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Madrid-Cardiff-París

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Un partido en directo, en las gradas, supera con mucho la experiencia televisiva. Sobremanera si el comentarista no es el añorado Bill McLaren, o a la fecha su discípulo Eddie Butler. Por eso, inclemencias del tiempo mediante que no arredran a quienes (y a fe que se nota) han chapoteado en campos con la consistencia de Passchendaele tras la batalla, hay 2.000 o 3.000 personas dispersas por las zonas habituales: laderas (de pie por la lluvia), gradas y zona aledaña al bar. Para mí la opción no ofrecía dudas: España v Rusia en el Central o Italia v Irlanda en la pequeña pantalla.

El Central, lo he repetido, es entrañable. Ideal para partidos universitarios y como campo local del Complutense Cisneros. Inmejorable para torneos de la modalidad a 7 postemporada. Pero ya ha rendido todos los servicios que cabía pedirle. Larga historia de encuentros internacionales, desde aquel en 1927 (no reconocido por los estadísticos, pero que no dejó de ser tal y que es licencia literaria para redondear la cifra, pues se jugó cerca pero no allí) entre España y la Francia de Yves du Manoir, hasta el del sábado pasado con los rusos (nuestra cuarta victoria sobre ellos, como anticipaba). Entre 1927 y 2017, noventa años y maoríes en 1982, australianos en 1989 y 2001, escoceses cuatro o cinco veces, franceses muchas, italianos habitualmente hasta su promoción al torneo mayor, galeses en 1994, Pumas en 1992, georgianos desde principios de siglo XXI, rumanos y los demás. Debe de ser por el coste, que ya sabemos que las cuentas de la FER son precarias y de donde vienes esos lodos. Sea. Pero hay que ir pensando en otra sede, acaso fuera de Madrid, que ofrezca garantías y comodidades. Sabemos también, aunque fuera excepción que está aún por convertirse en regla, que se pueden llenar campos con la preparación adecuada y si el potencial espectador sabe que cuenta con los servicios mínimos y quizá un área de entretenimiento ad hoc. Lo de Valladolid del pasado abril. No sólo ha de crecer nuestro rugby en el plano deportivo. Si convenimos en que también es un producto (me ha costado tres cuartos de hora escribir esa primera persona del plural y todavía sufro de tic nervioso en párpado del ojo izquierdo) habrá que cuidar también el envoltorio. 

Me gustó el XV español, que es el mejor a la fecha. Ya me he manifestado sobre la conveniencia de nuestros "franceses". No sé si se hará acompañar ese trabajo por el de la base, esa inmesa cantidad de niños que nunca tuvimos y que ahora están en lo nuestro. Eso, a diez, quince años, es lo que rendirá fruto. Si se les franquea el paso, jueguen luego donde jueguen, bien. Si no, ya vemos, a otro nivel, el caso de Italia, tan reseca de talento local.

Foto Jesús Rubio, en el Diario As.
No fue un partido vistoso. El campo pesado, claro. Pero bien plantados los nuestros, con Nava y Auzqui tirando del pack y Rouet (entregado a la causa, me dice un confidente, tanto que quiere protector bucal con los colores del Aviron y el león hispánico impreso) dando el ritmo necesario para que los rusos nunca llevaran la iniciativa. Carácter, además, que se ganaron balones en momentos importantes (dos laterales cerca de ambas marcas que salían de los brazos del talonador ruso) y se advirtió pronto al visitante que aquello iba en serio, cuando entre 10 y 22 metros de Rusia nuestra melé ganó una con introducción contraria. Por lo demás una pena ese ensayo que no fue porque el defensor tocó el balón y rebotó en adelantado, pues hubiera dado seguridad a los nuestros. Y la entrega, si no la calidad, en este primer partido que había que ganar. Ni leones ni osos se lucieron. No se podía. El tiempo y las circunstancias: los nuestros escaso tiempo de concentración y ellos sin ritmo ninguno de competición. A las victorias de Madrid de 1992, Krasnodar de 2002 y de nuevo Madrid de 2015 se une esta de 2017 por 16 a 6. La no tan soprendente victoria alemana sobre Rumanía hace más interesante la competición. 

De la Ciudad Universitaria a Cardiff, figuradamente, el sábado. Sesión al uso: nutrida compañía de buenos aficionados casi todos de procedencia leonesa, amigos todos del factótum de @3tiempoCope. Qué buena gente y cuánta sabiduría. Comentarios atinados e inclinación general por el País de Gales, que no nos privó de ánimo jovial sino hasta esa patada final de Davies (¿por qué ahí, Jonathan, por qué?) que todos supimos era aldabonazo para un partido tosco, que se llevó el que pudo, aun reconociendo que Inglaterra creyó más en su capacidad (21 a 16). Como presté poca atención a los primeros minutos no advertí que Lawes e Itoje vestían números impropios de su ubicación y creí que se trataba de adaptación a los avatares del juego. Luego me enteré de que salieron así ab initio. Solicito aclaración de experto nivel Eddie Jones, por favor. 

Les advierto que mi buen y esquivo amigo Daffyd debería haber escrito una crónica única para esa partido, pero se excusa por la melancolía que le embarga cuando Howley, el triste Howley, se empeña en el dislate. Coincido con él. Esfuerzo titánico, sin hipérbole hoy, cierto, pero dirección táctica errática (¿qué dirá Gatland?). Los medios, a pesar de la perseverencia de Biggar, fuerte, concentrado, luchador, carecen de intuición y se limitan al plan, que a la postre solo funcionó sin chirriar en la jugada del ensayo de Liam Williams, de esas de toda la vida: bascular, arrastar a la defensa, abrir un hueco y dentro a quien llega desde el lado cerrado, en este caso para el ala. Alun Wyn Jones y Ross Moriarty brillantes. Aquel es, desde luego, mucho mejor capitán que Sam Warburton. Puede hacer las dos cosas: capitanear y jugar bien. El mejor galés, si no hubiera comparación con el menor de la saga Moriarty, inexplicablemente sustituido en el minuto 52. ¡Howley, Howley qué error lamentable! Estaba literalmente anulando a toda la tercera inglesa y surtiendo de balones a Webb a un ritmo frenético. Pero Howley, que sabe más que yo, es evidente, decidió cambiar a su mejor delantero. Reproduciría la expresión de Marco Tulio Cicerón si no me la tuvieran tan leída. Así que los ingleses, perseverantes, con Launchbury a la cabeza de tal mesnada, porfiaron y ganaron. Cuando los Vunipola retornen -y será para lo de Irlanda- la cosas cambiarán. Para bien del rugby, porque Mako relegará al espécimen Marler al banquillo, lo que agradeceremos los amantes del rugby, las buenas costumbre, el decoro y cierto sentido de la estética.

Permítanme que no hable mucho de Escocia y Francia. Tres notas. Primera: con artes oscuras, pero el pack francés volvió a empujar (con perspectiva, tomando como punto de fuga al talonador escocés, lo que no es que no sea práctica extendida, es que es ilegal y Mr. Peyper obvió) y puso en evidencia que la melé ordenada es el punto débil de Escocia (en el abierto los Gray están en otra dimensión); segunda: el joie de vivre, la espontaneidad y el sol del Midi no han penetrado en los muy polinésicos y mastodónticos alas franceses (ayer sufrí con el recuerdo de Lagisquet o Estève) y tercero: Russell debe ser condenado a extrañamiento en un islote del Océano Índico y pagando de su bolsillo los portes del navío de línea de Su Graciosa que lo transporte. Uds. ya me entienden, pues, como yo, sabían lo que iba a suceder nada más iniciar el gesto de posar el balón sobre el tee. En quince días más torneo.

Jornadita de VI Naciones

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Hacía demasiados años que el Dragón pisoteaba al Cardo. Ayer no. El ciclo galés que se inició con el Grand Slam de 2005 toca a su fin. Fueron buenos años, inusitados desde la era de las Patillas de JPR. Los años de Gethin Jenkins, por hacer uso de la metonimia. No es que el rugby escocés fuera apabullante. Fue simple y eficaz. Y puso de manifiesto, sobre todo, las carencias de País de Gales y, por fín, algún concierto de ideas en Escocia. No son fuertes en melé, pero si dinámicos y muy batalladores en el juego abierto del pack. Ayer, además, Finn  Russell estuvo entonado y movió realmente bien a sus tres cuartos (que ensayen ambos alas, por su sitio, es hoy significativo). 20 puntos a 0 en la segunda mitad demuestra la solvencia de la victoria. Una mitad en la que la posesión fue abrumadoramente local, a través de despiadados rucks y movimiento ágil del balón, que hizo parecer infantiles los esfuerzos de Warburton, Moriarty (el único decente en País de Gales) y Tipuric. Justo el 29 a 13 final y amplia satisfacción en el rostro de John Barclay, que suplió como algunos esperábamos tanto a Josh Strauss como la capitanía del sobrevalorado Laidlaw.

En Dublín Francia pareció exactamente lo que es. Un equipo romo y sin dirección ni sobre el terreno ni técnica. No es que podamos esperar mucho. El XV del Gallo sufre las limitaciones a que el TOP14 le somete. Cuando los jugadores franceses no son determinantes en su competición no cabe pedirles milagros. Su medio de melé, Serin, es el único que tiene algo de rugby en sus manos y botas, pero es un naúgrafo en un mar de mediocridad. Ayer intentó jugar, y es de agradecer, pero poco pudo hacer. Como hicieron los irlandeses, a los que tampoco arredró la lluvia atlántica, que no sirvió de excusa para el previsible partido a que invitaba el tiempo: garryowen va, up and under viene. Sin deslumbrar, Sexton dirigió aceptablemente y eso le bastó para (drop y conversiones mediante) asegurar un partido que le brindó especialmente el acierto de Conor Murray (ensayo y buen juego táctico). 


Eddie Jones

Por lo demás una lectura superficial del partido de Italia demostraría empeño en dejarnos en mal lugar a los que aventurábamos soberana paliza. Y digo bien, superficial. Porque el empeño fue inglés. Qué desastre de primer tiempo. Qué ingenuidad ante la leve añagaza de no formar agrupamiento en el suelo (sólo Dallaglio en el estudio de la ITV declaró conocer los antecedentes australes) y qué agudo Roman Poite: "I'm a refereee not a coach!". El engañoso 5 a 10 con que se cerró la primera parte no lo es menos que el 36 a 19 final. Lo más espectacular (la carga de Launchbury y los dos ensayos de Nowell) no fueron más que clamorosos errores italianos. La cara de Eddie Jones (como la de Gatland ayer) era todo un poema. No en vano dicen que ha declarado tras el encuentro que "eso no ha sido rugby". Añadió, con cierta malicia, que felicitaba a sus rivales porque han conseguido lo que pretendían "una derrota corta".  Está todo dicho.

Rucks a la romana

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Letra y espíritu a veces no van de la mano. El legislador deja algún resquicio y los profesionales del Derecho lo aprovechamos para mejor defensa del interés de nuestro cliente. Es lo que sucedió, exactamente, en Twickenham el domingo pasado. La defensa italiana fue estrictamente legal, aun siendo contraria al espíritu de la ley que gobierna el juego: ni contacto, ni disputa, ni líneas de fuera de juego. Pero legal. No era, además, novedosa. Es variante que equipos que se saben inferiores en el agrupamiento, en la zona de eventual ruptura de la línea de contención defensiva que se despliega ante el juego cerrado, han usado desde hace mucho tiempo. Ahora ha adquirido exposición mediática y a mí, particularmente, me sorprende que todo el mundo (con la excepción de Lawrence Dallaglio en la ITV) se haga de nuevas. A la capacidad de reacción del rival queda el éxito de la táctica desplegada. Que en el caso inglés quedó expuesta al universo mundo: qué limitación. Lo que nos habla de jugadores rígidos en sus procesos mentales, sin capacidad de lectura del juego. Parece que se impone la interpretación arbitral de que el atacante no puede formar agrupamiento por el mero contacto con el rival, si este elude la confrontación, y por lo mismo no bastaría la acción de asir al defensor para atraerlo al agrupamiento. Sea. Otras opciones hay, esencialmente aprovechar el eje vertical y comprometer a los expectantes defensores en una serie sucesiva de placajes hasta que no vean más opción que la entrada en el ruck, porque sabrán inútiles a los compañeros que graviten alrededor de la presunta línea de pase al lado abierto. Bastante simple, pero fuera del alcance de los Marler, Cole, Hartley y Care, pero coherente con su limitación para el uso de subordinadas.

