En Nueva Zelanda recalaron por vez primera como hoy los conocemos en 1930. Entonces, como durante la gira de 1908 si queremos remontarnos más, establecieron un precedente: se desenvolvían con solvencia con los equipos provinciales (salvo Auckland, Wellington y Canterbury, a veces Taranaki o Waikato) y perdían con los All Blacks. La calidad de los anfitriones y esa ventaja escénica que les otorgan educadamente los rivales mientras contemplan su danza tribal y la fuerza vinculante de la costumbre ha impedido a sucesivas expediciones ganar en la tierra de la Gran Nube Blanca. Ni en 1950, 1959, 1966, 1977, 1983, 1993 ni en 2005 lo hicieron. En 2017 sucederá lo mismo: el peso del precedente, como en el sistema legal que les es propio. Tuvieron que concitarse elementos extraordinarios, conjuros en idiomas célticos y personajes sobresalientes para que la gira de 1971 fuera una excepción. Insólita ocasión diseñada por dos tipos que se encaramaron a la historia del rugby uno por su facundia y don de gentes y el otro por su talento y erudición.
El primero, Doug Smith, escocés de Aberdeen, ala y médico. Por ese orden. Presidente de la
Scottish Rugby Union en 1986 y 1987. Entre 1949 y 1953 ocho veces lució el entorchado del cardo y una el escudo acuartelado de los
British & Irish Lions. Dicen que jugaba decorosamente pero será recordado por una baladronada y una hazaña: predijo el resultado de los
Lions frente a sus anfitriones neozelandeses con exactitud que sólo puede tener que ver con la temeridad o la diosa fortuna y dirigió magistralmente la expedición. Para adquirir el título de Oráculo de Orsett hubo de esperar al último partido. John Williams (el futuro JPR) anotó su primer
drop en partido internacional, para el 14 a 14 final y Nueva Zelanda tembló, sacudida por un estremecimiento digno de erupción del Monte Taranaki. El segundo, un maestro galés: Carwyn James. Hito del rugby. Hijo de tópicos. Padres mineros. Conciencia social. Socialista fabiano y nacionalista galés. Fino jugador, entre tantos de la escuela, de la mina y del coro dominical. También de los que cruzaban el Severn hacia Inglaterra y se formaban y nutrían de genio a los clubes ingleses. Pudo llegar más lejos pero Cliff Morgan lo eclipsó y se dio al estudio. Sobre todo del rugby. Devino filósofo y transformó jugadores. Responsables ambos de la gira de 1971, memorable por muchas razones. Hasta entonces, y desde 1930, británico e irlandeses solamente habían vencido en dos partidos a los neozelandeses. Lo cierto es que
Down Under, como dicen en las Islas Británicas, ganaban de tarde en tarde. A los australianos sobre todo. Pero Otago, Transvaal del Norte y Canterbury, entre los equipos provinciales, los
Springboks y esos tipos de negro eran otra cosa. La clase del 71, sin embargo, quebró la costumbre por unos años, harta de humillaciones y despechada por los varapalos de 1962 y 1966. Años dichosos, porque en 1974, allí donde más dolía, sobre el suelo duro y amarillento del interior africano y bóer, volvían a ganar una serie de partidos, inopinadamente, ante los africanos del Dr. Craven. Sin embargo la partida de 1971 fue inmensamente mejor. El rival isleño muy superior al continental: los
Bokke de 1974 vivían ya en situación de aislamiento deportivo, anquilosados y paquidérmicos y solo oscuras artes (finiquitadas con un grito de
guerra de dos cifras) y
referees locales de intensa implicación con sus comunidades fueron obstáculo para la partida de Willie-John McBride, el capitán irlandés que repetía gira, y sus prodigiosos tres cuartos. En 1974 el Gran Berta africano se enfrentó sin éxito contra las fulgurantes incursiones de las Ratas del Desierto y superaron con solvencia las trampas del
