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El mejor equipo All Black

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No ha terminado el torneo que se debería llamar IV Naciones y los All Blacks son campeones. Pude verlos el domingo de buena mañana (mala cosa antes de un partido de veteranos, que subyace siempre, aun a esta edad, el riesgo de emular lo inalcanzable, más con un chasis deteriorado movido por músculo cordial remolón y dirigido por sinápsis alteradas). De pasada atendí, redes sociales mediante, a debate relativo a su puesto en el escalafón. Que son los mejores desde 1995, desde luego. A la fecha Jonah Lomu, Andrew Mehrtens, Tana Umaga, Zinzan Brooke, Kevin Mealamu y demás parecen simples hitos evolutivos en una cadena de la que éstos de hoy quizás son solamente otro eslabón. Supongo que en alguna olvidada aldea del Veldt en el antiguo Traansval o en un algún suburbio bonaerense o quizás en alguna oficina de Bath o Cardiff algún adelantado planee contramedidas, porque de lo contrario el dominio que se adivina va a privar de emoción, que no de placer estético, a cualquier partido de nuestros antípodas.

Digo que desde 1995 porque hay que comparar magnitudes homogéneas, y lo que jugaron George Nepia, por remontarnos al principio, Graham Mourie, Stu Wilson o Wayne Shelford, no es lo mismo, aunque lo parezca. Y reconociendo, además, que una de las virtudes que más me atraen de estos All Blacks es que hacen que creamos ver el deporte que fue, aunque a velocidad supersónica. Ya he dicho que conducen su rugby dos marchas por encima del resto, de tal forma que les permite desarrollar un juego relativamente simple, atractivo y por demás espectacular regodeándose en todas las suertes del lance. Posesiones seguras, movimientos fulgurantes y toda variedad de combinaciones tácticas conforme el rival se desfonda, hasta llegar al fatídico muro del minuto 60, cuando disponen la caja de cambios en la velocidad definitiva y el oponente, simplemente, desaparece. A Read le falta un sombrero (negro, claro) con las espadas cruzadas del 7º de Caballería para oficiar de coronel Kilgore y, atronando la Cabalgata de las Walkirias por la megafonía, acabar la haka asegurando que le encanta el olor al miedo que algunos rivales ocultan tras socarrona sonrisa. No hay duda de que la presunta generación de transición no lo es ya. O quizás sea este el estado natural de los caballeros enlutados, en eterna evolución, inalcanzables, producto depurado de virtuoso círculo que comenzó con la vigorosa dedicación de unos campesinos escoceses e irlandeses que extendieron la fe de Ellis entre los nativos, aún adoradores de Tangaroa y otras feroces deidades polinésicas. No sabían los O'Keffe ni los McDonald que la mixtura iba a poner (ANZAC exceptuado) a la isla de la Nube Blanca en el mapa. 

No es ya el murmullo de admiración que levantan al pisar el pasto, es la superioridad con que afrontan cada desafío desde la atalaya de un privilegio que por mor de concesión floklórica les situa algunos puntos por delante, pues ese lacerante trámite, consentido, acaba de por sí con cualquier atisbo de equidad. Al rival se le concede el honor de presenciarlo y la gracia, además, de enfrentarse al reconocido mejor. Sólo el albur de la diosa Fortuna o una disposición de ánimo especialmente exacerbada y la más rigurosa concentración permitirá a un XV que se desempeñe precisamente sin errores propiciar una improbable derrota All Black. Las exacerbadas Francia de Ondarts en 1986 (el test de Nantes) o Sudáfrica de Pienaar en la final de 1995, la concentrada Inglaterra de Carling en 1993 en Twickers o la afortunada Australia de 1991 (aquella semifinal) son ejemplos históricos de mi tesis. 

Como nada es eterno, caerán, sí. Pero su caída será apenas interludio entre dos etapas de esplendor, como ha sucedido siempre. Que se lo cuenten a sus vecinos de hemisferio. Basta con comparar las estadísticas que abruman a los más cercanos, los Wallabies: 126 victorias negras por 48 oro y casi 1300 puntos de diferencia entre ambos equipos. Nada menos. Así, señores, si uno no luce el helecho plateado en el pecho, ha de plantearse necesariamente si no será mejor obviar el relato de sus partidos frente a la Nube Blanca, como los vestustos galos more goscinniana aquello de Alesia y rememorar solamente las ocasiones frente a las otras tres naciones australes.

Advertirán, por cierto, que de nuestro hemisferio, hoy, nada digo, salvo que no hay comparación. Con pesar. Añado que el título de esta entrada es, acaso, un pleonasmo.

Advertencia preocupada y feliz anuncio

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Sin sacar las cosas de quicio conviene, sin embargo, advertir el peligro. Vocación de Casandra, quizás, pero que conste. Que se sacudan aficionados de lo nuestro, de Exeter en su vista a Bristol, lo es por motivo doble: por el suceso y por la excepcionalidad. ¿Es un síntoma? No lo quiero aventurar, pero me preocupa. ¿Eran aficionados de verdad? ¿Hubo una provocación, como parece, de un tarado y los visitantes de Devon no supieron controlarse? No lo sé. No lo he investigado. Pienso, sin embargo, en las familias que poblaban las gradas y me pregunto cómo explicar a las criaturas la conducta de los energúmenos. Las gradas de un partido de rugby son aptas para todos los públicos y aquello se salió de madre. Que sea una excepción y que los gerifaltes del negocio cuiden el producto, no sea que se les vaya de las manos y se nos caiga el mito que predicamos con tanto empeño. Pues, aun verdad general en toda grada, anécdotas contra la ortodoxia, a cientos. Cuanto menor la entidad de la competición federada, más. No ya en Francia (donde la improbable victoria a domicilio en los valles pirenáicos no tenía mucho que ver con los méritos deportivos, sino con el irrefrenable deseo de regresar al hogar) sino también en nuestro lado de la cordillera, aunque he de reconocer que las piedras que impactaban en el autobús de mi expedición tenían más que ver con la matrícula y los oprobiosos años 80 según y donde que con el oval. Por zanjar la cuestión: alerta. Sobre los hombros de cada uno reposa la responsabilidad de cuidar ese ethos del que nos preciamos. Si no lo hacemos, veremos nuestras costumbres violentadas y el producto adulterado. Y ¡pardiez! me niego a ver un partido sin mi cerveza tanto como separado de la hinchada rival. Cuidado.

Por lo demás, y ya que el señor Comodoro Benbow remolonea y no se digna (¡qué recordadas y comentadas fueron sus agudas opiniones sobre el gran felino de Bengala!) y el gordo Daffyd sólo comparece cuando de País de Gales (y en invierno) se trata, anuncio con alborozo la incorporación a esta hojilla virtual de Nacho Hernández, zaguero, inventor del placaje de la cobra (que merecerá entrada especial en nota biográfica que no tardará), reputado trotamundos de carrera profesional ya consolidada tras un contrapie tan notable como los que esbozaba en la Ciudad Universitaria de Madrid, que le llevó a ponerse detrás de una cámara de fotos años ha y a dedicar una parte de su tiempo a fotografiar nuestras cosas. En lugares legendarios además. Lo irán viendo, aunque aquí (busquen) ya han tenido algunas muestras. Lean sus historias a partir de octubre y sea bienvenido.