Se plantean ahora los sesudos legisladores reunir comités de expertos (nos vamos pareciendo cada vez más a un Leviatán estatal) para parir reforma de la norma 16, acaso atendiendo al mandato del reglamento que declara inequívocamente que 

"Las leyes aseguran que las características distintivas del Rugby sean mantenidas mediante scrums, lineouts, mauls, rucks, kick offs y kicks de reinicio. Asimismo las características que son claves, relacionadas con la disputa y la continuidad: el pase atrás y el tackle ofensivo". 

No aventuro nada bueno, porque la deriva legislativa para complacer al espectador y al zeitgeist lleva indefectiblemente al rugby descafeinado. Así que ¡protesto!

Deutschland, Deutschland unter uns

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El título es una parodia, va de suyo. Voluntarismo, quizá. Espero que no. Fuimos muy superiores a Alemania y deberíamos seguir siendolo, aun con los refuerzos que cada bando busca y encuentra, principalmente en el Hexágono nosotros, al sur del Limpopo ellos. Fuerzas ajenas a lo que fue un deporte para los jugadores y ya no lo es -acostumbrémonos- empujan a favor de un Arminio que verá en  nuestras huestes a legiones romanas, como ya imaginó a los dacios hace un mes y miren lo que pasó. No quiero ver a Feijóo gritando, desconsolado, "Quintili Vare, legiones redde" porque ya no habrá un Druso que recupere águilas e insignias. Un mercado populoso atrae la atención de World Rugby y los capitostes de la Deutscher Rugby Verband se saben mover al unísono.

El rugby alemán es más antiguo que el nuestro, nacido al abrigo de universidades vetustas del suroeste alemán, Heildelberg la primera, y vivió años de auge en las décadas de entreguerras, al abrigo del rugby francés, proscrito por las Home Unions por sus excesos, pecuniarios y de carácter. Algo parecido a lo de este lado de los Pirineos y por eso fundadores de la FIRA con Cataluña y los demás continentales interesados en el asunto oval, rumanos, checos o italianos (salvo la Federación española que ingresó al poco merced a la catalana). Lo cierto es que Francia nos quería contricantes para desarrollar su juego y así empezó a arraigar esta rara fe. Luego las guerras acabaron de raiz con el rugby hispánico y teutón, expulsado con la paz del fervor público por el juego de pelota por antonomasia en su versión profesional, tan del gusto de toda laya de gobernantes pues es solaz y distracción del respetable soberano.

Alemania en el Central, 1952
El primer España v Alemania se jugó en Barcelona un 9 de junio de 1929 (15 a 24 para Alemania) y el segundo en Dresde el 18 de mayo de 1930 (5-0 para Alemania). En ambos aparece ya el ilustre apellido Massoni con nuestros colores. Luego el mundo en guerra y hasta 1952 no se reanudan los enfrentamientos, en una inicipente Copa de Europa: Madrid, 6 a 17 para Alemania; 1954, Frankfurt, 6 a 6; 1957, Barcelona, 3 a 16 para Alemania; 1959, Heidelberg, 19 a 14 para Alemania; 1960, Barcelona, 9 a 3 para España; 1962, Hannover, 14 a 6 para Alemania; 1979, Heidelberg, 6 a 14 para España; 1983, Hannover, 13 a 11 para Alemania; 1986, Madrid, 50 a 0 para España; 1990, Madrid, 19 a 8 para España y otros tantos hasta el empate del pasado año que podrán encontrar en este enlace, no siempre acertado y que aquí he completado para estos enfrentamientos. En resumen, 8 victorias para Alemania, dos tablas y 11 para España.

Pude ver la inédita victoria de Alemania sobre Rumanía. Se puede decir que los rumanos perdieron el partido, pero ello no quita mérito a los alemanes, que llevaban casi un mes concentrados planeando la fase definitiva de una temporada internacional que iniciaron ganando a Brasil (lógicamente) y a Uruguay (primera sorpresa, pues era evidente para casi todos que una derrota americana con nuestro XV era posible, pero que la selección mundialista sucumbiera con los alemanes no lo era). Juegan simple y no desmayan, con querencia por el eje vertical y aprovechando la zona de ruptura cercana a los agrupamientos. Plantearán dura batalla delante, algo que antaño podíamos temer, no hoy. Sin embargo nuestra baza ha de ser ese juego abierto que esperamos hace jornadas y que debe concretarse en el Sportpark Höhenberg de Colonia. Son rivales directos en el camino que muchos creen lleva al éxito. Dejo dicho ya que si llega para nosotros Japón 2019 temo el purgatorio que pena Portugal, que está siendo más doloroso que el nuestro de 1999.

Es aventurado extrapolar experiencias propias al rugby internacional. Más cuando aquella resultó toda una impostura. Así que confieso que he jugado con alemanes como rivales. Con el club de Heidelberg, precisamente. Pero solamente eran medio alemanes, o por mejor decir, sus mastodónticos delanteros eran alemanes y sus tres cuartos endiablados franceses de la vieja escuela. Nos ganaron la final del homérico torneo de Pascua de Groninga, en 1998, durante mi segunda juventud (principio ahora la tercera) con mis amigos de San Isidro Rugby Club de Madrid. Traje ausencias de regreso al sur, que olvidaría de no ser por la necesidad periódica de engrasar los flejes metálicos de mis rodilleras. Eran grandes esos tipos, mucho. Y eso les limitaba, porque lo esperaban todo de su envergadura y no contaban con delanteros pequeños y desplegados. Pero no pudimos con el último rugby champagne que ví en directo, inopinadamente exhibido bajo los colores de Heidelberg. Conservamos nuestras águilas, sin embargo. Cuídate, Santos, de queruscos, angrivarios o caucos. Vuelve con las tuyas y con Arminio encadenado.


Dragoncillos

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Me obliga Phil a regresar, bajo amenaza de sin bin permanente. Me dice que esta semana se toma descanso y que hable yo mismo de los míos y del los demás, si puedo. Bajo coacciones y dejando mi retiro, un rato solamente, lo haré. Disfruté del partido porque ganó País de Gales y eso basta. Incluso para un tipo del oeste como yo, que dicen los vecinos de los ingleses, esa gente de Swansea o Newport, algo contaminados por ellos, que no sabemos de rugby. No será tanto y además no solamente somos galeses para los himnos y durante el V (perdón, VI) Naciones. Cantar a la Delilah de Tom Jones nos gusta también a los West Walians, pero eso no te hace galés, como dice mi buen amigo Caradoc Dewi Evans. Vuelvo a la retransmisión. Me abrigué bien, pues en la montaña palentina el viernes por la noche hacía frío, busqué el punto de mayor velocidad para mi conexión de internet y ajusté el enlace al modo de pantalla completa en mi iPad. En el teléfono twitter para ver los comentarios de Phil y compañía. Me sorprendió que no siguiera la retransmisión de la BBC, pero luego supe que acudió a uno de esos locales presuntamente irlandeses donde sintonizaban un canal español. Debía de ser ese en el que un comentarista ve siempre el mismo partido y un narrador ignora que los medios de melé son también profesionales del rugby y no se ocupan de la pitanza de sus delanteros. Como yo no escuché sino a mis locutores habituales, nada diré, pero Phil, que revisarás esta entrada, busca otro local y otra televisión, por salud de cuerpo y alma.

Webb frente a Irlanda
El dueño de este panfleto apostaba por los que llama, con sus querencias latinizantes, hibernios. Yo no. Un galés siempre apuesta por Gales. Aunque pierda, que en eso somos como vuestros sevillanos verdiblancos. Es verdad que Irlanda parecía más sólida y centrada y que nosotros, huérfanos (no es del todo cierto) de Gatland, nos hemos quedado esta temporada tan tristes como el cenizo Howley. Sucede que el viernes (¡vaya día para un partido!) los sesos de Sexton y Best debían de estar tan cerrados como el maldito techo del Principality Stadium. Al apertura se le puede achacar falta de convicción y la conmoción que sufrió quizás explique algunas de sus estúpidas decisiones, pero a Best solo cabe decirle que muchas gracias. Dejaron jugar a mis oxidados, terminales y sobreexcitados dragones (seis golpes en los primeros minutos de partido) como si del principio del ciclo que se inició en 2005 se tratara. No es que movieran rápido el balón al bendito espacio lateral que propicia el uso sensato del eje horizontal, es que les dejaron hacerlo. Zebo sobre todo, alguien que ha conseguido de San David intercesión ante San Pedro para el día inapelable. Que por lo menos compensará el débito que le atribuya San Patricio. Harina de otro costal. 

A lo mío: no es que North despertara, es que si no anota tras el juego brillante de Webb en el primero y ese maul comme if faut del segundo ahora penaría en un presidio en el Golfo de Guinea. El del Dr. Roberts debe ser compartido con Faletau, que cortó la patada de Sexton, agotado y perdido, para el 22-9 final. Se antoja una de los últimos ensayos de la rara avis que es ya un señor licenciado en este mundo. Que además sea uno de los míos, que lucíamos peor porcentaje de tales por comparación con los acomodados de las otras tres naciones isleñas, es reseñable. Más valdría que las academias de rugby de clubes y federaciones, si las hay, que no estoy al tanto, se preocuparan por la formación de sus afiliados, no sea que sujetos que desmerecen una herencia que ha de ser preservada, como Marler o Care, lo copen todo y nos quedemos sin modelo para los niños. Esta, además, será mi única reseña del Inglaterra v Escocia, que también vi, con melancolía. 

Una nota final (buena) para España. El primer tiempo, brillante. Jugaron bien, en donde debían, comprometiendo siempre a la defensa alemana, en su zona de ruptura, en su territorio. Se vaciaron los Leones. Bastaba contemplar el rostro congestionado de la primera línea para ver a qué nivel de esfuerzo estaban trabajando. Una pena haber concedido dos marcas, pero se veía venir. No cabía mantener el ritmo y los locales debían justificar las expectativas que han creado. Otra nota que mejora los partidos previos: disciplinados, manteniendo la cara y respondiendo a la intimidación teutona, esperada, además. Todos muy en su sitio, respuesta ajustada y zapa donde se debía. Que acaben en Japón o no es un disparate preverlo. Pero en camino están, y la ruta es ahora lo importante.



Revista H

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Revista H

Comprenderán que haya desatendido comentarios, presuntamente perentorios, paralelos al fatal transcurso de la actualidad. Se me reprochará que, red azul de lado, nada haya dicho sobre el España v Bélgica del pasado sábado. Como haber omitido elucubración alguna sobre el Irlanda v Inglaterra que privó a Eddie de entorchados inmerecidos (¡esas temerarias comparaciones con los All Blacks!). Y que, salvo entre susurros propios de conspiración decimonónica, nada he dicho de la tragicomedia que cerró el Francia v País de Gales en París. Había motivos sobrados. Además de asuntos forenses, que sí, he ocupado mis horas en conciábulos virtuales, plenos de expectación, previos al lanzamiento de Revista H.

Que el factótum de H #elrugbyqueselee, Mario Ornat, aka @quieroserpilier, rumiaba algo se seguía, como decimos los leguleyos, de una jovial y jacarandosa juntanza veraniega en la que, además de comprometernos con vago proyecto literario, dimos en encontrar neologismo para la ingesta precipitada de bebidas fermentadas. Aquello cimentó sólidos lazos rugbísticos entre el meritado, el dueño de este local, @RutgerBlume y @superveraman, a los que se añadieron después @_nachohernandez y el Almirante Benbow (aka @Napier65). En el Almirante y en el fotógrafo trotamundos se concitan otras notas bien dignas de destacar: ambos fungen de veteranos del equipo universitario donde coincidimos y nos unen 30 años de rugby.

Sesudas jornada de trabajo
El caso es que tales circunstancias adobadas de manjares y caldos servidos en casas de comida ora asturianas (aquí con la inestimable concurrencia de @HelenaLanuza y @Criscue, para embridar desvaríos a los que somos dados), ora leonesas (hay querencia) no nos llevaron a nada distinto de lo que aprendimos entre palos y palos, que no voy a repetir porque el lector de estas líneas conoce sobradamente. Todo muy cómodo para la tripulación, apunto, cuando el que lleva el timón conoce a los prácticos del puerto, barceloneses en este caso y de fe esférica, a quienes se agradece el cobijo que han ofrecido a los primos ovales en este país en la que la suya es la religión mayoritaria.

Algunos viejos amigos saben de la variante oval del síndrome de Diógenes que padezco. Atesoro publicaciones de toda índole y fecha. Programas, libros, revistas. En varios idiomas. Háganme caso, la nuestra es buena. Ya la juzgarán.

