No me gustan los campos de plástico. Sé cuales son sus ventajas, pero no me gustan. Les falta alma. No puedo imaginar Waterloo, Agincourt, San Quintín o Marathon sobre compuestos de caucho y sílice, si es el caso. Convengo en que me hubieran evitado reproches sin fin ("¡cómo traes esa camiseta otra vez, y cómo apesta!") y ahorrado peregrinaje por lavanderías que rechazaban agriamente mis encargos no más tarde de la tercera o cuarta vez que los hacía en años especialmente lluviosos. Sin embargo, insisto, no me gustan. He batallado en compañía de tipos perseverantes, aguerridos, acaso malencarados, entusiastas y esforzados, por campos mejores y peores, durante los años, puede que largos, de mi mejor desempeño. Luego, en el lento declinar -las articulaciones tienen caducidad- y casi siempre compareciendo en partidos de veteranos, probé los otros. Y, ya lo he dicho, no me gustan. No hay barro como en las trincheras de Ypres; no hay polvo como en el desierto de El Alamein, ni el agua pantanosa de la brumosa y reformada, casi anabaptista, Jemmingen, quizás la fronda de la colina de Albuch, cerca del alto Danubio. No, sobre el compuesto parece todo limpio, preciso, aséptico, calculado. Como el rugby que practican los que se adaptaron al Gran salto Adelante de 1995: el hombre para el rugby y no el rugby para el hombre. Si hasta el viejo Arms Park aledaño al polifémico Millenium (¡ay, mísero de mí, ay infelice!) viste ahora monofilamentos de poliéster de lubricación impregnada con chillón colorín azulado tras laterales y marcas.
Héroes no, por respeto al jónico cantor de Aquiles, pero si esforzados (¿lo he dicho ya?) los que pisaron aquel campo de arena de playa en Avilés, o el de Estella con vistas a la Sierra de Urbasa, pero desnivel imposible para recuperar los balones destinados al talonador; o el que exigía siega previa en las cercanías de Salamanca; o anejos a centro penitenciario; los de gélido barro burgaleses y leoneses; los viejos campos del Lourdes vallisoletanos, o Paraninfo y su remedo de los pantanos del Prypet, o el pardo pasto del Central y los que gastan pendiente, o son de tierra reseca o los que hay que pisotear para desmoronar las aristas de la helada mañanera, acaso sólo practicables porque treinta individuos se concitan para convertirlos en campo de Agramante de una batalla que comenzó en 1823 y aún dura, por muchos años, en su versión más pura, la que permite la ingesta de zumos de cereales fermentados y destilados, la que no comercia con músculos ni emociones, la que no vende equipaciones sino para el reiterado partido de fin de temporada entre jóvenes y veteranos, la que no desdeña la diferente morfología de primeras y alas. La que me enseñaron.