En busca del rugby perdido (detrás de una cámara) I. Cardiff, Gales

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Me estreno en Tornarugby a sugerencia del galés Daffyd Davies, colaborador imprevisible del blog con quien coincidí en un destartalado pub de Cardiff no hace mucho tiempo. Varias pintas de Brains y un apretón de manos sellaron el acuerdo, pero algo tenía esa cebada pues entonces me pareció empresa más fácil. Tengan presente que soy más fotógrafo que escritor. Escritor con luz en todo caso, si nos queremos poner poéticos. Y ya que me puse, diré también que el motivo por el que me encontraba en Gales no era otro que buscar, y fotografiar, el "rugby verdadero" (como ya intenté hacer en Nueva Zelanda hace cinco años o en Inglaterra el año pasado). La fotografía me ha permitido volver a los campos de rugby, recuperar sensaciones aparcadas, que no olvidadas, hace tiempo. Aquí compartiré historias y anécdotas, batallitas, vaya, en la intersección de esas dos pasiones mías. En reportajes como éstos, personales y no de encargo, realizados durante periodos de tiempo bastante largos cuando la agenda y la cartera lo permiten, dejo bastante espacio a la improvisación y mucho a la serendipia (en mi vida, en general, también, pero esa es otra historia). En Nueva Zelanda, gracias a dicho método, tuve varios encuentros casuales que una mayor planificación quizás no me habría proporcionado. El nieto del introductor del rugby allí donde floreció como en ninguna parte, o el All Black autor de una de las patadas más famosas en la historia de este deporte (muy a su pesar) son algunos ejemplos de los que también escribiré aquí, si Mr. Blakeway lo permite. En Cardiff me sucedió algo parecido.


© nacho hernandez

Estaba alojado en Splott, un barrio tradicional y bastante pobre formado por hileras interminables de casas idénticas, junto a las vías del tren. Una noche decidí acercarme a un club de rugby de la zona para hacer fotos durante el entrenamiento. Gente muy joven, competición local. La acogida a un español haciendo un reportaje sobre rugby suele ser tan buena, tras la sorpresa inicial, que ni siquiera les llamé para preguntar y simplemente me presenté con mis cámaras para el entrenamiento de las 6 de la tarde, que más bien era noche cerrada y casi bajo cero. Cuando le expliqué al primer entrenador, un tipo serio y con cara de malas pulgas, lo que quería hacer, me preguntó si era francés, me dijo que ningún problema y que adelante. Mientras él se iba a entrenar a los tres cuartos yo me dirigí a hacer fotos a los delanteros que, riendo, hacían eso que los delanteros de todo el mundo suelen hacer antes de los entrenamientos, es decir, practicar el drop. La fiesta fue interrumpida por el entrenador de delantera, un viejecito muy abrigado, con bufanda y gorro de lana bien calado hasta las orejas. Uno que ya no cumple los 75. Toda una vida, bien vivida, escrita en los surcos de su cara. Les dio dos gritos y en un minuto habían sacado el belier y se estaban preparando para empujar. Un despistado que seguía con las bromas se llevó la primera gran bronca de la noche, con dedo índice a dos centímetros de la cara y amenazas de irse a la ducha antes de empezar. A partir de ahí, series de melé muy continuas e intensas, en el barro, alternadas con sesiones de tremendas broncas e insultos por parte del entrenador, que a estas alturas ya no parecía un viejecito encantador.


© nacho hernandez

El respeto que los jóvenes delanteros le mostraban y la autoridad con que se comportaba ya me hicieron sospechar que se trataba de alguien con galones de verdad y, obviamente, con mucha experiencia. Terminado el entrenamiento específico de delanteros y mientras sus chicos se unían a los de la línea para una simulación de partido (con placajes violentísimos) tuve la oportunidad de charlar con él. Sorprendido de ver a un fotógrafo español por allí me comentó que le gusta mucho España, y que suele ir tres o cuatro veces al año a una casa que tiene en un pueblecito cerca de Nerja, en Málaga. Nunca conseguí entender bien el nombre del pueblo y tampoco muchas de las cosas que decía. De hecho, todavía no estoy seguro de si me hablaba en un inglés muy, muy cerrado, o en galés. Afortunadamente el lenguaje del rugby es universal y de alguna forma nos entendimos, congeniamos y pasamos un buen rato hablando de lo divino, de lo humano y, sobre todo, de rugby. Al acabar y cuando ya me despedía, el entrenador principal, también él con cierto currículum, se me acercó y, en una confidencia, me susurró el nombre de la persona con quien había estado charlando de rugby los últimos veinte minutos. No le había reconocido a pesar de aparecer (mucho más joven, eso sí) en la portada del libro que estaba leyendo esos días y que en ese momento llevaba conmigo en la bolsa de las cámaras.



Mi nuevo amigo era uno de los pilares, nunca mejor dicho, de la primera línea más famosa (o por lo menos la más temida) en la historia del rugby: el Viet-Gwent, la primera linea de Pontypool. En Gales alcanzó estatura casi mítica. Se han compuesto canciones sobre ellos, se han hecho figuras decorativas y, por supuesto, ya han aparecido por aquí. Había estado bromeando sobre melés con Charlie Faulkner.

© nacho hernandez

Unos días después fui a fotografiar un partido del Pontypool actual, pero no era lo mismo. ¡O tempora o mores!, que dirían Marco Tulio Cicerón y el dueño de este garito. 

© nacho hernandez

Mi reportaje fotográfico sobre el rugby en Gales. Land of my Fathers: Rugby in Wales

 En twitter soy @_nachohernandez


IV Naciones en Europa

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Sí. IV Naciones. El enunciado es ya provocador, en la medida en que nuestra adjetiva afición admita tal cosa. Es sabido que el nombre comercial es otro. Como comercial es ya todo. Y sin embargo, aquí seguimos. Disfrutando (mucho) incluso. A pesar de los pesares. De las cheerleaders incrustadas en el medio tiempo como si de la NFL se tratara (a las pobrecillas nadie les hizo caso con la desbandada a reponer nuestro fermentado líquido elemento); las fogatas de recepción, las solistas para los himnos y las musiquillas tras ensayos y transformaciones. Nada aportan y no llevan más afición, tengo para mí, al estadio. No sé si los jerifaltes de la mercadotécnia lo tienen presente, pero dado que la caja registradora manda, debo de ser yo el equivocado. Confesaré, empero, que tengo cierta predilección por el solemne compás que imita el latido cordial previo al inicio de cada partido en Twickers. Ya ven. Nadie puede tirar la primera piedra. Ni siquiera este puritano del rugby decimonónico. 

