tantos metros y el francés veía cerca la marca, con el balón entre sus pies. Lo levantó y llegó The Munch. Junto con el día que disparó a su esposa, bebido, en una barbacoa, es la imagen que más debió de rumiar en su celda mientras cumplió condena por homicidio. Los locales perdieron el partido (10 a 19), los nervios y el oremus. Para el siguiente V Naciones, también. Porque el partido que les enfrentó en febrero de 1992, de nuevo en el campo del Bosque de Bolonia, siguió el mismo guión. Derrota, expulsiones y fin de la carrera internacional del último rapetou en el XV de Francia, Moscato, objeto de la hiriente lengua de Brian Moore y expulsado junto con su compañero de primera línea, el vasco Lascubé.
Historias, todas ellas, de indisciplina y una forma de entender el rugby que no tiene ya cabida en el tiempo del TMO y el cálculo estadístico, del retorno de la inversión publicitaria y la inflación reglamentaria. Tiempo del que solamente queda el gigantismo, bien implantado, pero sobre esqueletos que soportan sesiones de gimnasio que aquellos malandrines no hubieran soñado. En punto a carácter, sin embargo, no sé quien levantaría la última jarra.