Citas 35 (autocita)

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Yo no soy del gremio, Uds. lo saben. Apenas pisé, hace ya mucho tiempo, las redacciones de La Hora Leonesa o del Diario de León para llevar, en papel mecanografiado, mi versión de los partidos del León Rugby Club de otra época. Una temporada que pasé en la banda cortesía de mi primera lesión seria. Por eso conocía de primera mano a los "duendes de imprenta", que ya no sé si seguirán siéndolo, o si serán, más bien, de microprocesador. Por aquel entonces un redactor deportivo, algo menos joven que yo, amputaba a diestro y siniestro mis crónicas, que parecían a veces las Res Gestae Divi Augusti, con la versión oval de la Legio VII Gemina como protagonista. Por ahí están, en la correspondiente hemeroteca y en recortes que algunos conservan. A mí me faltan bastantes que algún día recuperaré. Firmaba con pseudónimo también por aquel entonces, el que me habían endosado en el equipo de cadetillos del colegio San José de Valladolid, origen remoto de mi rugby.

Que sigo escribiendo por afición y ganas de que algunas cosas permanezcan y no todo sea impertinente actualidad les consta. Y que la apresurada escritura virtual en la extinta Zona Rugby o aquí mismo, por extraña conjunción astral, ha llevado mis desvarios a Revista H, también. Allí me he topado con el duende correspondiente donde no era previsible: en la columna de opinión "Diez metros más". Estaba seguro de que sería en la gesta (aquí sí merece el título) de los Lions del 71, a pesar de que en este caso la labor de expurgación ya la hice yo, previamente, tras feroz negociación de espacios y caracteres. Aún así desaparecieron mis queridos Dravot y Carnahan, pero con atino.

No me extiendo más. La frase mutilada era del tipo compuesta y coordinada:

"Queremos contención en las formas y olvidamos que hay imperios televisivos detrás del espectáculo"

Ya saben de qué hablo.

Revista H.


A la bayonesa

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Una ajustada mirada al rugby francés del momento es desoladora. Deprimente para los que tenemos referencia vital de lo que fue. Incrédula para aquellos cuyas noticias son indirectas, para los que simplemente han leido o les ha sido narrado un rugby ya desaparecido. Hay, sin embargo un tercer grupo, en declive frente a la aplastante evidencia, que aún se empeña en usar categorías desmentidas cada fin de semana por la gris realidad del rugby hexagonal. Entendidos hay en la materia. En H tienen el mejor diagnóstico de la patología, a cargo de @RutgerBlume. Un hoy que no se compadece con el ayer. Un ayer que nació en el País Vasco francés: a la bayonesa.

Aviron Bayonnais
En 1913 el Aviron Bayonnais gana su primer título de Francia, 38 a 10, en el parisino estadio de Colombes, frente al Sporting Club Universitaire de France, el club fundado por Charles Brennus, quien nombra a la fecha al Bouclier que gana el campeón francés. Así que solamente 7 años después de que los remeros del club adoptaran la disciplina oval por ocurrencia feliz de Gabriel Chantillon y con la concurrencia del escocés Freddy Russell (que llegaba desde el Glasgow Academicals) ya se plantaban en alguna final. Mas fue un galés, Harry Owen Roe, de Penarth, el culpable del rugby que añoramos.

Nuestras fuentes, como es usual, no coinciden. Los cándidos aseguran que el galés se trasladó a la Aquitania por motivos profesionales, quizás para aprender francés,  mientras que la escuela fourouxiana, a la que nos adherimos, mantiene que los remeros le hicieron una oferta que no cabía rechazar. Parece que los hermanos Forgues, jugadores de Bayona y directivos de negocios relacionados con la importación de carbón galés fueron los que se fijaron en el jugador de Penarth, en 1910. Carbón galés, turbas landesas y forjas industriales en las que el hierro vizcaíno era integrante de la ecuación, sin traducción oval, penosamente para nuestros intereses. Lo cierto que es Roe debía permanecer una temporada en Bayona pero, como tantas veces, se quedó para siempre. Trajo consigo un manual del que era autor el capitán de País de Gales Gwyn Nichols: The modern rugby game and how to play it. Este era compendio de la experiencia de Nichols y mis noticias refieren que fue publicado en 1916, sin aparente oposición por los renuentes guardianes de la fe amateur de la época, que lo dejaron hacer sin sanción. Si fuera así no tendría la relevancia que diremos, y acaso la de 1916 sea una edición posterior a la inicial, que otros situan en la temprana fecha de 1898, algo que soprende para un joven de 23 años (nació en 1875) e incongruente con la fama adquirida en 1905, pues capitaneó a los Dragones que vencieron a los All Blacks cuya gira de ese añó glosó Lloyd Jones en The book of Fame, recientemente editado en español por Gallo Nero. Nos importa el libro de Nichols, empero, para reseñar la influencia que tuvo en el de los hermanos Forgues, que en 1913, el primer año triunfal del Aviron Bayonnais, publican La manière Bayonnaise en Foot-Ball Rugby.

El libro, editado en Burdeos, bebe de la obra de Nichols y recoje los consejos de Roe. Será la biblia del rugby del sur de Francia (tolosanos incluidos, aunque renieguen con la boca pequeña).  Roe había dicho que al rugby se jugaba con 15 tres cuartos, y a ello se aplicaron los bayoneses. Introducía novedades como ejercicios de pase veloz de tres en tres a lo largo del campo de juego. Incidía en la velocidad de ejecución del pase, frente al contrapie que estilaban los parisinos o el choque que buscaban los bordeleses. Haciendo suyo un rugby total avant la lettre obligaba a todos los jugadores a practicar cada habilidad de tres cuartos (pase, cruz, salto) y a estos a entrar en los agrupamientos e insistía en ese concepto que recién descubren algunos: un jugador no es lo que su número delata, sino que debe ser en cada momento lo que revela su posición en el terreno de juego. Evidente por si mismo para el observador avisado. 

La obrita es de 1913. Un año después, la mitad de los integrantes de aquel equipo bayonés, y lo mismo sus rivales parisinos, están muertos. La Gran Guerra. Sin embargo, en términos rugbísticos estrictamente conceptuales, porque el capital humano es irremplazable, la contienda no ralentiza la evolución del rugby francés. La semillas que plantaron Roe (que sirve en el Cuerpo Expedicionario británico en Flandes) y los Forgues están siendo convenientemente abonadas en Joinville, la institución militar francesa para los deportistas destacados, donde se concentran todos los internacionales rugbistas movilizados, bajo la batuta deportiva de René Crabos. Los partidos interaliados que se organizan en retaguardia contribuyen, como prueba práctica, a forjar la adhesión al credo bayonés que en el bataillon de Joinville se predicaba. Los afortunados supervivientes de la guerra habían de llevar su sistema a todos los rincones del Hexágono. Además, en 1931 las ideas de Nichols, Roe y los Forgues se ha asentado de tal manera que pasan a los rigurosos manuales de educación física, sección rugby, de la IV República. Ya nadie se podía abstraer. 

Créanme si les digo que esos principios sostuvieron e hicieron crecer al rugby francés ante sus vecinos del otro lado del Canal. Que fueron los que predicaron a alemanes, españoles, italianos y rumanos durante el período de entreguerras, cuando amenazaba la expulsión que se materializó en 1931 y sepan que, adaptada, es la misma que a algunos nos enseñó, en su día, Max Godemet.

La expulsión del año 1931 merece consideración propia. Llegará. Igual que la crisis de la Francia actual, que se remonta ya a la década pasada y tiene mucho que ver con lo que la cultura popular atribuye a la máxima maquiavélica. Yo, por contra, me alineo con Suárez, Soto o Vitoria. A la victoria no se llega de cualquier forma, porque ganar es una consecuencia. E igual que las violencias de los clubes pirenáicos de los años 30 o los dineros que se embolsaban supuestos empleados municipales hicieron a las Home Unions proscribir a Francia ese 1931, las cuentas de resultados, las campañas de mercadotecnia y el abandono de la materia prima local en TOP14 hacen hoy del XV del Gallo el triste fantasma que es.

Sonny Bill

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Yo no sé, ni me interesa, si Sonny Bill Williams era ya musulmán o se ha convertido, como en su día el venerado Cassius, que lo fue más como tal que como Alí, todo sea dicho (y de paso, que no me escondo ¡faltaría! ya ven por donde voy). Por mí como si adora al sol naciente y en su casa es jansenista. Tanto me da. Lo que me produce estupor, de vuelta de unos días de asueto, es el papanatismo circundante. La necia corrección política y sus perniciosas consecuencias. El tiro en el pie que nos pegamos los de las presuntas sociedades abiertas, acomplejados y temerosos. Es una anécdota significativa, pues parece que le van a permitir no lucir la misma publicidad que a sus compañeros. Qué necedad. Claro que el caso trasciende al rugby y debería ser objeto de comentario en otro lugar, pero como hay precedentes, lo hago aquí. Me explico: el gran All Black Michael Jones es adepto de una secta protestante de esas que entre otras peculiaridades le impedía jugar en domingo. Vale. Ningún problema. Ni se cobraba, aparentemente, en su tiempo, ni se contravenía un mandato esencial que en las sociedades libres nos damos a través de nuestras leyes, precisamente la aplicación igual de la ley de forma general. Entre otras cosas. Aquí no. Aquí hay un trato de favor, no sé si consentido por las marcas aunque figura según parece en su contrato. Una de esas discriminaciones positivas que han florecido en el mundo anglosajón con tanto acierto como la famosa multiculturalidad. O sea, ninguno. No es este el sitio para la crítica del multiculturalismo, ni a la francesa (la banlieue es justa muestra) ni a la inglesa (con ciudades casi sustraídas a los tribunales de Su Graciosa). Cuando precisamente los clubes, dígase franquicias si se quiere, son a la fecha sólida muestra, como siempre, de integración, que es algo bien distinto. Polinesios, africanos, georgianos, americanos de ambos hemisferios, de consuno, pero sometidos a la misma ley. Que de seguir así acabarán los adventistas del séptimo día pidiendo que se les permita placar alto y los karaítas obviar la línea de fuera de juego, mientras los cismáticos lefebvrianos, si es que quedan, querrían vestir de dominicos a lo Bernardo Guy. 

Y que todo esto ocupe titulares. Realmente el infame Murdoch ha ganado. Lo dejo, que esto es, como dicen ahora, off topic

Felinos en un circo de tres pistas

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A penar al Sur

Mientras les presumo a Uds. atentos a la lista de Warren Gatland yo me estaré batiendo el cobre, togado, en una sala de vistas. Así que dejo programada la entrada en la hojilla volandera virtual. 

Les confieso que no me importa mucho quien va o deja de ir. Tampoco los candidatos que se postulan me llevan al entusiasmo. Que Hogg sea un zaguero decente es verdad. Que la primera línea que se adivina sea ramplona también, quizás Furlong y Vunipola excluidos. Por citar solamente ambos extremos y no entrar en las polémicas warburtonianas o itojicas. Lo que mantengo, ya lo estarán adivinando, es que esto no es lo que pretende ser. Aseguro que la última gira cabal de los British & Irish Lions fue la de 1993, por Nueva Zelanda precisamente, subsiguiente a la victoriosa de 1989 por Australia. Hace 20 o 25 años aún había lugar, reducidísimo, para esa épica que tanto nos entusiasma invocar. No se trataba ya de tres meses de gira con diez peniques diarios para gastos de bolsillo y apenas 30 jugadores y un par de directivos. No había ya referees locales cuyos dictámenes silbados pudieran escorarse a favor del Van Oesterbek o el Wilson de turno, primo aquel de su cuñada o vecinos estos de casita de vacaciones en Bay of Plenty. No, ya no pasaban esas cosas. Pero los Calder, Underwood o Dooley tenían que pedir permiso para dejar el negocio, el escuadrón de combate o la ronda de policía. Sin sueldo. Con orgullo, por encima del mal gesto, posible, del directivo encorbatado que veía peligrar el rendimiento del elegido a principio de temporada. Eso si en vez de gloria, efímera y esquiva, no coleccionaban lesiones a cuenta de un calendario diseñado como uno de los puntales para triturar a los expedicionarios o por cortesía de algún Moolman o Ashworth.