A lo que iba. Buenas libras esterlinas habrá pagado la UAR, que oficiaba de local, por el alquiler del richmondiano templo inglés. Y gran satisfacción para aficionados de este hemisferio, que hemos podido asistir al partido final de la competición austral. La mayoría, o quizás la minoría más ruidosa, quería la victoria Puma. Yo también. No pudo ser. Los doctores de nuestra iglesia ya lo han glosado: errores infantiles, mala defensa, equivocado uso de las abundantes posesiones, esos 8 o 10 puntos de patada que no fueron. Todo ello. Pero es igual. Allí estuvieron compitiendo los Pumas: no nos quedemos en la anécdota. Veamos la perspectiva. Llegarán muchas victorias porque el trabajo y el plan son buenos. (¡Cuánto que aprender!). Me quedo con el espectáculo, con la experiencia. Porque Twickers tiene un no sé qué de peregrinaje. Sí, verdad lo de Cardiff, como quiera que llamen ahora al campo aledaño a Arms Park, la ruta hasta Murrayfield (mi favorito, claro), el diseño del nuevo Lansdowne. Pero por aquello de ser la tierra del mítico y nebuloso fundador (alabado sea), el estadio que acoge al H.Q. tiene algo de Meca y me voy dando cuenta de que llevo ya algunos años cumpliendo con mi particularhajj.Sea. Que además me he llevado prosélitos que han quedado complacidos y divertidos con la ocasión, ellos, que nunca se habían topado con la pasión de la irreverente pero lúdica y jovial hinchada argentina, y asistieron sorprendidos a la riqueza inusitada del vocabulario porteño para la diatriba jocosa y la puya mordaz. Otro ángulo del amor por este deporte, sin duda.

Sí, Aussies haberlos los había, pero se hicieron más presentes en el camino al estadio desde la estación de los South West Trains, engullendo los preparados cárnicos de los vendedores ambulantes que se intercalan entre los del tráfico de banderas y bufandas. Neutrales hubo también y llegaron a hacer oir un tímido Swing low celebrado con sonrisas condescendientes. 

Nota final: cuando salgan del estadio, si han de volver en tren, tengan paciencia, salvo si salen con algunos minutos de antelación. Todo está preparado para confluir en la estación con bifurcación para los que van en dirección Londres o en dirección Reading. Como tardarán, compren un par de docenas de ricas rosquillas azucaradas y aderezadas con canela, que les harán el lento tránsito más dulce y acomodaran en sus estómagos la carnaza innominada y el baño de cebada previo.

Por mi parte, naturalmente, volveré a Twickers.


Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus

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El apuesto apertura
Todo jugador de rugby se ha visto alguna vez en alguna situación parecida a las que les voy a contar. En la primera de ellas, estás comprando junto a tu bella prometida unos soconuscos en La Duquesita, se abre la puerta y entran 90 kilos de músculos empaquetados en la forma del apuesto apertura del equipo en el que llevas jugando 15 años. Te saluda efusivamente y no te queda más remedio que presentárselo a la que pronto será tu ex-novia y su futura señora; te vuelves y dices: Cari, éste es... y te das cuenta de que aunque te maten no tienes ni puñetera idea de cómo se llama el fulano en la vida civil. Así que, alimentando la curiosidad de la dama y sellando tu destino y el de ellos, terminas la frase y dices ....Trípode.

Del mismo modo, cuando algún extraño se entera de tu noble pasión por el oval, asumiendo que los practicantes somos menos aún de los que somos, recuerda que un primo suyo jugó en el Colegio Mayor cuando era joven y te pregunta: ¿Juegas al rugby? ¿Conoces a mi primo José Luis Gónzalez de la Farfolla y Benavente? También juega. Naturalmente, tú ignoras de quien coño te están hablando, aunque has estado abrazado a él en la segunda línea más veces que con tu mujer, te has duchado con él en infinitos vestuarios, le has salvado la vida en quince ocasiones por su propensión a largar el brazo en los rucks, y le has llamado toda la vida Zurraspas.

A estas alturas ya habrán adivinado que la pieza de hoy versa sobre la costumbre general de renombrar a los jugadores de rugby olvidando los nombres que sus progenitores soñaran para ellos. No es un uso únicamente rugbístico, y ha dado lugar a  sesudos estudios que nos ilustran sobre las características de los apodos, elogian su función y nos proporcionan sus parámetros de uso (por lo menos en la Rioja). Los hay de orígenes varios, de diversas intenciones y con distintos caracteres. Naturalmente, y como buenos vástagos de Victoria Regina que somos, los mejores son los que surgen del corazón de esos hijuesputa que son tus compañeros de equipo. Los sectarios de Ellis graciosos están esperando a que te equivoques una vez, para inmortalizar el error y/o para que el defecto físico que más te tortura sea público y notorio. Cabezones, tartamudos, catalanes en Madrid, pelirrojos, gordos, delgados, madrileños en Cataluña, leperos en todos lados, guapos, calvos, listos, sobrios o beedores, tontos, morenos, rubios... Nadie está a salvo.

Me dirán Uds. que no todos somos así, que hay sobrenombres bienintencionados, que celebran las cualidades de los jugadores y reconocen sus habilidades. Pero esos, son cosas de periodistas y por ello carecen de originalidad y picante.  Por eso, al señor del video le llaman el Príncipe de los Centros, que la verdad mola, pero lo cierto es que se lo llaman a todo el mundo: al galés, al australiano del league, y si sigo investigando seguro que a mí también me lo han llamado en alguna hoja parroquial. Es una cosa como lo del calvo enamorado de Antena 3 queriendo que a Fernando Alonso le llamaran Magic. Y así no funciona, por ejemplo el gran John Eales ha confesado que ningún compañero de equipo le ha llamado nunca Nadie, y eso que es un apodo brutal, casi homérico. (El que no sepa por qué y sienta curiosidad, que pinche en los enlaces).


Lo cierto es que si en un equipo te llaman Máquina, con total seguridad detrás hay una historia de humillación pública que nunca se olvidará, ningún rugbier en su cabales va alabar las cualidades de un compañero. Probablemente Chabal y  Ntwarira se los encargaron a su publicista, y en el caso de la Bestia no dejo de percibir un cierto tonito de cachondeo en el estadio, cada vez que la toca.

Richard qué?
La universal práctica  no tiene siempre el origen vil del "afecto" de tus compañeros de equipo; otras veces basta que un macho alfa del club tenga dificultades lingüísticas para que seas renombrado. Por ejemplo, un conocido fotógrafo y gran zaguero vive una parte de su vida como el compositor de la Tetralogía de los Nibelungos, porque su entrenador no podía ni recordar su nombre ni pronunciar correctamente el inglés.

En otras ocasiones, te lo traes puesto de casa sin saberlo. Apareces un día cualquiera de la década de los ochenta con tu bolsa de deportes en una cancha y te presentas a los bárbaros que allí se encuentran. Tu familia es de origen valenciano y, con una falta de previsión manifiesta, te cristianaron como Joaquín, y cometes la imprudencia de presentarte con el hipocorístico por el que te conocen tus allegados y amigos. La manada centralista, primero incrédula y luego regocijada, te adopta sobre la marcha intuyendo que la inconsciencia que demuestras, promete cualidades a primera vista ocultas, y que quizá algún día puedas convertirte en un ejemplar aprovechable de la raza humana.
Es, es un agujero...

Y así tu mundo se llena de Chupaos, Yoguis, Jesuitas, Ufos, Repipis, Mods, Montados de Lomo, Osos, Killers, Búfalos, Rapaces y Cabreros. Juegas con Jotas, Pipis, Placajes, Claveles, Psychokillers, Zipis, Zapes y Motivaos. Bebes con Monitores, Polacos, Frigoríficos, Lupas, Wistroles, Negros y Gordos (¡incomprensible éste último!) No te salva ni la edad, jueguen en un equipo de veteranos y se pueden convertir en Hienas, Schiattinos, Tortugos o Naranjitos cuando en casa ya les llaman abuelo. Sepan que nadie olvidará nunca el día que saliste del campo, con tu número dos a la espalda, contando el contrapié que le habías hecho al tercera contrario o el día en que creíste que una camisa de lunares te convertiría en un icono de la moda. ¡Y ay de ti, sí te quejas! No tienes más que demostrar la más mínima incomodidad, para que el bautizo se oficialice y nunca más oigas el nombre que tus padres te dieron. Tampoco es que importe, si lo toleras también te quedas el nombrecito. Aún peor es que el cariño los degrada, y lo que terminaba en una rotunda -o termina en un -ito demoledor. No es lo mismo ser Muslos que ser Muslitos.