veldt del Transvaal. Por contra, en 1971 los
All Blacks reinaban indubitados y escoceses, ingleses, galeses e irlandeses viajaban a cosechar anticipada derrota, quizás a salvar la honra. Desconocían los anfitriones que el locuaz manager de los
Lions era la punta de un iceberg que iba a perforar el casco del Buque Negro sin que su complacida oficialidad advirtiera peligro. Mientras Doug Smith aparecía en el puente de mando como interlocutor con los medios y jefe de logística (que eso era un
manager cuando el rugby era solo rugby y viajaban 30 jugadores y dos técnicos y quizás un fisio) el dueño del timón, con beneplácito y adhesión de todos, era el galés James, Carwyn James. Aquellos
Lions de 1971 tenían su antecedente inmediato en las giras por Sudáfrica de 1962 y por Nueva Zelanda en 1966. Ambas habían sido desastrosas. En África habían perdido la serie por tres derrotas y un empate, cobayas de un calendario cuidadosamente planificado para llevarles desde las mesetas del interior afrikáner al nivel de mar anglosajón de El Cabo y de una hospitalidad abrumadora (cacerías, regalos, barbacoas y jolgorios variados) destinada a doblegarlos. Ni Dickie Jeeps, el hábil medio de melé inglés, ni el debutante Willie-Johh McBride o Tom Kiernan fueron problema para el juego laminador de los paquidermos locales, y de ello tomó buena nota el avispado segunda línea de Ballymena. La de 1966 fue aún peor. Bajo la capitanía del escocés Mike Campbell-Lamerton y por primera vez con una simulación de entrenador (John Robbins) ganaron (¡cómo no!) a los
Wallabies en su parada inicial y perdieron 4 a 0 en los
tests correspondientes con los
All Blacks. El mismo capitán, con más atribuciones a la fecha que el entrenador, se descartó a si mismo en dos de los partidos principales, consciente de la debacle. Tampoco ese año los Gibson, McBride, Thomas, o McLoughlin pudieron hacer otra cosa que aprender para mejor ocasión.
En 1971 los
Lions repitieron destino. Excepcionalmente se obvió la alternancia africana por razones políticas y regresaron a Nueva Zelanda, para regocijo de los anfitriones, avariciosos de victorias. No cabía imaginar, porque la costumbre anquilosa el razonamiento, que los pupilos de Doug y Carwyn eran excepcionales y, con justicia, herirían para siempre el orgullo
All Black. Por añadidura el de las mejores selecciones territoriales: Otago, Wellington, Auckland o Taranaki. Gran hazaña, sí. Y moneda con dos caras. Para los todopoderosos
All Blacks, porque no se cumplió el pronóstico de James (“en 1972-3 enviarán un equipo demoledor a las Islas”, en traducción libre), y porque el éxito británico e irlandés acabó con una de las esencias decimonónicas que sobrevivían en las
Home Unions, con la organización escocesa como rocoso baluarte: no querían entrenadores. Doug contra Carwyn, al principio. Dos tradiciones, dos formas de ver el rugby, que acaban en una común tras el éxito de la gira. La aproximación lúdica al deporte del reverendo Ellis (de Mackie quizás) común a ambas, sí, para forjar carácter. Para forjar lazos entre pares de la misma clase (
squires, universitarios, profesionales, propietarios ingleses, escoceses e irlandeses de credo reformado, cuando el rugby era en Dublín deporte extranjero), casi desenfadadamente (los golpes, la furia y la lucha quedan entre palos y palos). Unión tribal de clase obrera, industrial y minera (el lugar común) y de maestros de Carmarthen o Rhondda en los valles galeses que convierten el rugby en sublimación del esfuerzo de la metalurgia o la veta carbonífera. Hubo, claro, ebanistas ingleses o corredores de seguros galeses, pero no son la norma.