Hoy no. Se elegirá a 38 o 39 jugadores. Se harán acompañar de edecanes, mayordomos, niñeras, masajistas, relaciones públicas y de no mediar el desapego por el hogar familiar que demuestran los anglosajones desde pronta edad, por sus señoras madres. Emplearán una tercera parte de su tiempo a disposición de la prensa, grabando mensajes publicitarios, promocionando marcas, besando niños y frotando narices con nativos que luego les despellejarán en el pasto. Saltarán a la arena entre luces, fuegos artificiales, estridencias musicales, y banderas multicolores. Se emocionarán, o no, escuchando la sintonía de World Rugby, ya que no tienen himno conjunto ni falta que les hace. Portamicrófonos dicharacheros les abordarán en el medio tiempo para que respondan, entre hipidos y desacompasadas inspiraciones, sobre aquel placaje o esta melé y los capitanes tendrán que preparar discursito plagado de lugares comunes para el final, espalda contra tapizado de mil logotipos. Y tras las duchas, deprisa a la sala de criogenización, reconstrucción genómica o parches múltiples, fardos musculares al albur de avanzadísimos terapeutas del dolor y de actuarios ante pantallas multicolor que van ajustando a tiempo real el riesgo contratado, mientras accionistas (iba a decir lanistas) y Directores Generales ponen velas a los santos Patricio, Jorge, David y Andrés para que sus inversiones no se malogren.

#001 Revista H, para saber cómo era una gira en los 70 

No, no es lo que era. No es como en 1971 o 1974. Pero lo veré, lo seguiré y me entusiasmará, aunque sea porque pronto será historia, acaso la penúltima gira antes de que los Consejos de Administración prohíban el concurso de los mejores, y la contemos como tal. Sí, "¿os acordáis de Warburton? ¿No fue capitán de una de las últimas giras de los Lions? Pobres, y cómo recibieron en Nueva Zelanda". 

Añadiré solo una nota, sin saber cuando escribo si irá o no, aunque temo que sí por lo que se rumorea, Marler el ágrafo, nunca hubiera tenido cabida en una verdadera expedición felina. Se exigía un dominio básico de la lengua común y cierta comprensión lectora.

Citas 36: Nueva autocita

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"Un partido de rugby es un torbellino de sensaciones que tras un período más o menos dilatado de aprendizaje, se va haciendo relativamente inteligible. Entonces se comprende que se trata de una batalla que sólo acaba con la retirada del jugador y en la que cada partido no es más que una maniobra en el proceloso enfrentamiento consigo y con el adversario, episodios consecutivos de una coreografía de esfuerzo, sudor y hierro que responde a la sutiles indicaciones que los directores del juego transmiten a sus acólitos. Mil variables sobrevenidas y diez mil reacciones aprendidas. Y un reglamento complejo y una tradición centenaria y una idiosincrasia particular, cultivada con regodeo por los miembros de la secta, que se reconocen como tales allá donde se encuentren y que les convierte en amigables compañeros sin perjuicio del más feroz enfrentamiento entre palos y palos."

Alguien me pide una definición. Hace tiempo, por ahí, escribí esto. Quizás sirva. Juzguen. Solo añadiré que, llegados los años que transito, dudo que haya retirada. El combate directo se espacia, se mitiga, no siempre, pero pocos se confiesan extramuros.

Más felinos

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Me consta que hay aficionados que no sienten inclinación por los felinos, más exactamente por el género Panthera Leo. Dicen que ya no son lo que solían. Que no representan lo que fueron. Y es cierto. Sin embargo,  en un año que verá a la especie en peligro, enviada al otro extremo del mundo a merced de fieros cazadores de probada puntería y experiencia contrastada, no está de más poner negro sobre blanco algunos sucesos que los tuvieron como protagonistas. Complemento, por lo demás, de lo que voy contando en Play Rugby y de lo que tengo escrito en Revista H

Como las giras de hoy nada tienen que ver con aquellas, exceptuados los colores de la zamarra, antes inmaculados, hoy cruzados de anagramas, conviene rescatar lo que fue. Y acaso regodearnos en el tono lúdico y el componente de periclitada aventura que aún envolvía a las sucesivas expediciones de las primeras tres cuartas partes del siglo XX. Proezas otoñales, claro, sin paragón con las de Cook, Burton, Livingstone, Gordon y Kitchener o los mismísmos Dravot y Carnehan, de haber existido. Pero dignas de glosa en esta casa. Por viajar en un carguero, el SS Ceramic, de Liverpool y Southampton a Wellington, en 1950, un mes de travesía, preparándose en cubierta, sin entrenador, para evitar que Pat Crowley, tercera neozelandés de Wanganui y verdugo de medios de melé y aperturas, destrozara a Gus Black, el escocés o a Jack Kyle, el genio irlandés. Y circunnavegar el globo, proa a las Indias Occidentales y el Canal de Panamá, para regresar (tres derrotas y un empate en las islas de Tangaroa) por el estrecho de Tasmania (dos victorias sobre los Wallabies) y el Índico luego, con partido final en Ceylán, otra joya de la Corona, antes de recalar en Port Said, en Egipto, para saborear el café aromático previo al nacionalismo árabe y socialista de Gamal Abdel Nasser.  


Van der Schyff falla y lo sabe. 1955.
Y sorprender en 1955 a los Springboks de Danie Craven, ya a cargo del rugby duro y feroz de granjeros bóer y abogados de El Cabo. Con Cliff Morgan, el futuro comentarista de la BBC, el apertura nacido en Rhondda, dirigiendo a una mayoría de galeses en un primer test-match que reunió en Ellis Park a 90.000 espectadores de pago y 10.000 furtivos, para ver a su zaguero Van der Schyff defenestrado del rugby internacional al fallar una última transformación que dejó el marcador para británicos e irlandeses en 22 a 23. Que luego siguiera una próspera carrera como cazador profesional de cocodrilos en Bulawayo o conductor de caminones en las minas de Zambia es algo que ha de atribuirse a un azar que otros, como Sir Anthony O'Reilly, manejaban entre partido y partido. El ala irlandés, un precursor con físico de segunda línea, rechazó la cartera de agricultura que le ofreció en 1969 (decimocuarto año de su intermitente periplo internacional) el Taoiseach: prefirió dirigir la Heinz y labrarse una carrera como ejecutivo de relumbrón primero e inversor multimillonario después que le ha llevado a establecer su residencia en las Bahamas. Dicen que desde su dorado retiro trata de salvar los restos de su fortuna, en obras de arte, tras la bancarrota de varias empresas de telecomunicaciones, cristal y porcelana que le apeó del prominente título de sujeto más rico de Irlanda. Lo que ya no perderá es su lugar en el Hall of Fame de la antigua IRB, que le otorgaron en 2009. 

A algunos nos interesa recordar que el rugby que atesoraban unos y otros era parte de su vida, pero no el total de ella. Lo que hacía a sus andanzas, dentro y fuera del espacio que dominan los palos, mucho más interesantes. 

Bombines, ironías y el mismo resultado. Detalles de los Lions del 59.

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Imaginen uno de esos aviones de hélice de los años 50. Un cuatrimotor, probablemente, para vuelos intercontinentales. Deténganse a pensar en su destino: Darwin, en el norte de Australia. Durante el otoño de ese hemisferio. Calor, en cualquier caso, mucho, como suele en los trópicos. Vean acercarse a los vehículos  auxiliares para que descienda el pasaje. A pie de pista esperan, expectantes, los sufridos dirigentes de la Australian Rugby Football Union, buenos anfitriones e inseguros de éxito alguno frente a los expedicionarios, temerosos del escarnio de nuevas derrotas en las charlas de barra de bar de adeptos al demencial código autóctono, sin mangas, o al más afín treceísta, tan extendido en la isla continente. Mas ese día de mayo de 1959, tercera gira Lion tras la Segunda Guerra Mundial, la sorpresa vence a la resignación. Un tipo espigado, el más alto de la partida, bajo el sol ecuatorial, desciende parsimonioso embutido en su gabardina, tocado con bombín y paraguas en mano. No fue una pose, era su estado natural. Reginald William David Marques, segunda línea de Hertforshire, el Army XV, Cambridge, Harlequins, Barbarians e Inglaterra era un tipo de buena posición. Nacido en 1932, ingeniero, obtuvo 26 caps (25 de ellas con su compañero en las calderas de la melé  arlequinada que bulle en The Stoop, John Currie) y fue integrante destacado del grupo ganador de los Grand Slams de 1957 y 1958. 

Marques tras aterrizar en Darwin
Hay que reconocer un punto de boutade en su atuendo, a fuer de ser sinceros: el gran Marques era de origen australiano. Su padre había desembarcado y sobrevivido en Gallípoli al "cúmulo de suposiciones" de que habló Churchill justificando su fracaso y el de Kitchener en 1915. Su madre era galesa y su mejor compañero en los Lions el precursor de la gloria de Pontypool, el extraordinario primera Ray Prosser, operario en una metalurgia. Bombín y maneras consecuencia natural de una excelente educación y  nacionalidad, por afinidad y elección, a la manera goethiana, quizás. Particular idiosincracia para una gira peculiar. Las esperadas victorias ante los Wallabies y una más (el último test-match) por 6 a 9 y tres derrotas ante los All Blacks (primero, segundo y tercer partido, aquel 18 a 17 sin ensayos locales y ¡cuatro! europeos, 11 a  8 en el siguiente y 22 a 8 el último) con Marques jugando con el número 8 en la corta derrota del segundo test y fijo en su puesto en el XV de los miércoles. Los Lions, como era costumbre, ganaron a los equipos provinciales, salvo a Canterbury y Otago. En una de esas refriegas, entiéndalo quien quiera, objeto de tratamiento especial por un delantero local lejos del balón, forjó parte de su leyenda cuando le sujetó, una vez de pie, y le estrechó con fuerza la mano, ante la sorpresa del agresor. "Quería que se sintiera como un auténtico canalla" le confesó a su capitán Bill Mulhany cuando éste le preguntó por su inusual reacción. Anécdotas para una nueva derrota allí abajo, a pesar del desempeño más que notable del futuro magnate Tony O'Reilly, el ala irlandés que anotó 22 ensayos durante la gira.

Retirado del rugby en los 60 se dedicó al negocio familiar (obras públicas) y a navegar, hasta el punto de ser, junto con otros cuatro jugadores de Harlequins, miembro destacado de la tripulación del Sovereign, navío que disputó a sus rivales americanos del Constellation la America's Cup de 1964. Buen jugador de cricket y epítome del fair play, Marques fue la figura dominante en la jugada de saque lateral de su tiempo. En 1954, para contrarrestar las añagazas que sudafricanos y neozelandeses empezaban a desarrollar (los antecedentes del "ascensor" que hoy a devenido lanzadera espacial) la IRFB reformó la norma 19 proscribiendo toda suerte de apoyo y dejando el alineamiento a merced del que era en esos días con 195 cm. el jugador más alto del rugby internacional.

De fracasos y epopeyas: Lions del 71

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Ya sabemos que este 2017 es año de leones que juegan con balones extraños. Acaso los de Trafalgar Square, cansados de escoltar a Nelson, más afín a otro juego, de sextantes y cortar la línea de navíos enemigos de tres puentes. Desde 1888, en el idioma mayoritario de tales felinos, Lions. Escoceses, galeses, ingleses e irlandeses. Las Home Unions, las asociaciones nacionales de rugby formadas con anterioridad a toda entidad internacional, de consuno para medirse con los antiguos Dominios de la Corona: sorprendentes australianos, feroces sudafricanos y demoledores neozelandeses. Alguna parada intermedia, pocas. Hong Kong, que fuera joya del Imperio y mantiene costumbres y atrae a multitudes para su torneo monzónico, en 2013, frente a otro mito mayor, los Barbarians. Alguna isla del Pacífico (Fiji, 1977). Colonias menores como Rhodesia mientras lo fue. Canadá en 1959 y 1966 y países donde curtirse como la Argentina en 1927 y 1936. Partidos aquí y allá con motivos variopintos: algún cumpleaños de Su Graciosa Majestad (1977) o en el París aún jacobino de la conmemoración de la Revolución en 1989. 

En Nueva Zelanda recalaron por vez primera como hoy los conocemos en 1930. Entonces, como durante la gira de 1908 si queremos remontarnos más, establecieron un precedente: se desenvolvían con solvencia con los equipos provinciales (salvo Auckland, Wellington y Canterbury, a veces Taranaki o Waikato) y perdían con los All Blacks. La calidad de los anfitriones y esa ventaja escénica que les otorgan educadamente los rivales mientras contemplan su danza tribal y la fuerza vinculante de la costumbre ha impedido a sucesivas expediciones ganar en la tierra de la Gran Nube Blanca. Ni en 1950, 1959, 1966, 1977, 1983, 1993 ni en 2005 lo hicieron. En 2017 sucederá lo mismo: el peso del precedente, como en el sistema legal que les es propio. Tuvieron que concitarse elementos extraordinarios, conjuros en idiomas célticos y personajes sobresalientes para que la gira de 1971 fuera una excepción. Insólita ocasión diseñada por dos tipos que se encaramaron a la historia del rugby uno por su facundia y don de gentes y el otro por su talento y erudición. 