Como el kiosco presume de erudición rugbística internacional, y para que vean que aunque no corremos tanto, pasamos peor y no entendemos el juego, somos iguales que los buenos;  les dejo aquí unos cuantos motes de jugadores internacionales (maravilloso el de Christian Cullen), algunos más con fotografías incluidas (y la alegría de saber que a ÉL le llaman Guille Caraculo), los de los escoceses; y por último, los del Río de la Plata. Olvídense de la espantosa manía por la finalización vocálica que nos ha dado Wilko y Jonno, y disfruten del craic, que bautizó a 36.

¿Le llamarían Psycho a la cara? ¿ O Cádaver?
En este deporte de sádicos que aceptan el dolor propio para poder infligir legalmente daños a los demás, el apodo no es más que otra forma de probar el carácter del recién llegado, son el equivalente psicológico del placaje inmolatorio al pilier contrario, el agua que templa la hoja o la rompe. Y esto en más de un sentido, si miran Uds. la foto convendrán conmigo que hay que ser Alan Quinlan, y tener mucho valor  para llamar a este señor otra cosa distinta de Mr. O' Connell. También les recomiendo que sólo utilicen los apodos de aquellos con quien hayan jugado, no caigan en la tentación de tirarse el pisto en rugby dejando caer al azar los apodos que hayan oído, sepan que para los "renacidos" nuestro nombre es un motivo de orgullo, un recordatorio de horas y horas de risas, de golpes, de victorias alegres y de amargas derrotas, un micro-relato de nuestras vidas en la hierba y, por eso, hay que ganarse el derecho a usarlo. Y les juro que olvidar esa regla les puede costar la vida, como descubrí en las escaleras de Va Bene, hace más años de los que me gusta recordar, al llamar a un delantero de la fabulosa generación masónica de Ramón Blanco por su apodo, que estaba reservado únicamente a quienes habían jugado con él. Se volvió con el brazo armado y la mirada asesina, dispuesto a arrancarme la cabeza. Sólo me salvó que habíamos compartido media temporada en el equipo de nuestra mutua universidad y el breve claro que se levantó en la bruma alcohólica que rodeaba su cerebro le permitió reconocerme. Así que no tomen los motes en vano, nunca llamen a Wilkinson, Wilko, recíbanlos con orgullo, o por lo menos con paciencia, y ¡por Dios, no se dirijan nunca a un juez español como Montadito de Lomo!

 Guille CaraCulo







Otra vez giras de otoño

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Llega la "ventana de noviembre" o cosa semejante. Macarrónica traducción de expresión inglesa y recordatorio para no olvidar quien domina esta afición nuestra, a pesar de los vocablos franceses que adornan la jerga que damos en usar en España, que no en vano don Baldiri Aleu trajo la cosa de allende Pirineos. Temo, sin embargo, que la manida globalización y la feroz ofensiva contra la melé den con nuestros afrancesados usos en el olvido. Acaso sea lo mejor: los secesionistas seguiremos llamando a la jugada que nos caracteriza "melé" para que se sepa que la disputamos frente a los dóciles mercantilistas que adopten el vocabulario de World Rugby. Propongo para los mansos términos diferenciados para que se vayan adaptando a lo venidero: así fakescrum, softtackle, dancingmaul y el lightruck. Todo ello para cuidar el circo que propugnan sin escándalo de autoridades y censores morales de un Occidente blandito y muelle, que sólo admite riesgos impostados al estilo de la WWF, no sea que el público se asuste. Fin, por ahora, a la digresión, porque les iba a recordar, innecesariamente, que comienzan las giras de noviembre.

En los años 80, sin internet (¿será posible?) y con escasa atención (también) a lo nuestro en la prensa escrita y alguna más en televisión,  a buen seguro iniciativa individual de algún bendito aficionado empleado en la vieja TVE, no era fácil seguir las andanzas de los australes por Europa. Es verdad que por aquel entonces habíamos visto en directo sendas muestras, digamos colaterales, de las giras más importantes, cuando hicieron escala en Madrid, en 1982, casi sucesivamente, los Pumas de Hugo Porta (en el viejo estadio Vallehermoso) y los maoríes de Steve Pokere, Frank Shelford y Billy Bush (aquellos tres primeros, y únicos, puntos de Moriche para el XV local). 

Creo, sin embargo, que el primer partido importante de una gira que retransmitió TVE fue el País de Gales v Australia de noviembre de 1984. La gira del primer Grand Slam australiano de la historia, la que hizo populares en Gran Bretaña a los Campese, Lawton, Lynagh, Tuyman, Farr-Jones y demás, todos bajo la tutela experta del reputado Mark Ella, aquel jugador (apertura con los Wallabies) en gran medida responsable de la personalidad del rugby de su país y de sus éxitos en las copas del mundo de 1991 y 1999. Su impronta y la de Alan Jones, su entrenador. A partir de esa fecha, 1984, no dejamos de tener cumplida noticia y paralelas retransmisiones, cada temporada, de algunos partidos de tales giras. En 1986 la de los All Blacks por Francia (la batalla de Nantes), en 1988 nuevamente los Wallabies por las islas, con Campese majestuoso en aquel test-match frente a los Barbarians en Twickenham, ya sin solución de continuidad aunque pasaran a la cadena de pago, hasta la breve incursión de teletenis, en algún momento de desmayo y enajenación mental transitoria de sus responsables, que acogió en su programación a los Springboks, los All Blacks e incluso Samoa en 2008 y 2009.

Por mi parte prestaré especial atención a los mejores All Blacks de la historia, parece que casi todos convenimos en ello, y a su parada y fonda en Dublín dentro de 20 días. Desde que reformaron el entrañable Lansdowne Road no he vuelto por allí. El nuevo estadio no verá un partido tan igualado como el que obligaciones profesionales me impidieron presenciar en 2013, con aquel final delirante, pero la ocasión merecerá la pena. Los irlandeses tienen pocas expectativas de victoria, claro, y no son esta vez el principal atractivo del partido, pero como se crecen ante la adversidad, no es un tópico, y han de reunir  a lo mejor de la cuatro provincias y los que juegan por ahí, guerra darán. Quizás más que Sudáfrica o Australia, que Dublín es mucho Dublín. Veremos.

Y España, con Tonga en el Central, una semana antes. Buen rival, por encima de nuestras capacidades, y buena señal que nos los endosen los jerifaltes de WR. Nunca se han enfrentado antes ambos equipos (sólo una vez en categorías inferiores). Ya sabemos como juegan los polinésicos. Como diría un británico: uncompromising, de modo que va a doler. Como por aquí sabemos de la dureza georgiana algo tenemos ganado, pero estos muchachos del Pacífico llevan esos parámetros a todas la líneas y a otra dimensión y además con naturalidad. Desde 1988, en la modalidad original, el XV, no vemos una danza tribal frente a los nuestros (Sevilla y Alcobendas, dirigida por el inconmensurable Wayne Shelford). Ya saben que mantengo que la cortesía implica de entrada una forma de sometimiento y 10 puntos de ventaja. Pero como no es cosa de estropear la costumbre y no tenemos contradanza para oponer (ni acuerdo para elegir el más excéntrico baile regional) dejaremos que la Sipi Tau nos entretenga como debe: folclóricamente. 