Doug, el gestor, se obliga a la fantochada tras el tropiezo ante los australianos de Queensland (24 horas de vuelo al otro confín del mundo y derrota 11 a 15, un 11 de mayo en Brisbane): “vamos a ganar la serie”. Derrocha jovialidad y confianza, pero se le tacha de temerario. Revela, y eso lo sabemos con certeza, un pasado peculiar: club y regimiento. Si pinta mal, apretemos las mandíbulas y a la carga, como los
Scotts Greys de Lady Butler que celebran Waterloo. Carwyn no. El reposado, el estratega, el psicólogo calla y planea. Cuenta además con una cohorte de fieles que entienden lo que quiere, que han disfrutado con su método y que saben obtendrá lo mejor de cada uno. Lo que Carwyn no mostró en juego (dos caps con País de Gales) lo guardó para transformar a la galesa el rugby de los Lions, articulados por vez primera alrededor de compatriotas: John Dawes, el capitán (también del difunto
London Welsh), y los medios Barry John y Gareth Edwards. Entorno a estos, los demás y las ideas de James fluyendo de marca a marca, zagueros que atacan, alas que cubren al zaguero atacante, doble defensor atrás y contraataque, mover el balón desde la propia línea de 22, velocidad en los agrupamientos y control del tiempo del partido. Novedades que sistematizó y que hoy parecen evidentes. Cuando Smith, ya en el
East Indian Club londinense, reconocía que se había rendido al método de James (“solía estar contra los entrenadores, salvo en los colegios, como casi todos los escoceses, pero he cambiado de idea: el éxito de la gira se debe a Carwyn James”) terminaba propiamente el rugby clásico y nacía una era que llevó a la Copa del Mundo de 1987 y al profesionalismo en 1995.
Carwyn James, profesor de literatura galesa, aunó inteligencia, ambición, anticipación y conjunción de las cuatro naciones. Bardo él mismo, candidato a las bancadas de Westminster con
Plaid Cymru, desdeñoso de un título del Imperio por coherencia con sus ideas. Esquivo para las recepciones, prefería expresarse con su rugby, ideado como jugador de Llanelli y
London Welsh. Fanático del detalle y del estudio del rival pasó los meses previos a la gira, mientras el comité de selección batallaba con Doug para confeccionar la lista de candidatos, encerrado en las hemerotecas de la
South African House y de la
New Zealand High Comission embebido en las secciones deportivas de la prensa austral de 1970, el año en que los
All Blacks sufrieron a manos de la apabullante delantera de Hannes Marais y Joggie Jansen. Por fortuna no hay más que cinco minutos a pie entre
Haymarket Street y
Trafalgar Square, de modo que podía trasladarse fácilmente de una a otra provisto de cuadernos de notas, datos y depuradas conclusiones. Entre Wigan y Manchester hay, desde luego, muchas más millas de distancia, que no le impidieron acudir a uno y otro lugar para estudiar aquello que pudiera ser de provecho, tanto de los primos del soccer como de los secesionistas del código a XIII. Tanto celo, tanto entusiasmo que ni un viejo
alickadoo como Doug Smith pudo resistirse al encanto de su fe: balón, mucho balón, siempre balón. Premisa que imbuyó a su grupo, seguro de sí por saber que estaba en manos de alguien que se preocupaba por llamar al servicio meteorológico de Wellington antes del partido correspondiente para pedir información sobre la dirección del viento durante la segunda mitad del mismo. De espaldas al azar, que lleva a la desazón y priva de claridad de ideas, James se empapaba de todo y todo los abarcaba, para tranquilidad de los suyos. Nadie dudaba que todo un país pretendía arruinarles la aventura, sin empacho por jugar en el límite, si fuera el caso. El galés lo sabía por propia experiencia con Llanelli y no estaba dispuesto a que su idea del juego se diluyera en torbellinos de negros rucks. Entretanto los 33 de la partida que iban a pasar noventa días juntos con una pequeña paga diaria (pocos chelines) para gastos, debían disfrutar. Condición para el éxito, decía James, cuando se ha de lograr a base de esfuerzo y compromiso físico. Piénsenlo: uno se promete tres meses fuera de casa y del trabajo para jugar al rugby: ¡bravo! Pero no repara en que hay que jugar cada tres o cuatro días y que en la época la legión de terapeutas, psicólogos, entrenadores del detalle y nutricionistas brillaba por su ausencia. Doug para las quejas y Carwyn para aprender. Y ya.
