Una placa en la entrada de la Rugby school, en la ciudad del mismo nombre, nos recuerda la hazaña de su alumno más famoso (con permiso de Carroll, Chamberlain y Rushdie), celebrado, curiosamente, por no acatar las reglas. Sorprendente, sobre todo en una public school, las elitistas escuelas inglesas caracterizadas por su severidad y por su respeto a las normas y a la tradición, respeto impuesto entre sus alumnos hasta hace bien poco con la ayuda de flexibles varas de abedul. Pues bien, en Rugby, un día de 1823, William Webb Ellis "con olímpico desdén hacia las reglas del fútbol tal y como se jugaba en su época, por primera vez cogió el balón con las manos y corrió con él, creando así ese rasgo distintivo del juego del rugby”. *
Yo quiero creer esta versión (en mayor o menor medida apócrifa) del nacimiento del rugby. Quiero pensar que sucedió así, exactamente así, ese día de 1823. Tal y como lo describe la ya famosa placa. Sospecho que la mayoría de los miembros de la hermandad también lo quieren creer. Esta versión es demasiado bonita y nos representa demasiado bien como para no ser cierta. En el rugby nos gustan los mitos, las historias, las batallitas homéricas que contarnos una y otra vez, como si fuera la primera, mientras echamos la mano a la caja de las cervezas con una sonrisa en la cara. Historias que mejoran con los años, como un buen vino. Como ésta. Quede aceptada, pues.
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© nacho hernandez |
Lo cierto es que en Rugby se respira algo especial. Al cruzar las puertas de hierro forjado del colegio, las Queen’s Gates, se siente en el ambiente una energía difícil de explicar, como cuando visitamos el Coliseo romano y, si conseguimos abstraernos de las legiones de turistas armados con palos de selfie, podemos casi oír el acero contra el acero, los gritos, los relinchos y los rugidos en la arena. En nuestro caso ayuda el que este coqueto colegio en el Warwickshire inglés, que cumplirá 450 años en 2017, no haya cambiado casi nada en los últimos siglos. Hemos visto las pinturas de la época representando los primeros juegos de balón, con los estudiantes corriendo y atizándose en una explanada de hierba entre árboles y con el edificio del colegio al fondo, así que cuando llegamos y vemos exactamente el mismo escenario no podemos evitar dar un salto al pasado e imaginarnos el nacimiento de nuestro deporte, pensar que estamos en una brumosa mañana de 1823 y que un estudiante de teología del colegio, que quizás ha tenido un mal día en su clase sobre el Apocalipsis y está con ganas de desfogarse, va a hacer historia dentro de un rato, cuando salga al campo de juego durante el recreo del mediodía.
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Mi primera visita, hace un par de años, no fue durante la temporada de rugby ni el colegio estaba abierto al público. Me colé, haciéndome el despistado mientras silbaba, para poder pisar el terreno sagrado. Al dueño de este garito, Mr Blakeway, le llevé de regalo un matojo de hierba, con su tierra y todo, arrancado en “the Close”, el mismísimo terreno donde se jugaba al balón en 1823, donde se jugó “ese” partido primigenio y donde hoy, casi 200 años después, se siguen jugando los partidos de rugby del equipo del colegio. No todo el mundo apreciaría un regalo así pero sé que él, gran mitómano y fetichista en esto del rugby, sí lo hizo. Sospecho que esa hierba acabó mezclada con incienso y quemada ritualmente, convertida en espirales de humo blanquecino mientras invocaba a los dioses de su panteón particular (“Mervyn Davies, ora pro nobis”). O quizás acabase en una marmita, como ingrediente secreto de la poción mágica que le dará la fuerza de su galo favorito y le permitirá seguir jugando al rugby hasta los 120 años (con rodillas de titanio, eso sí).