En busca del rugby perdido (detrás de una cámara) II. Tokomaru Bay, Nueva Zelanda

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Acabo mi viaje por Aotearoa, “la tierra de la gran nube blanca”, en el East Cape. El territorio más al este de una isla muy al este. Muy cerca de donde nacen los nuevos días. Esta abrupta región es de las más aisladas de Nueva Zelanda. Es predominantemente maorí, y una de las zonas del país donde sus primeros habitantes han mantenido un mayor control sobre sus tierras y sus vidas. Después de conducir a través de desfiladeros escarpados y junto a inmensas playas desiertas, llego a Tokomaru Bay, población 462. Un pueblecito adormecido junto a una bahía resplandeciente, donde siempre huele a espuma del mar y a leños ardiendo. Bueno, y a porros. En la bahía fondeó el Capitán Cook en sus periplos por el Pacífico, y Tokomaru también tuvo sus días de gloria como centro ballenero. Hoy es un lugar tan tranquilo, relajado y luminoso, que decido quedarme indefinidamente para sacar fotos.


Tokomaru Bay                                        © nacho hernandez

Después de dos días la gente me conoce y me saluda por la calle. Soy “el” extranjero. He dejado mi coqueto hostal en lo alto de una colina, en el que era el único huésped, para bajarme al pueblo. Chico me ha invitado a quedarme en su casa, tras habernos tomado dos cervezas juntos. ¿Para qué gastar en un hotel, si en mi casa hay sitio de sobra? dice. Compruebo, una vez más, que la proverbial hospitalidad maorí es muy real. Chico es un matarife apreciado en el mundo entero. Ha terminado la temporada en Islandia, y ahora descansa en su Tokomaru natal. El pueblo no tiene, lo habrán adivinado, una gran vida nocturna, así que pasamos largos ratos charlando delante de la tele, o en el jardín de su casa prefabricada, mientras damos buena cuenta de enormes raciones de fish & chips. En estas sesiones con él aprendo de la cultura maorí, del rugby maorí y de la manera más eficiente de degollar mil carneros.


The East Cape Legends                © nacho hernandez
El pueblo tiene un pub, pero los veteranos de rugby prefieren el club social del equipo local, donde pronto yo también me convierto en asiduo. Cada tarde espero fuera, en el frío, con algunos de ellos. En el momento en que las puertas se abren, a las cinco en punto, se dirigen al trote a sus posiciones, siempre las mismas, en la barra. Como delanteros acomodándose en la melé. Sin decir palabra ni preguntar lo que quieren el camarero empieza a llenar las jarras, personalizadas con sus iniciales, con sus cervezas habituales. Casi no puedo seguir su ritmo y tengo que hacer un esfuerzo para terminarme las pintas que no dejan de mandar en mi dirección. Muy pronto la conversación fluye tan libremente como la cerveza. 

Me instalo en la barra para charlar con Eddie, un miembro de la tribu Ngati Porou, predominante en Tokomaru. Un maorí orgulloso y un antiguo jugador de rugby, como casi todos en el club. Dos tours of duty en Vietnam, con el ANZAC (Australia and New Zealand Army Corps). Cuando le pregunto si vio mucha acción en la guerra pierde la mirada en el infinito y asiente, grave. Un tipo duro. Hablamos de los Invencibles, la selección All Black que en 1924-25 hizo una gira por el Reino Unido, Irlanda, Francia y Canadá, jugando 32 partidos y ganando todos ellos. Cada club de rugby, pub, tienda o peluquería en el East Cape tiene en la pared una foto sepia de ese equipo mítico. Entre sus jugadores, hay uno del que los maoríes de la zona están particularmente orgullosos. George Nepia nació en 1905 en Hawkes Bay, no lejos de Tokomaru Bay, y mantuvo sus raíces en la región hasta su muerte en 1986. Tenía solo 19 años cuando se incorporó a los All Blacks que se convertirían en los Invencibles, jugó todos los partidos de esa gira y fue clave en la consecución del récord. Muchos lo consideran el mejor en la historia del rugby, en su puesto de zaguero. Cuando pregunto por Nepia, Eddie sonríe y saca pecho, ya que él incluso es, afirma, familia lejana de ese icono del rugby maorí. Menciono una foto que me había llamado la atención en una exposición sobre los All Blacks, en Auckland. En ella, un octogenario George Nepia rebosando dignidad saluda al público en un campo de rugby. La historia es preciosa. En 1982 Nepia viajó a Gales acompañando a la selección maorí de Nueva Zelanda. Antes de un partido en St Helen’s, en Swansea, el público lo vió en la banda y empezó a señalarlo y a murmurar. Para cuando el comentarista lo anunció por los altavoces, todo el estadio estaba ya en pie, cantando, y le dedicó una ovación espontánea de cinco minutos. Un Nepia emocionado, impecable en un abrigo oscuro, salió al campo y se tocó el ala del sombrero, saludando agradecido a la multitud. No había vuelto a Gales desde la gira de los Invencibles en 1924. La mayoría de los 32.000 espectadores en el estadio ni habían nacido entonces, pero sí supieron reconocer a uno de los más grandes del rugby, de vuelta en el escenario donde había triunfado 58 años antes. Peter Bush, fotógrafo neozelandés que siguió a los All Blacks durante décadas, estaba ahí para capturar ese momento único.

 

The Invincibles, 1924

Para cuando he terminado de contar la historia de esa foto los ojos de Eddie parecen estar un poco humedecidos, así que me concentro en mi jarra para evitar un momento embarazoso. Tras darle un lento sorbo a mi cerveza me giro de nuevo, justo a tiempo para ver como se seca con el dorso de la mano el lagrimón solitario que le cae por la mejilla. 

Post scríptum
No la busquen; la foto no aparece por ninguna parte en Internet. Mejor así. Quizás lo soñé todo.

Mi reportaje fotográfico sobre el rugby en Nueva Zelanda. Splendour in the Grass: Rugby in New Zealand.

En twitter me encuentran en @_nachohernandez

Tréboles y helechos

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No tengo conocimientos de botánica. Pero sí he visto que en las alfombradas laderas del bosque atlántico los helechos sobresalen, orgullosos, y se cimbrean por encima de arbustos y herbáceas de menor tamaño. Sucede que, a veces, no muchas, el clima no es propicio, y los helechos amarillean antes de adquirir un tono cobrizo, anuncio poco halagüeño para la pteridofita. Cuando eso sucede se curvan y, antes de su definitivo adiós, contemplan al humilde trifolium, a ras de tierra, que subsite y reina, acaso algunos días más, hasta las nuevas lluvias que hagan brotar las fértiles semillas de la filicópsida. Algo así sucedió ayer, para alborozo de los Ollie Campbell, Willie-John McBride, Phil Orr, Hugo McNeill, Tony Ward, Moss Keane, Fergus Slattery, los O'Driscoll, los Kiernan y de tantos otros viejos guerreros conmovidos, emocionados, exultantes. No sé si más que en 2009 cuando cayó aquel anhelado Grand Slam, pero muy intensamente, porque esta vez han tenido que esperar 111 años. Lo que para el caso es decir toda la vida, que ya sabemos que nunca habían ganado a los de la Nube Blanca. Por eso, excepcionalmente, los miembros natos del viejo Senado oval han (hemos) contemplado con tolerancia las muestras de alegría y los abrazos que seguían a cada ensayo hibernio. Por esta vez.