El primero, Doug Smith, escocés de Aberdeen, ala y médico. Por ese orden. Presidente de la Scottish Rugby Union en 1986 y 1987. Entre 1949 y 1953 ocho veces lució el entorchado del cardo y una el escudo acuartelado de los British & Irish Lions. Dicen que jugaba decorosamente pero será recordado por una baladronada y una hazaña: predijo el resultado de los Lions frente a sus anfitriones neozelandeses con exactitud que sólo puede tener que ver con la temeridad o la diosa fortuna y dirigió magistralmente la expedición. Para adquirir el título de Oráculo de Orsett hubo de esperar al último partido. John Williams (el futuro JPR) anotó su primer drop en partido internacional, para el 14 a 14 final y Nueva Zelanda tembló, sacudida por un estremecimiento digno de erupción del Monte Taranaki. El segundo, un maestro galés: Carwyn James. Hito del rugby. Hijo de tópicos. Padres mineros. Conciencia social. Socialista fabiano y nacionalista galés. Fino jugador, entre tantos de la escuela, de la mina y del coro dominical. También de los que cruzaban el Severn hacia Inglaterra y se formaban y nutrían de genio a los clubes ingleses. Pudo llegar más lejos pero Cliff Morgan lo eclipsó y se dio al estudio. Sobre todo del rugby. Devino filósofo y transformó jugadores. Responsables ambos de la gira de 1971, memorable por muchas razones. Hasta entonces, y desde 1930, británico e irlandeses solamente habían vencido en dos partidos a los neozelandeses. Lo cierto es que Down Under, como dicen en las Islas Británicas, ganaban de tarde en tarde. A los australianos sobre todo. Pero Otago, Transvaal del Norte y Canterbury, entre los equipos provinciales, los Springboks y esos tipos de negro eran otra cosa. La clase del 71, sin embargo, quebró la costumbre por unos años, harta de humillaciones y despechada por los varapalos de 1962 y 1966. Años dichosos, porque en 1974, allí donde más dolía, sobre el suelo duro y amarillento del interior africano y bóer, volvían a ganar una serie de partidos, inopinadamente, ante los africanos del Dr. Craven. Sin embargo la partida de 1971 fue inmensamente mejor. El rival isleño muy superior al continental: los Bokke de 1974 vivían ya en situación de aislamiento deportivo, anquilosados y paquidérmicos y solo oscuras artes (finiquitadas con un grito de guerra de dos cifras) y referees locales de intensa implicación con sus comunidades fueron obstáculo para la partida de Willie-John McBride, el capitán irlandés que repetía gira, y sus prodigiosos tres cuartos. En 1974 el Gran Berta africano se enfrentó sin éxito contra las fulgurantes incursiones de las Ratas del Desierto y superaron con solvencia las trampas del veldt del Transvaal. Por contra, en 1971 los All Blacks reinaban indubitados y escoceses, ingleses, galeses e irlandeses viajaban a cosechar anticipada derrota, quizás a salvar la honra. Desconocían los anfitriones que el locuaz manager de los Lions era la punta de un iceberg que iba a perforar el casco del Buque Negro sin que su complacida oficialidad advirtiera peligro. Mientras Doug Smith aparecía en el puente de mando como interlocutor con los medios y jefe de logística (que eso era un manager cuando el rugby era solo rugby y viajaban 30 jugadores y dos técnicos y quizás un fisio) el dueño del timón, con beneplácito y adhesión de todos, era el galés James, Carwyn James. Aquellos Lions de 1971 tenían su antecedente inmediato en las giras por Sudáfrica de 1962 y por Nueva Zelanda en 1966. Ambas habían sido desastrosas. En África habían perdido la serie por tres derrotas y un empate, cobayas de un calendario cuidadosamente planificado para llevarles desde las mesetas del interior afrikáner al nivel de mar anglosajón de El Cabo y de una hospitalidad abrumadora (cacerías, regalos, barbacoas y jolgorios variados) destinada a doblegarlos. Ni Dickie Jeeps, el hábil medio de melé inglés, ni el debutante Willie-Johh McBride o Tom Kiernan fueron problema para el juego laminador de los paquidermos locales, y de ello tomó buena nota el avispado segunda línea de Ballymena. La de 1966 fue aún peor. Bajo la capitanía del escocés Mike Campbell-Lamerton y por primera vez con una simulación de entrenador (John Robbins) ganaron (¡cómo no!) a los Wallabies en su parada inicial y perdieron 4 a 0 en los tests correspondientes con los All Blacks. El mismo capitán, con más atribuciones a la fecha que el entrenador, se descartó a si mismo en dos de los partidos principales, consciente de la debacle. Tampoco ese año los Gibson, McBride, Thomas, o McLoughlin pudieron hacer otra cosa que aprender para mejor ocasión.

En 1971 los Lions repitieron destino. Excepcionalmente se obvió la alternancia africana por razones políticas y regresaron a Nueva Zelanda, para regocijo de los anfitriones, avariciosos de victorias. No cabía imaginar, porque la costumbre anquilosa el razonamiento, que los pupilos de Doug y Carwyn eran excepcionales y, con justicia, herirían para siempre el orgullo All Black. Por añadidura el de las mejores selecciones territoriales: Otago, Wellington, Auckland o Taranaki. Gran hazaña, sí. Y moneda con dos caras. Para los todopoderosos All Blacks, porque no se cumplió el pronóstico de James (“en 1972-3 enviarán un equipo demoledor a las Islas”, en traducción libre), y porque el éxito británico e irlandés acabó con una de las esencias decimonónicas que sobrevivían en las Home Unions, con la organización escocesa como rocoso baluarte: no querían entrenadores. Doug contra Carwyn, al principio. Dos tradiciones, dos formas de ver el rugby, que acaban en una común tras el éxito de la gira. La aproximación lúdica al deporte del reverendo Ellis (de Mackie quizás) común a ambas, sí, para forjar carácter. Para forjar lazos entre pares de la misma clase (squires, universitarios, profesionales, propietarios ingleses, escoceses e irlandeses de credo reformado, cuando el rugby era en Dublín deporte extranjero), casi desenfadadamente (los golpes, la furia y la lucha quedan entre palos y palos). Unión tribal de clase obrera, industrial y minera (el lugar común) y de maestros de Carmarthen o Rhondda en los valles galeses que convierten el rugby en sublimación del esfuerzo de la metalurgia o la veta carbonífera. Hubo, claro, ebanistas ingleses o corredores de seguros galeses, pero no son la norma.

Doug, el gestor, se obliga a la fantochada tras el tropiezo ante los australianos de Queensland (24 horas de vuelo al otro confín del mundo y derrota 11 a 15, un 11 de mayo en Brisbane): “vamos a ganar la serie”. Derrocha jovialidad y confianza, pero se le tacha de temerario. Revela, y eso lo sabemos con certeza, un pasado peculiar: club y regimiento. Si pinta mal, apretemos las mandíbulas y a la carga, como los Scotts Greys de Lady Butler que celebran Waterloo. Carwyn no. El reposado, el estratega, el psicólogo calla y planea. Cuenta además con una cohorte de fieles que entienden lo que quiere, que han disfrutado con su método y que saben obtendrá lo mejor de cada uno. Lo que Carwyn no mostró en juego (dos caps con País de Gales) lo guardó para transformar a la galesa el rugby de los Lions, articulados por vez primera alrededor de compatriotas: John Dawes, el capitán (también del difunto London Welsh), y los medios Barry John y Gareth Edwards. Entorno a estos, los demás y las ideas de James fluyendo de marca a marca, zagueros que atacan, alas que cubren al zaguero atacante, doble defensor atrás y contraataque, mover el balón desde la propia línea de 22, velocidad en los agrupamientos y control del tiempo del partido. Novedades que sistematizó y que hoy parecen evidentes. Cuando Smith, ya en el East Indian Club londinense, reconocía que se había rendido al método de James (“solía estar contra los entrenadores, salvo en los colegios, como casi todos los escoceses, pero he cambiado de idea: el éxito de la gira se debe a Carwyn James”) terminaba propiamente el rugby clásico y nacía una era que llevó a la Copa del Mundo de 1987 y al profesionalismo en 1995.

Carwyn James, profesor de literatura galesa, aunó inteligencia, ambición, anticipación y conjunción de las cuatro naciones. Bardo él mismo, candidato a las bancadas de Westminster con Plaid Cymru, desdeñoso de un título del Imperio por coherencia con sus ideas. Esquivo para las recepciones, prefería expresarse con su rugby, ideado como jugador de Llanelli y London Welsh. Fanático del detalle y del estudio del rival pasó los meses previos a la gira, mientras el comité de selección batallaba con Doug para confeccionar la lista de candidatos, encerrado en las hemerotecas de la South African House y de la New Zealand High Comission embebido en las secciones deportivas de la prensa austral de 1970, el año en que los All Blacks sufrieron a manos de la apabullante delantera de Hannes Marais y Joggie Jansen. Por fortuna no hay más que cinco minutos a pie entre Haymarket Street y Trafalgar Square, de modo que podía trasladarse fácilmente de una a otra provisto de cuadernos de notas, datos y depuradas conclusiones. Entre Wigan y Manchester hay, desde luego, muchas más millas de distancia, que no le impidieron acudir a uno y otro lugar para estudiar aquello que pudiera ser de provecho, tanto de los primos del soccer como de los secesionistas del código a XIII. Tanto celo, tanto entusiasmo que ni un viejo alickadoo como Doug Smith pudo resistirse al encanto de su fe: balón, mucho balón, siempre balón. Premisa que imbuyó a su grupo, seguro de sí por saber que estaba en manos de alguien que se preocupaba por llamar al servicio meteorológico de Wellington antes del partido correspondiente para pedir información sobre la dirección del viento durante la segunda mitad del mismo. De espaldas al azar, que lleva a la desazón y priva de claridad de ideas, James se empapaba de todo y todo los abarcaba, para tranquilidad de los suyos. Nadie dudaba que todo un país pretendía arruinarles la aventura, sin empacho por jugar en el límite, si fuera el caso. El galés lo sabía por propia experiencia con Llanelli y no estaba dispuesto a que su idea del juego se diluyera en torbellinos de negros rucks. Entretanto los 33 de la partida que iban a pasar noventa días juntos con una pequeña paga diaria (pocos chelines) para gastos, debían disfrutar. Condición para el éxito, decía James, cuando se ha de lograr a base de esfuerzo y compromiso físico. Piénsenlo: uno se promete tres meses fuera de casa y del trabajo para jugar al rugby: ¡bravo! Pero no repara en que hay que jugar cada tres o cuatro días y que en la época la legión de terapeutas, psicólogos, entrenadores del detalle y nutricionistas brillaba por su ausencia. Doug para las quejas y Carwyn para aprender. Y ya.

Ambos planeaban para los suyos una gira tolerable, sin las rencillas nacionales que habían deslucido alguna de las precedentes. Tendemos a pensar, por lógica, que su intención primera fuera ganar. No lo creo. Smith no, a pesar de su baladronada. Ayunos de series y venciendo solamente dos test-matches en 1930 y 1959 ¿cómo? James, sí. Balón y más balón. Y novedades en cada entrenamiento: juegos y partidos a cinco, a ocho, a diez, a velocidad de vértigo. Y charlas individuales, y aceptar sugerencias de tipos sagaces como Gibson, McBride o McLauchlan. Y manga ancha con el genio: Barry John pasaba algunas sesiones a lo suyo (¡con un balón esférico!). Perfecto motivador, gran director de recursos humanos. Inédito en ambos archipiélagos, por más que desde hace veinticinco años sea hábito. Si John Williams atacaba desde cualquier posición dentro de 22 seguido por John Bevan o Gerald Davies era consecuencia del hábito decantado por un ejercicio casi furtivo para desarrollar una habilidad condicionada, pauloviana. James sabía que el tedio de la repetición fuera del contexto del juego mejoraba limitadamente la técnica y la capacidad de decidir. Mecanizar la toma de decisiones, intuitivamente, iba a igualar a sus leones con los All Blacks en esa faceta del juego, para que su ventaja inicial se redujera al ritmo y a un compromiso físico más allá de los usos de los suyos. Contaba con privilegiados que habían de responder por encima de lo esperado, porque ese era su rugby natural: sus compatriotas John, Williams, Edwards y Davies, el irlandés Gibson y el inglés Duckham. Siempre que la fuerza de choque les proporcionara balones de calidad. Así fue, según confesaba el mismo Barry John preguntado por su excelencia en la gira: “recibí los mejores balones de un pack brillante y jugué detrás de Gareth Edwards y de Ray Hopkins y tuve a mi lado a Mike Gibson, David Duckham, Gerald Davies y John Bevan”. Ellos, por su lado le celebraban cantando God save our King en las cenas oficiales. Todos requerían tal atención de la defensa negra que permitieron a John diseñar ángulos, administrar canales y explotar espacios que en Cardiff o París veía inmediatamente antes de que tres defensores los cancelaran. En Nueva Zelanda, más libre y rodeado de los mejores, rubricó su obra maestra.