Yo también soy fetichista, a mi modo, en lo que al rugby se refiere, pero en mi caso necesitaba algo más que un puñado de hierba, aunque ésta fuera descendiente directa de la que holló William Webb Ellis. Llevo años fotografiando nuestro deporte,pero siempre pensé que esta colección mía (ese libro, un día) estaría incompleta sin por lo menos una foto, una muy buena foto, de un partido de rugby en Rugby. Necesitaba capturar la versión moderna de ese estudiante corriendo por the Close con un balón en las manos, sin otra idea en su mente que posarlo más allá de una linea de cal trazada sobre la hierba. La tarea no era fácil. Fotografiar a menores de edad en ciertos países se ha convertido en una actividad de riesgo. Hacerlo en un colegio inglés es particularmente complicado y mis contactos locales ya me habían advertido de que necesitaría permisos especiales, verificación de antecedentes penales, certificados de buena conducta, etc. etc. No exagero. Incluso padres de alumnos tienen problemas para fotografiar o grabar en video a sus hijos en eventos escolares. Todos los adultos con cámara somos sospechosos. Mis primeras aproximaciones para intentar fotografiar un partido fueron, por lo tanto, un fracaso (y no porque mi hoja de antecedentes no sea sin tacha, que lo es). Un año después, la Copa del Mundo de Rugby del 2015 presentaba una nueva oportunidad y decidí insistir. Durante un mundial de rugby en Inglaterra, pensé, se organizarían eventos en Rugby, o darían más facilidades para ir a hacer fotos en el colegio. Un amigo periodista me avisó de que, en efecto, había visitas organizadas, y me dio los contactos necesarios. Tirando de ese hilo conseguí, para mi sorpresa, que me autorizaran a fotografiar un partido. Había decidido ignorar las actividades organizadas para la prensa internacional, y no fui con el resto de fotógrafos a sacar fotos de un entrenamiento posado, o de los estudiantes simulando un partido mientras otros, perfectamente uniformados, observaban sentados en el lateral mientras comían sandwiches de pepino. No es lo que quería. Lo que yo quería era rugby verdadero. Tensión, violencia, velocidad, barro, sudor, golpes; treinta chavales dando la vida por su equipo y por sus compañeros, en el corazón del universo rugbístico. Decidí esperar un poco, hasta el inicio de la temporada de rugby escolar, y entonces solicitar permiso para fotografiar un partido de verdad. Arriesgado, ya que no estaba seguro de que me lo fueran a permitir, y además yo tenía que abandonar el país pronto. Por fin, y tras esperas y cancelaciones varias, recibí, eufórico, la autorización. La fecha marcada era mi último día en Inglaterra, tras casi 4 meses viviendo allí. Parecía una broma del destino. No habría margen de error ni repeticiones para conseguir la foto más deseada.
El día señalado cogí mi tren en Londres y, tras un agradable viaje por la bucólica Tierra Media, llegué a Rugby. En el colegio, esta vez sí, me esperaba un the Close resplandeciente, con el césped perfecto, las líneas de cal recién pintadas y los banderines relucientes en su sitio, preparado para el partido de máxima rivalidad contra Abingdon school. Llovía un poco, así que me refugié en el acogedor club house junto al campo, con profesores, familiares y amigos de los jugadores. Mientras tomaba el té con pastas admiraba absorto, a través de las enormes cristaleras cubiertas de gotas de lluvia, el rectángulo de Ellis (esta expresión nunca mejor utilizada que aquí; estaba observando el terreno donde William Webb Ellis había jugado al "rugby" casi 200 años antes). Al mismo tiempo mi cerebro de fotógrafo tomaba vida propia. Previsualizaba el partido, las jugadas, los ángulos, la luz, las distintas posibilidades de foto. El tiempo inglés, cielo encapotado y plomizo, parecía ayudar ("bad weather, good photos", dicen). Quedaría bien en contraste con el blanco inmaculado de la equipación de los chicos de Rugby (original del colegio luego copiado por la selección inglesa), con el verde de la hierba, el marrón de los árboles, y con el viejo edificio del colegio al fondo.
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© nacho hernandez |
He visto bastante rugby, en ocasiones en sitios muy especiales, pero nada iguala la sensación que tuve cuando los estudiantes de Rugby saltaron al campo ese día. Me sentía un privilegiado. Al mismo tiempo, no podía dejar que la emoción me impidiera conseguir la foto que tanto deseaba. Tenía el escenario perfecto, empapado de historia (y agua), la luz tenue y los colores mates que me gustan. Ya solo faltaba que todos los elementos encajaran al mismo tiempo, y que yo consiguiera estar en el sitio adecuado para hacer clic justo cuando eso sucediera. Era una oportunidad única, sí, pero quizás, también, mi única oportunidad para conseguir esa foto, mi foto de Rugby.
Clic.
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© nacho hernandez |
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* ¿Cómo traducir fine disregard? Un refrán francés nos dice que las traducciones, como las mujeres, si son bellas no son fieles, y si son fieles no son bellas. No opinaré sobre tan machista comparación si no es en presencia de mi abogado (Mr Blakeway), pero sí diré que yo intenté hacer una traducción de la placa más bella que fiel.