Ayer se rompió la historia, en el lugar más inopinado. En Chicago, en el Soldier Field, donde los Osos del código mestizo rugen. Tengo algún buen amigo que lo vio en directo, que a estas alturas los de mi generación ya se reparten por el universo oval y aunque aquel es un rincón para estas cosas exótico, la estrategia comercial de los dueños de World Rugby, la curiosidad y la colonia irlandesa muy notable del Estado de Illinois convirtieron la ocasión en gran éxito. Porque romper el record All Black e impedir que acabaran invictos la temporada lo es. Para los comerciantes del oval y para los aficionados. ¡Cuidado! siguen siendo excelentes, pero ese aburrimiento que se predicaba en cuanto al resultado fatal cada vez que comparecen los de luto ha dejado de ser inevitable. Dije no hace mucho que en algún lugar había alguien maquinando para producir un sistema que llevara a los All Blacks a la derrota. Ese alguien era Mr. Schmidt. No creo, sin embargo, que esperara que todo saliera tan bien. La expulsión temporal de Joe Moody fue un regalo que permitió a los suyos poner la distancia necesaria para aguantar la ofensiva del minuto 60 con visos de éxito. No contábamos con que además de frenar el salto al hiperespacio de Read y su tropa, apuntillaran a la bestia con esa sencilla combinación de cruce entre 8 y centro que supuso la marca final. Tan sencillo como puede ser el rugby y ejecutado con el brío y velocidad suficiente, tan eficaz. Medicina de Hansen a la inversa. Sublime. 

Irlanda jugó como viene haciéndolo Nueva Zelanda durante 2016, con más énfasis en las rupturas lejos del pack negro y con tiempos diferentes. Negaron el balón al rival, lo alejaron de sus delanteros lo suficiente para crear mejores situaciones de ventaja y se fueron creciendo (la moral cuenta) conforme veían que el plan salía bien. Un 70% de posesión y dominio territorial en la primera mitad son elocuentes. Los dos primeros ensayos, del barcelonés Murphy y del sudafricano Stander demostrativos. El de Conor Murray, definitivo, donde más duele: sin defensa detrás del agrupamiento, cuando la cortina rival se ha desplazado para barrer y negar espacio en el ataque abierto, el medio atacante encuentra franco el camino hacia la marca. El esfuerzo de Bauden Barrett por provocar el adelantado, golpeando el balón bajo el brazo de Murray, nulo y el tercer ensayo ineluctable al marcador. Siguieron, ya en la segunda mitad las marcas de Zebo y Henshaw, hasta el 40 a 29, por las de Perenara, Smith y Scott Barrett (creo que no jugaban dos hermanos con los All Blacks desde los gemelos Whetton*), para completar el repertorio iniciado por Waisake Naolo en la primera parte. No sirvieron, porque los irlandeses nunca perdieron el control del partido, a pesar del ritmo sincopado, más bien culpa del temeroso ref, Matthieu Raynal, uno de los mayores TMO-dependientes conocidos. Si por él fuera hubiera pedido asistencia del cuarto árbitro para declarar inaugurado cada  uno de los siete test-matches que ha oficiado. Luego dicen que son las melés las que ralentizan el juego. Me río a carcajadas. Pues eso, que no quiero pensar que no estuviera a la altura del esfuerzo físico requerido y se perdiera detalles necesarios. No creo, porque alguna ayuda reclamó al asistente de vídeo habiendo estado junto a la jugada. Por cierto, que las introducciones de Murray fueron como solemos reclamar: conforme al reglamento y por contraste las de, sobre todo, Perenara, no motivaron reprimenda, advertencia o comentario. Item más, Brodie Retallick y Sam Whitelock grandemente añorados. En el lateral y en el juego abierto, sin desdoro de Kaino, que es flanker, y Tuipolotu, pero no es lo mismo. Como que el propio Read acabara jugando en la segunda línea. No es la primera vez que vemos a un tercera centro en las calderas, pero si no sale allí de inicio, por aquello de dinamizar a la delantera (que no fue el caso para Kaino), quiere decir que algo no está yendo bien. A las pruebas me remito.

En Dublín no será igual, y los platos rotos para enmedar los errores los pagarán previamente los italianos. No sé si Hansen recuperará a Dagg, o la segunda titular, pero el partido será muy diferente, aunque no menos apasionante. Sin embargo durante estas dos semanas los All Blacks habrán descendido a la categoría de titanes, todo lo más semidioses, desterrados por Júpiter Tonante del Olimpo, tengo para mí que brevemente. Irlanda, durante unos días, disfrutará del éxito y los enajenados de la cosa memorizaremos con devoción la alineación del 5 de noviembre de 2016 con su capitán Rory Best el primero, como la del 21 de marzo de 2009 en el Millenium o la de Munster, aquel 31 de octubre de 1978 en Thomond Park.

*Actualización.
Excepción hecha de los Savea, como muy bien apunta @RutgerBlume en moderada admonición que me transmite por DM de la red del gorrión azul. Gracias sean dadas.



Tonga en España

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Yo no sé cuantos espectadores había ayer en el Central. Sólo faltaba que el interesado tuviera que contarlos. No sé tampoco si la FER lo hace. La verdad es que había muchos. Que la grada de la cancha de atletismo se llenara ya dice bastante, aunque las laderas estuvieran cautelarmente cerradas, al principio, que contra el vacío la ley física natural tiende a la ocupación del espacio, más entre gentes con tan poca querencia por las intrucciones (lo de la jovial y no sólo juvenil invasión del campo tras el minuto 80, por ejemplo). Podríamos decir que hubo un lleno, sí, pero menor, dada la laxitud de las mediciones (imposible no habiendo localidades numeradas ni control real de los muchos accesos permeables), que el 1 de noviembre de 2001 (Australia) o el 21 de mayo de 1994 (País de Gales) ocasiones que recuerdo con más -aparente- público. Lo cierto es que son cifras menores, aunque ponderadamente sea excesiva, por la parvedad de la que partimos, una desviación de dos o tres mil espectadores. Da igual. No nos quedemos con lo adjetivo. Lo sustantivo es que había gran ambiente y mucho público. Que proponer partidos con selecciones superiores atrae e interesa sobremanera. Por eso el querido y viejo Central ya desmerece. Añado que más por televisión que in situ: ayer el césped estaba mejor de lo que acostumbra y la grada llena daba otra apariencia: la de un partido de Pontypool en la Schweppes Cup de 1983. Oigan, que por ambiente y afición es un halago. Pero no es eso. Búsquese ya un estadio, pequeño, recoleto, de dimensiones adecuadas y juéguense los partidos internacionales allí donde haya ciertas garantías de agotar las localidades. Si la FER no puede o sabe ya ha quedado demostrado que la iniciativa privada ayuda. Muy bien, además. 