Fueron 33 los elegidos: dos granjeros (los ingleses John Pullin y Brian Stevens); dos ingenieros (el escocés Sandy Carmichael y el irlandés Ray McLoughlin, tempranas bajas por exceso de celo local); un piloto de combate (el irlandés Michael Hipwell); un abogado (Mike Gibson, irlandés); dos maestros (los galeses John Dawes y John Taylor); dos profesores de educación física (el escocés Ian McLauclan y el galés Mervyn Davies); un tornero (el galés Ray Hopkins); tres electricistas (los galeses Arthur Lewis, Derek Quinnell –padre de internacionales finiseculares, Scott y Craig - y Delme Thomas, el hombre tranquilo de la expedición); tres empleados de banca, un director financiero, un director de obra civil y un intermediario (el inglés David Duckham, el inconmensurable irlandés Willie John McBride, los galeses Barry John y el inefable Gareth Edwards y los escoceses Gordon Brown y Alastair Biggar); un contable (el galés Michael Roberts); un becario (el inglés John Spencer); cinco estudiantes (el irlandés Fergus Slattery, los galeses John Bevan, JPR Williams y Gerald Davies y el inglés Peter Dixon); un bioquímico (el galés Geoff Evans); el dueño de un hotel (el irlandés Sean Lynch), un viajante (el inglés Robert Hiller) y un empresario (el escocés Rodger Arneil); un historiador devenido director de marketing (el escocés Chris Rea, luego capitoste de la IRFB) y un representante de ventas (el escocés Frank Laidlaw). Catorce galeses, seis ingleses, siete escoceses, seis irlandeses. La flor y nata. Como en Rorke’s Drift o en Rangiriri, diría alguno, con un punto de sorna muy propio de los sargentos Dravot y Carnehan.

Debutaron un 22 de mayo y no concluyeron la campaña hasta un 14 de agosto, en Eden Park. Entre ambas fechas resquebrajaron el orden oval conocido. Tiempo han tenido de rumiarlo en las antípodas, pero aún lo recuerdan entre admirados y resentidos. Para hacer todo más doloroso el jovial Smith añadía cuando podía que disfrutaban mucho de una gira en la que –es de suponer que por comparación, que a los sudafricanos no los citó- el juego limpio hacía del viaje una gran experiencia que les estaba permitiendo desarrollar sin trabas sus habilidades en ataque. Los anfitriones, más heridos con cada victoria Lion, se tomaron aquello como desprecio sin atinar a calificar las palabras de Smith de sarcasmo o insidia. Hay que adentrarse en los entresijos de esa fina ironía casi woodehousiana para entender que el rostro amoratado de Sandy Carmichael o el ojo descolocado de Gordon Brown no fueron producto del fair-play. “¡Defensa propia!” alegaban los delanteros de Canterbury, dando preciso contenido a la excusa no pedida del adagio romano. No tanto. Pero sí reflejo del desconcierto que en los neozelandeses provocaban las tácticas de Carwyn James, un Korchnói del rugby. “Desconcertadlos, que olviden el balón, que será nuestro. Obstruid en el alineamiento, más que ellos, si podéis. Que prueben su propia medicina. Y no mostremos patrón de juego. Sólo contundencia y velocidad y ataque desde cualquier posición. Si Barry decide que se juega rugby de diez, sea” imagino la arenga previa al primer partido, mientras Dawes, el capitán, asiente. No en vano Barry es Carwyn sobre el terreno, y John Dawes, vieja escuela galesa, se ha empapado en London Welsh de la sabiduría de James. Por eso, meses después, ¿qué mejor capitán para los Barbarians de enero de 1973? Y, andando el tiempo (1974-1979) gloria como entrenador de País de Gales. Cuatro Torneos (dos victorias absolutas) que debe a Carwyn James quien fuera presidente de los galeses de Londres.

Jugaron 26 partidos. Dos de ellos en Australia, con Queensland –la derrota propiciatoria de Smith- y Nueva Galés del Sur. El resto en su destino principal: Counties, King Country, Waikato (humillación a los mooloo men, 14 a 35), XV Maorí (12 a 23), Wellington (9 a 47), South Canterbury, Otago (9 a 21), West Coast, Canterbury (3 a 14, batalla campal), Nelson Bay, Southland, Taranaki (9 a 14), Universities, Wairarapa Bush, Hawkes Bay, Poverty Bay, Auckland (19 a 12), Manawatu, North Auckland (5 a 11, el equipo de los tres hermanos Going, dos All Blacks, el medio de melé Sid y Ken, el centro que entrenara a Complutense Cisneros de Madrid en los primeros 90) y por último Bay of Plenty. Y los cuatro partidos definitivos. Los enlutados de Colin Meads, Sid Going, Ian Kirkpatrick y Bryan Williams (el ala que regaló un balón a Phil Bennett meses después, a miles de millas de distancia) habían apostado fuerte desde el principio. El primer compromiso en la Casa del Dolor de Carisbrook, el 26 de junio. La leyenda decía que en invierno los All Blacks no perdían allí. El frío, el viento y el miedo debían atenazar a los visitantes. Solía ser así. Fue así durante muchos años. Pero no ese día. 9 a 3 ante 55.000 entusiastas cariacontecidos. Pronto, además: en 10 minutos acaso se decidió la gira, cargas furiosas contra muros infranqueables. Edwards lesionado y Hopkins a la arena. Galernas enviadas por Tangaroa, el primigenio dios maorí del mar, para proteger los altos palos de sus adoptados pakehas de las patadas de los invasores. Vano esfuerzo. Misión imposible. Por encima de la fe ciega el frío cálculo de maestro galés que sabía que iban a ganar. McLauchlan, el primera escocés anotó un ensayo (3 puntos entonces) y JPR pasó dos golpes. No había costumbre. En casa los All Blacks eran, son, intratables. Te palmean la espalda tras tu derrota y te agradecen el buen partido, que hayas resistido cuanto más. Pero no cuentan con una derrota inicial. Una cosa es que los Springboks te ganen en Pretoria y otra es que estos chicos de la metrópoli lo hagan. Consta un gabinete de crisis. No hay actas y se duda que fuera de la NZRFU o del propio gobierno.

No cabían errores para el 1º de julio en Christchurch, en Lancaster Park. No los hubo, 12 a 22, ante más de 60.000 espectadores. Temerosos durante el partido, aliviados al final. Engañoso el resultado, sin embargo. Melés y alineamientos, antes coto negro, aquellas por su técnica y estas por sus tretas, dejaron de serlo. Sin embargo, la calma volvió al cuartel general neozelandés, sin calibrar que fuera un inusitado exceso de confianza lo que permitió esa victoria. Por eso en Wellington, el 31 de julio, Athletic Park y ante 50.000 espectadores se anticipaba el retorno al orden establecido. Por tercera vez (y habrá una final) Mr Pring, de Auckland (imparcial, aunque no neutral, como era el uso entonces) señala el inicio del partido. Los All Blacks no juegan como hace 20 días. LO reporteros no saben porqué. "¿Táctica nueva?" Colin Meads responderá tiempo después: “¿Táctica? ¿qué táctica? todo falló”. Un ensayo que no fue (imaginen la distopía del TMO), dicen y no confirman las grabaciones; conversiones inexplicablemente erradas y decisiones equivocadas. Ataques furiosos, pero desnortadas, de Willye, Fitzpatrick, Lochore (reclamado con prisas desde su retiro) o McNaughton. “Todo falló”, se repite hoy Colin Meads, Caballero de la Orden del Mérito de Nueva Zelanda y Miembro de la Orden del Imperio Británico. Mucho esfuerzo y poco dividendo. Victoria visitante por 3 a 13 e inquina eterna para Ivan Bodanovich, el entrenador de Wanganui. Antes del partido una banda de música militar amenizó la espera del ávido público y, mientras tocaba sus marchas, evolucionaba sobre el césped formando remedos de melés y alineamientos. Acabó su intervención componiendo los acrónimos de ambos rivales “NZ” y “BL”. La prensa sentenció que las suyas fueron las mejores jugadas del encuentro.

Auckland, Eden Park, para cerrar el círculo galés y artúrico, 14 de agosto. 57.000 desesperados abarrotan el que fuera recoleto estadio sede de la provincia azul y blanca. Oficia Mr. Pring de nuevo. A nadie importa la lluvia tenaz. Demasiados engranajes rotos entre los hombres de negro, expuestos al escrutinio público por los Lions, quienes ya habían mejorado todas sus expectativas y hacían sentir a los anfitriones el peso de su historia. Podían adivinar que la inteligencia táctica de James, Dawes y John les iba a conceder la responsabilidad de la iniciativa. Los europeos necesitaban menos la victoria. Así fue. Despiadada blitzkrieg en los primeros minutos, con su reguero de víctimas colaterales: las reglas del juego, el alabado fair play y la integridad física de algunos. Seis puntos sobre el terreno (fuera catorce más) para Gordon the broon of Troon Brown, el segunda escocés, sometido a tratamiento especial por su par, Whiting, el maestro de primaria, uno de esos que golpeaban primero para protegerse. Antes, el flanker Wyllie (con el tiempo entrenador kiwi y puma) y el talonador Norton habían noqueado a Edwards, sin llegar al sonido de la campana, eso sí. 8-0 (Duncan, ensayo y las conversiones, Mains) en 15 minutos. Los Lions se rehacen y juegan rugby a 10. John pasa dos golpes y Dixon posa un balón que Edwards dispuso tras un ruck subsiguiente a patada alta por el interior, el letal box kicking, de John. Anotan luego el otro flanker negro, Lister, para igualar a 11, y resarcirse de los directos que McBride y McLauchlan le habían regalado minutos antes. Al poco Going introduce el balón para sus delanteros y corre sin él para que Dixon entre al engaño, como hace y Mains se cobra los tres puntos del golpe de castigo señalado. 14 a 11. Se hubiera salvado el honor si John Williams, desde 20 metros apenas, no hubiera anotado casi de inmediato su primer drop-goal internacional. 14 a 14. Pasillo digno de la Guerra Fría y luego descortesía: esa noche los anfitriones no felicitaron al Oráculo Smith, porque nadie acudió a la fiesta de celebración de los Lions, desierta de neozelandeses. En 1972 no iban a restañar la herida, abierta hasta 1977, suceso que contaremos a no mucho tardar.

(Nota Bene. Esta es una versión de Los leones del fin del mundo, de H. Sin algunas de  sus restricciones de espacio.)

Charlas y reflexiones

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Suelo conversar con un colega italiano. Milanés. Giocatore di mischia, veterano ya, como el responsable del pasquín. Tras las discusiones profesionales siempre acabamos con lo que nos interesa más: el rugby. Que si os habéis estancado. Que si vosotros no progresáis. Que si hace 25 años estábamos en la misma categoría y desvaríos semejantes en un ritornello que si es frente a frente se empapa, ya sea en Belfast, en Roma o en Lisboa, con la mejor cerveza del lugar. Ayer me refería lo del premio Princesa de Asturias. Quería saber si respondía a un cierto interés por el rugby en España. Le conté que había un(a) agente de nuestro lobby en el jurado, pero que para mí no tiene demasiada trascendencia. Que se trata de un fulgor pasajero. Que a veces vemos, aquí, destellos brevísimos de atención que nos significan. Copa del Rey en sede prestada. Premio con ínfulas a seleccción de relumbrón. Sacudidas pasajeras en el paisaje plano de nuestro rugby, paradójico, desubicado y anecdótico. Actores principales en el panorama local, invisibles más allá, miran para sí y en conjunto, el mal endémico, centrífugo, sin que Ferraz (la nuestra) sea centro de nada sólido, mientras la habite, parodia wildeana, y a título vitalicio, un espectro más que notable. Ya saben. 