Ambos planeaban para los suyos una gira tolerable, sin las rencillas nacionales que habían deslucido alguna de las precedentes. Tendemos a pensar, por lógica, que su intención primera fuera ganar. No lo creo. Smith no, a pesar de su baladronada. Ayunos de series y venciendo solamente dos
test-matches en 1930 y 1959 ¿cómo? James, sí. Balón y más balón. Y novedades en cada entrenamiento: juegos y partidos a cinco, a ocho, a diez, a velocidad de vértigo. Y charlas individuales, y aceptar sugerencias de tipos sagaces como Gibson, McBride o McLauchlan. Y manga ancha con el genio: Barry John pasaba algunas sesiones a lo suyo (¡con un balón esférico!). Perfecto motivador, gran director de recursos humanos. Inédito en ambos archipiélagos, por más que desde hace veinticinco años sea hábito. Si John Williams atacaba desde cualquier posición dentro de 22 seguido por John Bevan o Gerald Davies era consecuencia del hábito decantado por un ejercicio casi furtivo para desarrollar una habilidad condicionada, pauloviana. James sabía que el tedio de la repetición fuera del contexto del juego mejoraba limitadamente la técnica y la capacidad de decidir. Mecanizar la toma de decisiones, intuitivamente, iba a igualar a sus leones con los
All Blacks en esa faceta del juego, para que su ventaja inicial se redujera al ritmo y a un compromiso físico más allá de los usos de los suyos. Contaba con privilegiados que habían de responder por encima de lo esperado, porque ese era su rugby natural: sus compatriotas John, Williams, Edwards y Davies, el irlandés Gibson y el inglés Duckham. Siempre que la fuerza de choque les proporcionara balones de calidad. Así fue, según confesaba el mismo Barry John preguntado por su excelencia en la gira: “recibí los mejores balones de un pack brillante y jugué detrás de Gareth Edwards y de Ray Hopkins y tuve a mi lado a Mike Gibson, David Duckham, Gerald Davies y John Bevan”. Ellos, por su lado le celebraban cantando
God save our King en las cenas oficiales. Todos requerían tal atención de la defensa negra que permitieron a John diseñar ángulos, administrar canales y explotar espacios que en Cardiff o París veía inmediatamente antes de que tres defensores los cancelaran. En Nueva Zelanda, más libre y rodeado de los mejores, rubricó su obra maestra.
Fueron 33 los elegidos: dos granjeros (los ingleses John Pullin y Brian Stevens); dos ingenieros (el escocés Sandy Carmichael y el irlandés Ray McLoughlin, tempranas bajas por exceso de celo local); un piloto de combate (el irlandés Michael Hipwell); un abogado (Mike Gibson, irlandés); dos maestros (los galeses John Dawes y John Taylor); dos profesores de educación física (el escocés Ian McLauclan y el galés Mervyn Davies); un tornero (el galés Ray Hopkins); tres electricistas (los galeses Arthur Lewis, Derek Quinnell –padre de internacionales finiseculares, Scott y Craig - y Delme Thomas, el hombre tranquilo de la expedición); tres empleados de banca, un director financiero, un director de obra civil y un intermediario (el inglés David Duckham, el inconmensurable irlandés Willie John McBride, los galeses Barry John y el inefable Gareth Edwards y los escoceses Gordon Brown y Alastair Biggar); un contable (el galés Michael Roberts); un becario (el inglés John Spencer); cinco estudiantes (el irlandés Fergus Slattery, los galeses John Bevan, JPR Williams y Gerald Davies y el inglés Peter Dixon); un bioquímico (el galés Geoff Evans); el dueño de un hotel (el irlandés Sean Lynch), un viajante (el inglés Robert Hiller) y un empresario (el escocés Rodger Arneil); un historiador devenido director de
marketing (el escocés Chris Rea, luego capitoste de la IRFB) y un representante de ventas (el escocés Frank Laidlaw). Catorce galeses, seis ingleses, siete escoceses, seis irlandeses. La flor y nata. Como en Rorke’s Drift o en Rangiriri, diría alguno, con un punto de sorna muy propio de los sargentos
Dravot y Carnehan.