Dicho lo cual el cronista disfrutó de lo lindo. La danza ritual tongana no impone tanto como las maoríes pero tiene su aquel y el natural bonancible de los polinésicos, fuera de los pagos de Ellis y abandonadas el siglo pasado ciertas costumbres culinarias, la convierte, si quieren, en impostado espectáculo. Pero vale. Digo que me gustó el partido porque acudir a las gradas del Central es como ir a visitar a una gran familia: al final debes eludir un par de docenas de abrazos porque la cosa va a empezar sobre el pasto y si te entregas al rito social acaba por llegar la segunda mitad y no sabes ni cómo va el marcador. Si añades el espectáculo deportivo, con el estómago bien provisto de excelente condumio de un clásico de Argüelles como es el famoso El Atómico (donde Pablo saluda cordialmente pues te recuerda con la gente de Industriales, años ha), no se puede desear tarde mejor. Además, ayer me acompañaba un amigo que lo era virtual y que desde el pasado abril es ya real (¡ah, aquella final de Copa en Valladolid cuyas entradas debo a @tetotorres68 y a sus gestiones con los entrañables rivales del VRAC!). Añádase un detalle curioso: aunque es la segunda vez que soy acreedor de un pase de prensa (gracias @rcontrerasFM) es la primera vez que lo uso. En Cardiff en tiempos de Zona Rugby circunstancias que no son la caso lo impidieron.

Y el test-match, claro. Reconozco que era pesimista. No esperaba diferencia tan ajustada (el 13 a 28 final, que debía haber sido algo menor). Yo pensaba en 30 o 40 puntos y así lo dije. No en vano son equipo mundialista y que atesora victorias sobre Italia, Francia (dos veces) o Escocia, entre 1999 y 2016. Me alegro de haberme equivocado, porque la defensa española fue muy notable, muy acertada, doble placaje casi siempre, para impedir la penetración y la disposición del balón, cuando los isleños atacaban al intervalo. Y la melé, con muchos kilos a favor de los visitantes, inamovible. Los Leones ganaron incluso una con introducción en contra, y aunque perdió fuelle conforme pasamos el temido minuto 60 (el castigo físico fue tremendo), no se produjo ese cambio de marcha que los equipos excelentes saben ejecutar.

Muy bien la delantera española, a pesar de todo

Es cierto, sin embargo, que el observador tendrá que anotar que la fluidez en el juego y esa décima de segundo explosiva del rival son desventajas que no pudimos contrarrestar. Una tiene que ver, probablemente, con la natural condición de ciertos atletas, y la otra con un ritmo de juego superior al que están más acostumbrados. Basta mirar las competiciones en que muchos de ellos se desenvuelven (según declara el programa de la FER, Otago Highlanders, Grenoble, Perpignan, Exeter, Albi, Waikato Chiefs, Gloucester o Northampton, entre otros muy reconocidos clubes). Mientras los nuestros deben llegar seis o siete veces para materializar una ocasión y cobrarse los puntos de rigor, el rival cuando llega, marca casi una vez de cada dos. Lo que, nuevamente, dice mucho de nuestra defensa, visto el resultado, que pudo ser mejor de no ser por ese ensayo final. Ya sé que es una obviedad, porque el partido dura lo que dura, pero esa marca final deja un regusto amargo.

 Polinésicos y veteranos primeras locales

Como pudimos hablar con algún integrante de la expedición me quedó, además, la duda de si pensaban los tonganos en el rival mayor (el sábado en Anoeta, los Eagles americanos, a quienes han derrotado en siete ocasiones sobre ocho jugadas) e inconscientemente estuvieron reservones. Creo que el partido lo desmiente, porque los Leones se entregaron como suelen. Nuestros parabienes.

La semana próxima, en Málaga (ojalá sin animador al micrófono), juega España con Uruguay (que perdió, no tan sorprendentemente a tenor de la pasada campaña y de las inversiones en ciernes de World Rugby, ojo al dato) con Alemania. Podemos ganar a un rival con el que desde los 90 del siglo pasado vamos en un toma y daca continuado, con nuestra serie histórica casi empatada: cinco para los Teros y cuatro para los nuestros. ¡Sus y a ellos!

Standing strong

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Aviva Stadium

Y mucho además. Pero sin éxito esta vez. Porque ganar dos veces seguidas a los All Blacks no parece algo al alcance de nadie, a la fecha, sin que se pueda decir, tampoco, que lo del Soldier Field fuera un espejismo. Ocurre que los enlutados se habían conjurado para defender tanto y tan bien como, en aquel lado del mar, los victoriosos de la gesta de Illinois.

Hubo más dificultades en el lateral contra Retallick & Whitelock
A fe que lo consiguieron. 9 a 21 y solamente un 30% de la posesión y 31% de dominio territorial, para tres ensayos por ninguno local. Elocuentes datos que nos dicen mucho del partido que pudimos ver en el Aviva Stadium el pasado 19 de noviembre. Habían transcurrido solamente cuatro minutos y ya sabíamos que lo que se desarrollaba sobre el alfombrado césped irlandés era una batalla de una dureza inusitada, diseñada precisamente así por Steve Hansen. Además los neozelandeses decidieron llevar la iniciativa, no repetir el error de Chicago que la dejó  en manos del rival. El primer ensayo, patada al lateral de Barret para que Fekitoa posara, fue el final de una cadena de posesiones feroces que durante los tres primeros minutos nos dijeron a qué venían los All Blacks: a reivindicarse. Sabían, claro, que la tropa de Best se iba a dejar la piel para repetir la hazaña ante su parroquia, y se empeñaron en una defensa terca, cerrada, audaz e inteligente, la única capaz de aguantar la avalancha irlandesa que predica aquella estadística. Terca porque consumaron 144 placajes. Cerrada porque huecos no hubo. Audaz porque, adelantada, asumía el riesgo de castigos, no ya posicionales, sino derivados del escorzo que lleva al placaje ilegal (hasta cinco al cuello conté, Jako querido, por dos amarillas no más). Inteligente porque usó de las contramedidas necesarias para frenar a la letal delantera irlandesa del partido previo, sobremanera en el maul, comprometiéndola, además, cerca de la fase de conquista inicial, cinco o seis metros antes de lo que los hibernios pretendieron. Añadamos la pérdida temprana de Henshaw (cortesía de Sam Cane), Sexton y CJ Stander y entenderemos la ocasión. De paso quedaran acalladas las voces de los que quitan mérito a la gesta americana porque cada escuadra contendiente ha de combatir con lo que dispone. Vaya esto por lo de Retallick, Dagg y Whitelock de aquel día. Con tal planteamiento y la pulcritud, claridad y fluidez en ataque de los favoritos (algunos, yo también, apostaban por unos 30 puntos de ventaja), la marca de Barrett (no lo pareció en la pantalla del estadio al contemplar la repetición del TMO, brazo de Sexton mediante, pero en TV resulta evidente) y la segunda de Fekitoa eran algo inevitable. Es que ahí no hay color: la ejecución velocísima de técnicas esenciales y la comprensión aventajada del juego les hacen imbatibles. Ergo la productividad ofensiva neozelandesa aventaja en porcentaje sonrojante al más destacado competidor. Así que aun standing strong, derrota, esperada, pero paliada por la entrega y juego táctico local. Tengo para mí, sin embargo, que la distancia en el marcador no era el objetivo negro, sino demostrarse cosas. Lo consiguieron, desde luego, para desconsuelo, quizás impostado, de la fiel hinchada local.