Por eso el profano nos mira con curiosidad. Nos felicita, compasivo, por esos supuestos éxitos, que no dejan de ser adjetivos menores de un sustantivo vacilante, que detenido ante una encrucijada que otros pasaron tiempo ha, lastradas las alforjas por prejucios y deudas -no solo dinerarias- se pregunta qué hacer. Espejos hay donde mirar. La vía italiana o la georgiana quedan lejos. Pasó ese tren. Ni raigambre aquí, ni leyes de mecenazgo a favor. Rugby bipolar, depresivo cuando advierte la dura realidad de unos cimientos cuyo hormigón no fragua (cuántos críos que disfrutan en decenas de torneos se quedarán por el camino) y eufórico en cuanto, de prestado, nos cae en suerte un buen resultado. Sin demérito del nervio del XV español ¡cuidado! que los que vienen a servirle lo hacen con fe, ánimo y ganas. Pero no es receta para siempre. 

Leí no hace mucho estadística de espectadores de las retransmisiones que Eurosport ha realizado esta temporada. Fue un aviso de esos de 140 caracteres y desconozco la precisión del mismo. Sin embargo parecía verosímil. Coincidía más o menos con el interés que suscitan los partidos de nuestras ligas en cada campo de juego, independientemente de la categoría. Poco, o por mejor decir, lo de siempre. Hace más de 30 años que veo el mismo número de espectadores en los partidos. Las mismas caras, ya más trabajadas, o sus rasgos en sus descendientes. Jugadores de los equipos que no tienen competición simultánea a la del primer XV de su club y algunos familiares despistados, en las ligas; algunos más en competiciones especiales y nunca más de cinco mil en el Central. Lo de Valladolid, y no siempre, la excepción que confirma la regla. Por resumir: los que juegan y círculos de influencia. Faltan en nuestras gradas esos aficionados que no juegan ni lo hicieron, que llegan atraidos por un espectáculo del que quieren ser parte y que habitualmente no conocen sino por las retransmisiones televisivas. Acaso contemplan un partido del VI Naciones o de Super Rugby -no voy a establecer jerarquías ahora- y buscan la versión local. Si tienen suerte y la plataforma correspondiente y lo ven desde el salón de su casa quedarán desolados: gradas vacías y campos, por ser amables, mejorables. Si acuden personalmente al encuentro, aún perderan el adobo protector de la retransmisión que les entretenga. Si todavía muestran interés por el rugby buscarán la versión internacional y habremos perdido a alguien más para que forme la masa crítica que acabe siendo parte del camino al salto que nunca acabamos de dar. 

Es una pena porque hay mimbres. Muchos niños que practican el rugby, padres entregados y clubes y cuadros de los mismos entusiastas. Salvando las distancias mis preferencias siempre han sido las del modelo "académico" y la vinculación de los mejores a entidad que los sostenga  (al estilo irlandés cuando a través de las uniones provinciales salieron de la mediocridad de los últimos 90 e Irlanda hizo la transición profesional con notable éxito). Bien podríamos hablar de federaciones con dotación económica de empresas que obtuvieran beneficios fiscales. Pero esto es una mera especulación, porque falta el soporte legal y el interés. No seguiré por ese camino, que no me toca proponer soluciones. 

Muchos aficionados conocen mejor los sucesos del segundo XV de su club, de los Hurricanes en el Super Rugby de 2017 del otro lado del mundo o la Francia de Rives de 1978, que la División de Honor local. No es de extrañar. Se enteran, porque hoy es muy fácil, del pasar de la liga y si acaso, no sintiéndose concernidos porque su club quedó desbancado, les interesa el resultado del partido final que decide al campeón. Al aficionado sin club, al televisivo, al espectador, ni eso. Porque, como reza el subtítulo de presentación de otro colega, esta vez de la red del gorrión azul: "el rugby español no le interesa a nadie". Nadie somos, claro, los que aquí seguimos. En mi caso reticente con la evolución circense y comercial de cierta aproximación al rugby de primera categoría, pero al final viejo aficionado al que este deporte ha dado satisfacciones sin fin y que si opina y cuenta es, nada más, para devolverle algo y pregonar lo bueno que tiene.

Invencibles 1974

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Willie John McBride es un tipo notable. Ya en sus setenta largos. Norirlandés. Del condado de Antrim. Curtido en la granja familiar en su juventud. Llegó tarde al rugby, con 17 años, porque aquellas labores no le permitían la frivolidad del ocio. Nunca imaginó, al ejecutar el primer pase con el raro balón, en Ballymena, que llegaría a ser el capitán de Irlanda. Nunca vislumbró que los Invencibles, los Lions de 1974, iban a ser su responsabilidad allí donde más duele y que los convertiría, junto con su paisano Syd Millar, el entrenador de la gira, en uno de los mitos de la secta oval.

British & Irish Lions 1974
Hacía falta un personaje como McBride para lo que se avecinaba. Tenía experiencia. Había sido ya seleccionado con Irlanda para el V Naciones de 1962 y ese mismo año con los Lions, tan solo cuatro después de su debut con Ballymena. Había sufrido ocho derrotas en otros tantos test-matches en Nueva Zelanda y Sudáfrica y en 1971 se excluyó de la gira, pensando en su carrera profesional en un banco. Estaba cansado de sufrir derrotas, decía. No sabía que Carwyn James, el pensador galés, le iba a convencer: "yo no pienso perder". Eso bastó, y tal frase, cuando adquirió certeza, hizo al irlandés líder del pack de 1971 y capitán en 1974. James, de nuevo, en la génesis de 1974, pues Millar asumía ya pautas de entrenamiento que James predicó. Por más que la aproximación a una y otra gira fuera tan diferente: adaptación y flexibilidad en 1971, agresión en 1974. Orquesta de cámara galesa (con algún concertino invitado como Mike Gibson) en 1971 y ejército acorazado en 1974. Lo que procedía para cada lugar. No era posible afrontar de otra manera la gira de ese año si pretendían los expedicionarios mantener la vitola de campeones que ganaron en Nueva Zelanda. Tan simple como dejar sin armas a los feroces Springboks. Si contenían los furiosos embates de la tropa de Hannes Marais podrían servirse de Edwards, Gibson, McGeechan, Milliken, Bennett, JPR o JJ Williams. Especulaciones, sin embargo, porque la premisa del viaje a Sudáfrica pendía sobre la gira. En el frente británico los laboristas se opusieron tenazmente, igual que parte de la prensa y aficionados. Manifestaciones numerosas, protestas y descartes de jugadores, como el galés John Taylor no auguraban nada bueno, cuando la tropa que va al frente precisa de unidad en retaguardia. Inestabilidad política en alguno de los destinos: en la futura Zimbabwe, Rhodesia entonces, Ian Smith proclamaba la independencia, sin saber que el guerrillero Mugabe, aún en el poder como decrépito tirano, iba a barrer del mapa a la sociedad postcolonial que a imagen y semejanza de la metrópoli quería el incauto. Rhodesia dejó de ser destino de los Lions desde entonces. Sucesos, en fin, que hicieron a McBride tomar las riendas de la expedición bien pronto, tras el juramento de vasallaje que le hicieran conjuntamente todos los convocados cuando fueron requeridos para retirarse si mostraban un solo ápice de duda. Nadie lo hizo y acaso, sobre la británica moqueta que seguro cubría el suelo del hotel, forjaron una hermandad casi digna de la shakespeariana del Enrique V.

Springboks 1974
No habré sido el primero en usar metáfora bélica, va de suyo. Pero nunca tan justificada como aquí. Los afrikaners, y los Springboks de 1974 eran esencialmente un equipo del interior, de descendientes de trekkers que se planteaban su rugby como cuestión de supervivencia nacional, con esa seriedad y ceño propio de los adeptos de Calvino que llevado al terreno de juego y con toneladas de bueyes convertidas en fibra y julios (ya saben, un newton durante un metro de longitud...) no podía conducir más que a un juego, digamos, unívoco: intimidar, embestir y ya se verá. Que los visitantes, esos tipos presumidos venidos de una metrópoli decadente, ganaran a Transvaal Occidental entraba dentro de lo probable, pero el 59 a 13 fue preocupante. Que despacharan al África Sudoccidental en Windhoek (la actual Namibia), era el habitual regalo para conformar a los turistas; pero que cayera también si ambages Eastern Province, capitaneada por Hannes Marais (28 a 14) era ya alarmante. Y eso que allí se habían empleado a fondo los bulldozers del veldt. Tanto que fue ese día, en Port Elizabeth, cuando Willie John conjuró a todo felino bajo su mando para impedir que los locales superaran de nuevo los límites de lo tolerable que, convendrán conmigo, en aquellos días superaban con creces la contención a que hoy nos obligan útiles de grabación ubicuos. Allí nació el toque de zafarrancho que fue el "call 99", incluso para Bennett, el más escéptico. Rasgo de su carácter cultivado en paralelo a su contrapié, que le alejaba simultáneamente del contacto y de sus incomodidades. Nadie era tan elusivo entre los demás, ni tan siquiera JJ Williams o el compatriota al que hizo perder el apellido, JPR, significado desde entonces por aquella carrera fulgurante, apenas unos segundos, para hacer honor a su parte del pacto. Como su posición le mantenía lejos de la refriega su concurrencia fue más vistosa. Eligió, además, al gigantón Moaner van Heerden como víctima de su castigo, en buena medida ejecutor de las fechorías que motivaron la planeada represalia. Fue, eso sí, el que cumplió de manera más heterodoxa: no pudo elegir al Springbok más cercano, sino probablemente al que quedaba sin vengador. Todo durante el tercer test, aquel en que los pupilos del Dr. Craven se habían prometido enderezar las derrotas de Ciudad del Cabo (12 a 3) y de Pretoria (28 a 9). Sin éxito, pues se habían quedado sin armas, y situar a un tercera centro (Gerrie Sonnenkus) como medio de melé no era más que reconocer que les habían ganado en su propio terreno. Tal fue el dominio visitante en delantera que los tres cuartos de las cuatro naciones jugaron a placer: JJ se lució con dos ensayos elaborados exquisitamente por Bennett y compañía. Todo ello, además, en Port Elizabeth, y con saludo especial para los entregados espectadores negros, indios y mulatos que jalearon sin descanso a los vencedores. Mandela penaba en Robben Island y el aborrecimiento por los Springboks era común entre los discriminados. Solamente en un partido de la gira contaron los europeos con esa facción local a sus espaldas: el día 4 de junio se enfrentaron a los Proteas de un jovencísimo Errol Tobias. Sin mala fe esta vez, por exceso de celo, también fue un partido durísimo. Conscientes de su inferioridad pero exultantes por la oportunidad, sometieron a duro castigo físico a los Lions, vencedores al fin (37 a 6), empleandose sin contemplaciones contra el planteamiento suicida de los coloured. Memorables los uppercuts del primera de Coventry Fran Cotton en los laterales, plausiblemente única forma de hacer hueco a sus saltadores. Luego, satisfacción compartida, fotos y abrazos con los visitantes en el vestuario local.

McBride v Proteas
Johannesburgo, dos semanas después, debía ser un aquelarre bóer para vindicar esencias primigenias supuestamente mancilladas. Y no. No pudieron. Debieron perder incluso, pero a Fergus Slattery le negó la marca final Max Basie, el ref local que ofició,  pusilánime y temeroso de extrañamiento en enclave zulú, que evitó decretando el final (13 a 13) tras esa jugada. 

Invictos, undefeated en su lengua, que no es sinónimo exacto del sustantivo español, matiz que elude la contundencia del nuestro y revela alivio, conjeturo. Recibimiento multitudinario, en Londres, olvidadas por el común las reticencias políticas, las objeciones de conciencia, al son de los ditirambos del valleinclanesco a su pesar ministro de Deportes, Mr. Howell, contrario a la gira en mayo y maestro de ceremonias en la recepción de bienvenida en agosto. Algo coherente con el laborismo de Wilson y Lord Callaghan, que le convirtieron sucesivamente en comisionado especial de la Sequía, de la Lluvia, de las Inundaciones en 1976 y de la Nieve en 1979. Especies que a los continentales no versados en Woodehouse probablemente se escapan. Algo, por demás, que no tiene cabida aquí.

Pinta mal

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Que un equipo de circunstancias (que se titula Barbarians pero es un remedo de los originales que con tal nombre presentan en Nueva Zelanda, zamarra carmesí y solitario cordero en el pecho), bien dirigido por un vástago del entrenador visitante, te ponga contra las cuerdas nos dice qué va a pasar las próximas cuatro semanas. Veinte neozelandeses de segunda fila, algunos semiprofesionales, tomen esto como quieran, se las ingenian para hablar de tú a tú a la flor y nata del rugby de las cuatro naciones. Imagínense al maorí que daba saltitos antes del partido apabullando a los casacas rojas que viajaban con las flotillas de Cook. Pues algo así. (Abundando en la desmitificación, la danza breve y sincopada del nativo entusiasta a los lectores quizás les recordara el ritual de cierto humorista andaluz, menudo y cantaor. La afición a lo adjetivo nos va a perder.)