Debutaron un 22 de mayo y no concluyeron la campaña hasta un 14 de agosto, en
Eden Park. Entre ambas fechas resquebrajaron el orden oval conocido. Tiempo han tenido de rumiarlo en las antípodas, pero aún lo recuerdan entre admirados y resentidos. Para hacer todo más doloroso el jovial Smith añadía cuando podía que disfrutaban mucho de una gira en la que –es de suponer que por comparación, que a los sudafricanos no los citó- el juego limpio hacía del viaje una gran experiencia que les estaba permitiendo desarrollar sin trabas sus habilidades en ataque. Los anfitriones, más heridos con cada victoria
Lion, se tomaron aquello como desprecio sin atinar a calificar las palabras de Smith de sarcasmo o insidia. Hay que adentrarse en los entresijos de esa fina ironía casi woodehousiana para entender que el rostro amoratado de Sandy Carmichael o el ojo descolocado de Gordon Brown no fueron producto del fair-play. “¡Defensa propia!” alegaban los delanteros de Canterbury, dando preciso contenido a la excusa no pedida del adagio romano. No tanto. Pero sí reflejo del desconcierto que en los neozelandeses provocaban las tácticas de Carwyn James, un Korchnói del rugby. “Desconcertadlos, que olviden el balón, que será nuestro. Obstruid en el alineamiento, más que ellos, si podéis. Que prueben su propia medicina. Y no mostremos patrón de juego. Sólo contundencia y velocidad y ataque desde cualquier posición. Si Barry decide que se juega rugby de diez, sea” imagino la arenga previa al primer partido, mientras Dawes, el capitán, asiente. No en vano Barry es Carwyn sobre el terreno, y John Dawes, vieja escuela galesa, se ha empapado en
London Welsh de la sabiduría de James. Por eso, meses después, ¿qué mejor capitán para los Barbarians de enero de 1973? Y, andando el tiempo (1974-1979) gloria como entrenador de País de Gales. Cuatro Torneos (dos victorias absolutas) que debe a Carwyn James quien fuera presidente de los galeses de Londres.
Jugaron 26 partidos. Dos de ellos en Australia, con Queensland –la derrota propiciatoria de Smith- y Nueva Galés del Sur. El resto en su destino principal: Counties, King Country, Waikato (humillación a los mooloo men, 14 a 35), XV Maorí (12 a 23), Wellington (9 a 47), South Canterbury, Otago (9 a 21), West Coast, Canterbury (3 a 14, batalla campal), Nelson Bay, Southland, Taranaki (9 a 14), Universities, Wairarapa Bush, Hawkes Bay, Poverty Bay, Auckland (19 a 12), Manawatu, North Auckland (5 a 11, el equipo de los tres hermanos Going, dos
All Blacks, el medio de melé Sid y Ken, el centro que entrenara a Complutense Cisneros de Madrid en los primeros 90) y por último Bay of Plenty. Y los cuatro partidos definitivos. Los enlutados de Colin Meads, Sid Going, Ian Kirkpatrick y Bryan Williams (el ala que regaló un balón a Phil Bennett meses después, a miles de millas de distancia) habían apostado fuerte desde el principio. El primer compromiso
en la Casa del Dolor de Carisbrook, el 26 de junio. La leyenda decía que en invierno los
All Blacks no perdían allí. El frío, el viento y el miedo debían atenazar a los visitantes. Solía ser así. Fue así durante muchos años. Pero no ese día. 9 a 3 ante 55.000 entusiastas cariacontecidos. Pronto, además: en 10 minutos acaso se decidió la gira, cargas furiosas contra muros infranqueables. Edwards lesionado y Hopkins a la arena. Galernas enviadas por Tangaroa, el primigenio dios maorí del mar, para proteger los altos palos de sus adoptados pakehas de las patadas de los invasores. Vano esfuerzo. Misión imposible. Por encima de la fe ciega el frío cálculo de maestro galés que sabía que iban a ganar. McLauchlan, el primera escocés anotó un ensayo (3 puntos entonces) y JPR pasó dos golpes. No había costumbre. En casa los All Blacks eran, son, intratables. Te palmean la espalda tras tu derrota y te agradecen el buen partido, que hayas resistido cuanto más. Pero no cuentan con una derrota inicial. Una cosa es que los
Springboks te ganen en Pretoria y otra es que estos chicos de la metrópoli lo hagan. Consta un gabinete de crisis. No hay actas y se duda que fuera de la NZRFU o del propio gobierno.