B&I Lions v NZ Provincial Barbarians 2017
Ganaron 7 a 13, pero dejaron tantas dudas y tanta incertidumbre a los no avisados, que el porvenir se les presenta negro como el atuendo de unos rivales que deben fulminarlos. También lo harán la franquicias, que les reciben, además, a pleno rendimiento. Salvo que alguien, velando por la cuenta de resultados, ordene pisar el freno. Que ya hay que pensar de todo. ¿O no es la económica la principal justificación de los organizadores en la era profesional? El formato Lion, que tuvo su razón de ser y con el que tanto disfrutamos es ya, nada más, una marca. Y como las marcas valen tanto cuanto renten, ya veremos si las giras tienen continuidad o deriva al formato Barbarian. Partidos puntuales y festejos varios. Nada que ver con la épica. El problema es sí a la fecha tiene algo que ver con el rugby. 

Maoríes a la espera

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Se me antoja acongojada la espera de los Lions de esta añada. Aguardan los maoríes, folklore para el profano, danzas, ta moko y exotismo, todo mezclado con la manida haka, casi marca comercial. No para el expedicionario. Muro. Martillo. Marea. Negro todo. Dolor, más allá de la épica, si queda alguna en el mercado oval. Da igual, además, la alineación, siendo buena como es. No se espera de ellos más que una impugnación física, rigurosamente contundente, del Tratado de Waitangi, sin consideración por el resultado, siempre corto: 13 a 19 en 1930; 9 a 14 en 1950; 6 a 12 en 1959; 14 a 16 en 1966; 12 a 23 en el inapelable 1971; 19 a 22 en 1977; 20 a 24 en 1993. A veces van más allá. A veces abordan la fragata capitana de la flotilla de Cook, como en Hamilton, en 2005 (19 a 13, por fin) y entonces corremos serio riesgo de perder en un recoveco del espacio-tiempo, mientras alteran alguna onda gravitacional con el empuje brutal y unísono de su melé, la historia contemporánea de Aotearoa.

En España los hemos recibido un par de veces, y nuestro XV cosechó sendas derrotas: Madrid y Sevilla: 3 a 66 y 12 a 22. Los vi en el Central esa primera vez en 1982 y por televisión en la segunda ocasión, en 1988, aunque luego visitaron Alcobendas y allí confluyó el todo-Madrid-rugbístico. La historia ya ha sido contada, pero se resume en que los refuerzos angloescoceses (Ryan, Rowan, Tomes) no evitaron un resultado amplio (3-42) y en el poético intercambio de pareceres entre terceras de carácter: Malo y Shelford. Sin embargo, con toda la veneración que merece el delantero de Rotorua, tengo para mí que, aun batalla de Nantes mediante, comparte Shelford el título de duro entre los duros con Billy Bush, primera línea. También estuvo en España, en 1982, dando buena cuenta de Ramón Nuche, el pilier de Cisneros. Bush, un tipo que se curtió en la gira de los All Blacks del 76 por Sudáfrica (reconocido por los afrikaners como "blanco honorario", adviertan el escarnio y la indecencia) con enfrentamientos más allá de lo deportivo, como solía suceder en el Transvaal, con sus pares de origen trekker. A tal punto mereció su respeto que en un partido en Uptington, cerca de la frontera de la actual Namibia, el capitán local, Herklaas Engelbrecht, intercedió ante el ref reconociendo que había sido provocado. La expulsión hubiera sido sumarísima ante las pruebas fehacientes: el pilier y el talonador contrarios noqueados. Formó 37 veces con los All Blacks, de ellas 12 caps, entre 1974 y 1979. Con la selección tangata whenua hasta 1982, precisamente el año en que le vimos jugar en el Central. En aquellas fechas su rugby se desarrollaba en Italia, territorio ya atractivo para antiguos All Black como Billy Bush.

Bush frente a tres Springboks en 1976
2017 poco tiene que ver con aquellas décadas. Ni siquiera con 2005. La historia está contra los polinésicos, pero la calidad, el ritmo y la ambición de su lado. Las derrotas ante Blues y Highlanders no anticipan buen pronóstico para el equipo de las cuatro naciones, que se enfrentan a la calidad del Super Rugby sin recursos suficientes, porque la toma de decisiones es incorrecta cuando se debe estar pendiente de las calderas.

Tienen británicos e irlandeses un obstáculo añadido: la identidad maorí donde mejor se reivindica es entre palos y palos. 


Discrepancias y gestos

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Confieso que de un tiempo a esta parte me doy a la iconoclasia oval. Me revuelvo contra los ditirambos y la apología sin fundamento. Y entono el mea culpa. He sido instigador, también, llevado por el verbo fácil y acaso los destilados, de tanto panegírico. Que no digo que no procedan, pero solamente si se advierte que existe el otro lado. El haz y el envés. Si no todo queda en caricatura.


De Bruyn es el tercero por la derecha. 
Viene al caso la breve reflexión porque no soy partidario de la sobreactuación. No tanto de los protagonistas, como de la exaltación del gesto que el común realiza de la cosa. Me vale Pienaar llevando a sus Springboks a arrodillarse y rezar al final del torneo de 1995 como la foto del Telegraphde hace algún tiempo. No, yo soy partidario del gesto contenido y de la gravitas romana. La educación. Más bien la formación, la adhesión a unos códigos. El azar de haber tenido quien los transmitiera. Prefiero, en fin, el gesto de Johan de Bryun, el gigantesco y tuerto segunda de Northern Transvaal al que su par adversario, el escocés Gordon Brown, durante la gira de los Lions de 1974, propinó tal empellón que su ojo de cristal salió despedido de su órbita tras la disputa de un lateral. Resignado y exhibiendo vacía la cuenca se dispuso el afrikaner a recuperar el remedo de globo ocular. Gordon primero, el culpable, y luego el resto de delanteros de ambas escuadras, los tres cuartos cercanos e incluso el ref se unieron al afectado, ante la mirada sorprendida de quienes no acertaban a adivinar el alcance del suceso. Dicen que fue el socarrón Bobby Windsor quien lo encontró. Puede que no. Es igual: De Bruyn lo acomodó de nuevo en su hueco y continuó la batalla, con algunas briznas de hierba sobresaliendo entre cristal y mejilla. En aquellos días no pasó de anécdota. Hoy se escribirían loas y epopeyas sobre no sé qué virtudes primigenias, casi pentecostales, que adornan al jugador de rugby. Todos en unión, fraternidad oval y esto y aquello. Sea. Pero sea, sobre todo, el regalo póstumo de De Bruyn a Brown, a su viuda más bien, durante el banquete en su honor, tras prematuro fallecimiento, en 2001: el ojo lacado y encastrado en una metopa conmemorativa. Bien por De Bruyn. Uno de los nuestros.

Gatland

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Fue en 1989, en el viejo campo de St. Helen's, sede de los All Whites de Swansea. Allí probó Warren Gatland,  nº 892 de su brava ganadería, el genio del rugby galés por vez primera. Ya había debutado con los suyos, en la gira por Australia del año anterior, en partido frente a Western Austrlia, en Perth. En la gira de otoño de ese 1989, por Irlanda y País de Gales, jugó ante Swansea, Newport, Leinster y Connacht. Aquello le debió agradar tanto que se quedó en Galway como entrenador jugador del correlativo Galweyans RFC, al terminar un gira sin derrotas para los neozelandeses. Regresó en 1990 a Waikato y siguió vistiendo la zamarra negra hasta las 17 ocasiones que mereció. Sin ningún test-match, eso sí. El insalvable obstáculo de Sean Fitzgerald se inteponía entre él y su cap. Acaso las 140 veces que vistió la tricolor de los mooloo men le compense, ensayo incluido en 1993 a los Lions de Gavin Hastings

Waikato v Lions 1993
Retirado en 1994, el mismo año en que Waikato gana el Ranfurly Shield, entrena al Thames ValleyRFC de esa región hasta 1996. La segunda llamada desde este lado del mundo le hace encaminarse de nuevo al oeste irlandés y desde ese año hasta 1998 dirige al equipo de Connacht, con el moderado éxito que era llevar a un XV irlandés de la época a los cuartos de final de la segunda competición europea, la European Challenge Cup. Aquello tomaba tal significación en una isla que añoraba a los Jackie Kyle o al mismo Tony Ward que pareció suficiente mérito para poner a Gats al frente de la misma selección irlandesa (1998-2001). Una Cuchara de madera el primer año, victorias frente a País de Gales y Argentina en el segundo y la incorporación definitiva de Brian O'Driscoll a las alienaciones de Irlanda no justificaron el fracaso en la Copa del Mundo de 1999. Sin embargo el viejo zorro Syd Millar, a la sazón a cargo de la IRFU, le dejó trabajar para que en 2001, en el novedoso VI Naciones, empatara a puntos con Inglaterra y quedar en segundo lugar por mejor media a favor de los lancastrianos. Una severa derrota (¿y cómo no?) de los All Blacks a su Irlanda (20 a 49), otoño de ese año, que principando el partido pintaba no tan mal, le lleva al cese, sustituido por su segundo Eddie O'Sullivan. A Gats le llama de inmediato Nigel Melville y le pide ayuda con los delanteros del primer XV de Wasps. Acepta y en su primer año en Loftus Road (luego las avispas anidaron en Adams Park) lleva a la excelencia a sus pupilos: congenia con Lawrence Dallaglio y amplia sus competencias merced a la influencia que gana gracias al capitán. Afina la defensa de los aguijonados tres cuartos hasta niveles desconocidos entre los equipos londinenses que dominaban la liga inglesa de la época. En 2002 Melville cesa y Gatland toma las riendas en solitario: gana la Challenge Cup y la Premiership de 2003, a Bath y a Gloucester, respectivamente. Como en 2004, en que bate a Leicester para el campeonato de liga, y al Toulouse en la Heineken Cup. Indudables éxitos que acaban con una dimisión porque el terruño le llama para mandar en Waikato. De regreso a nuestras antípodas lleva a los suyos a la séptima posición del Campeonato Provincial y a la primera plaza en 2006, bajo el nuevo formato de eliminatorias de la Air New Zealand Cup. Como es un tipo de renombre e inquieto, asesora, naturalmene, a los Chiefs del Super 14 cuando termina su temporada y comienza la de las franquicias.

Pero Gats no para. El tintineo agudo de las libras esterlinas y, quizás, su adhesión al viejo Demócrito, le llevan al solar del primo celta que domeña dragones. A finales de 2007 se enseñorea del aún Millenium Stadium de Cardiff. No fue malo su debut.  Galés derrotó a Inglaterra el VI Naciones de 2008 (26-19), primera victoria en Twickenham desde aquella de 1988 y los dos ensayos de Adrian Micheal Hadley. Algo tan importante como ganar, como lo hizo, la Triple Corona y el Grand Slam. Que se lo digan a Phil Bennett, el autor de aquel discurso de 1977 sobre los vecinos del otro lado del Severn. En 2012 llevaría al Dragón a otro Grand Slam, antes de asumir la carga de dirigir a los Lions en la exitosa gira por Australia de 2013, tan solo la segunda exclusivamente australiana de la historia despuñes de la de 1989.

Gatland lleva comprometido con el combinado de la cuatro naciones desde 2009, cuando Ian McGeechan le reclamó para poner a punto a sus delanteros. Así que son ocho años que terminarán en 2017. Se postuló con insistencia sorprendente para el puesto casi inmediatamente después del término de la gira de 2013. Primero entre sus empleadores galeses, que consintieron seguros del sesgo local que había de dar a la partida y luego por los comités correspondientes. Culminó con éxito su campaña y fue designado en septiembre de 2016.

Hoy se enfrenta, pasados los experimentos y los compromisos de cortesía, a la verdad ineludible. Tiene tres oportunidades, pero no es probable que ni Warren Gatland ni los Lions salgan indemnes de esta gira. Él porque habrá fracasado en su recóndito empeño de suceder a Hansen por la vía más dificil, pues la hazaña  de 1971 fue un suceso propio de otro universo. Aquellos porque las próximas giras, de existir, serán más parecidas  a las que en cada "ventana" estacional realizan las naciones que viajan a otro hemisferio.
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