No cabían errores para el
1º de julio en Christchurch, en Lancaster Park. No los hubo, 12 a 22, ante más de 60.000 espectadores. Temerosos durante el partido, aliviados al final. Engañoso el resultado, sin embargo. Melés y alineamientos, antes coto negro, aquellas por su técnica y estas por sus tretas, dejaron de serlo. Sin embargo, la calma volvió al cuartel general neozelandés, sin calibrar que fuera un inusitado exceso de confianza lo que permitió esa victoria. Por eso en
Wellington, el 31 de julio, Athletic Park y ante 50.000 espectadores se anticipaba el retorno al orden establecido. Por tercera vez (y habrá una final) Mr Pring, de Auckland (imparcial, aunque no neutral, como era el uso entonces) señala el inicio del partido. Los
All Blacks no juegan como hace 20 días. LO reporteros no saben porqué. "¿Táctica nueva?" Colin Meads responderá tiempo después: “¿Táctica? ¿qué táctica? todo falló”. Un ensayo que no fue (imaginen la distopía del TMO), dicen y no confirman las grabaciones; conversiones inexplicablemente erradas y decisiones equivocadas. Ataques furiosos, pero desnortadas, de Willye, Fitzpatrick, Lochore (reclamado con prisas desde su retiro) o McNaughton. “Todo falló”, se repite hoy Colin Meads, Caballero de la Orden del Mérito de Nueva Zelanda y Miembro de la Orden del Imperio Británico. Mucho esfuerzo y poco dividendo. Victoria visitante por 3 a 13 e inquina eterna para Ivan Bodanovich, el entrenador de Wanganui. Antes del partido una banda de música militar amenizó la espera del ávido público y, mientras tocaba sus marchas, evolucionaba sobre el césped formando remedos de melés y alineamientos. Acabó su intervención componiendo los acrónimos de ambos rivales “NZ” y “BL”. La prensa sentenció que las suyas fueron las mejores jugadas del encuentro.
Auckland, Eden Park, para cerrar el círculo galés y artúrico, 14 de agosto. 57.000 desesperados abarrotan el que fuera recoleto estadio sede de la provincia azul y blanca. Oficia Mr. Pring de nuevo. A nadie importa la lluvia tenaz. Demasiados engranajes rotos entre los hombres de negro, expuestos al escrutinio público por los
Lions, quienes ya habían mejorado todas sus expectativas y hacían sentir a los anfitriones el peso de su historia. Podían adivinar que la inteligencia táctica de James, Dawes y John les iba a conceder la responsabilidad de la iniciativa. Los europeos necesitaban menos la victoria. Así fue. Despiadada
blitzkrieg en los primeros minutos, con su reguero de víctimas colaterales: las reglas del juego, el alabado
fair play y la integridad física de algunos. Seis puntos sobre el terreno (fuera catorce más) para Gordon
the broon of Troon Brown, el segunda escocés, sometido a tratamiento especial por su par, Whiting, el maestro de primaria, uno de esos que golpeaban primero para protegerse. Antes, el
flanker Wyllie (con el tiempo entrenador kiwi y puma) y el talonador Norton habían noqueado a Edwards, sin llegar al sonido de la campana, eso sí. 8-0 (Duncan, ensayo y las conversiones, Mains) en 15 minutos. Los
Lions se rehacen y juegan rugby a 10. John pasa dos golpes y Dixon posa un balón que Edwards dispuso tras un
ruck subsiguiente a patada alta por el interior, el letal
box kicking, de John. Anotan luego el otro
flanker negro, Lister, para igualar a 11, y resarcirse de los directos que McBride y McLauchlan le habían regalado minutos antes. Al poco Going introduce el balón para sus delanteros y corre sin él para que Dixon entre al engaño, como hace y Mains se cobra los tres puntos del golpe de castigo señalado. 14 a 11. Se hubiera salvado el honor si John Williams, desde 20 metros apenas, no hubiera anotado casi de inmediato su primer
drop-goal internacional. 14 a 14. Pasillo digno de la Guerra Fría y luego descortesía: esa noche los anfitriones no felicitaron al Oráculo Smith, porque nadie acudió a la fiesta de celebración de los
Lions, desierta de neozelandeses. En 1972 no iban a restañar la herida, abierta hasta 1977, suceso que contaremos a no mucho tardar.
(Nota Bene. Esta es una versión de
Los leones del fin del mundo, de H. Sin algunas de sus restricciones de espacio.)