Uno de los clásicos
Impostado digo, porque no creo que muchos atisbaran el milagro, aunque sólo fuera por el juego de probabilidades. Y porque la eventual tristeza nunca desmerece el jovial espítiru que inunda Dublín en día de partido, que trasciende, va de suyo, los 80 minutos sobre el Campo de Ellis.  Es sabido que la cosa comienza antes, el viernes a lo más tardar, cuando se puebla la capital de gorros y bufandas, no siempre verdes, representativas de clubes de las cuatro provincias, del equipo visitante y de los muchos aficionados de otras lealtades que tengan la de alguno de los contedientes por añadida a la propia. Por allí paraban gentes de Sant Boi, Palencia, chamizos vallisoletanos, vecinos leoneses del viejo León Rugby Club (premio a la jocundia por su disfraz, a la altura de alguno local), veteranos de Alicante (los Wondervra) o de la Vetusta Orden del Ganso Salvaje del finisecular CEU de Madrid y muchos otros, perfectamente reconocibles por sus trazas, atuendos y recia fabla. Componen todos una marea que se extiende, primero, y se aposenta luego en sitios tan significados como el O'Donoghue, el McGrattans, el Ginger Man y todos los que quieran alrededor del Temple Bar, para no hace falta decir qué, cavilando sesudamente sobre los particulares del partido venidero.

Un tal Vitu & Co. leoneses de pro.
Cierto es que, en día semejante, se multiplican la ocasiones de toparse con gentes tan notables como los mentados, pero más conocidos por su desempeño en el deporte, ya de hogaño como de antaño, con los que incluso se puede departir brevemente aunque se hallen camino de preparar sus labores locutoras para reputadas cadenas televisivas. Si además, lo que no es tan frecuente, el clima fresco (¡voto a tal, temperaturas en noviembre como las de antes aquí!) acompaña y no jarrea, el camino hacia Lansdowne Road será un grato paseo interrumpido nada más que por las colaciones líquidas del zumo preferido por cada uno (a mí la Guinness me sabe mejor allí) y acaso un par de bocados sólidos previos a los correlativos en ambos estados que se degustarán en el espectacular Aviva Stadium, naturalmente bajo el imperio antiprohibicionista que nos caracteriza y por tanto dotado, cada 20 metros todo lo más y bajo cada grada, de oportunos y numerosos puntos de aprovisionamiento.

Campo del Trinity College
Allí se surte el entusiasta aficionado de la química orgánica necesaria para el acontecimiento que, aun en demasía, no dejará más que el regusto de melancolía que acompaña al resultado, pero muy apropiado para la jornada de cierre del evento, dominical y apacible, durante la que los pocos ajenos a nuestra fe visitan monumentos civiles o religiosos y nosotros el campo donde Brendan Mullin exhibió cualidades que BOD asimiló tiempo después. Todo ello antes de regodearnos en el Aerofort de Baile Athá Cliath porque allí, broche de oro, nos topamos con la expedición All Black, sonriente y relajada, que se embarca hacía París para mayor gloria de su grey, mientras los mortales nos entusiasmamos ya con planes para nuestra próxima visita a Cardiff, Edimburgo o de nuevo Dublín.



El azar y otras disquisiciones

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El viejo Código Civil de 1889 (a la codificación llegamos exactamente igual que al rugby: por influencia francesa y tarde) dice que no hay acción para reclamar lo que se gana en juego de suerte, envite o azar (artículo 1.798). Es verdad que luego, en el artículo 1.801, aclara que quien pierde en un juego o apuesta de los no prohibidos queda obligado civilmente. Y cuales sean los "no prohibidos" lo ha señalado, previamente, el artículo 1.800: los que consistan en el ejercicio del cuerpo, como adiestrarse en el manejo de armas, carreras a pie o a caballo, las de carros, el juego de pelota y otros de análoga naturaleza. Convengamos, por tanto, en que lo nuestro, ubicado entre los de pelota, es legal. Y si han seguido leyendo hasta aquí y no han huido por el exordio de leguleyo, verán el porqué de la disertación. Que no sé, en fin, si el nuestro es juego de envite (3ª acepción RAE) o de embate, más propiamente, que también. Pero que de suerte o azar todavía puede serlo. Cada vez menos, pero aún.

Entre los más populares, desde luego, nunca se caracterizó por dejar demasiado al albur de la diosa Fortuna, contra lo que para nuestros primos del código esférico es costumbre. Una defensa numantina de esas de estilo clementino, con nueve defensas (portero incluido), un medio centro y un delantero camuflado, pueden dar victorias por el más escueto de los resultados posibles. Un rebote en un saque de falta o un córner venturoso, o acaso un único contraataque afortunado y un equipo francamente inferior puede anotarse una victoria. En rugby esa circunstancia nunca ha sido plausible. La posesión y el terreno que gana el rival se combinan fatalmente para que el equipo de menor entidad vea perforada su línea de marca una y otra vez y sólo el cansancio o la cortesía han impedido resultados, muchas veces, escandalosos. Por eso el azar ha sido algo que solamente cabe ver en enfrentamientos parejos. 

Es esa, precisamente, la variable que en el monitorizado mundo del rugby profesional se trata de eliminar. El estudio cuidadoso de las evoluciones del rival; el análisis exhaustivo de los planes de juego, en cada lance, tácticamente, y en cada momento, estratégicamente; la elección darwinista de las plantillas de los clubes y de los 22 comparecientes en cada partido; la grabación y revisión repetitiva del partido en conjunto y particular de cada jugador, su geolocalización durante los 80 minutos de batalla; el apoyo individualizado a cada uno de ellos y mil detalles más, sin entrar en los aspectos extra deportivos del rugby profesional, hacen que el destierro del azar sea objetivo primordial de los estados mayores de cada contendiente. Pero ¡ah! el cosmos tiende al caos, o la naturaleza, o algo en relación con el batir de las alas de una mariposa (que se expliquen los doctores de la física si quieren y si no acudan a una buena biblioteca). Y tal querencia produce Hartleys, a saber, talonadores capitanes del equipo de Inglaterra que golpean el balón con la rodilla en la única introducción legal de un partido. El Inglaterra v Australia del pasado día 3 de diciembre, claro, en Twickenham. Y un ensayo en contra, tras la correspondiente melé against the head ganada por los Wallabies. Y el entusiasmo del que suscribe, a quien ver tales lances le agrada sobremanera (como la segunda parte de los lancastrianos, espectacular, eso sí más testosterona que calidad). 

Eddie Jones (con Ewan McKenzie) en su época como talonador de Randwick
Nada peor para el juego de suerte, embate o azar que solía ser el nuestro que la previsibilidad. De ahí, además de afición por el trébol y la cerveza negra, la delectación con la que recibimos lo de Chicago, hito máximo de la temporada internacional recién terminada. Baldón contra la aplastante estadística y envite supremo de 2016 que nos permite abrigar esperanzas más voluntaristas que otra cosa si no fuera por la presencia inconmensurable del gurú Jones, Eddie, al que, si nos pusiéramos homéricos (esta vez stricto sensu) deberíamos mentar como "Jones, el motivador de jugadores". Dicho lo cual añado, para que conste mi opinión, que a la fecha su genio no rebasa el Área de Ellis -a salvo su pertenencia al Consejo de Administración de Goldman Sachs en Japón, por aquello del prestigio, el relumbrón y su ascendencia- y que otros grandes como Daniel Herrero, el tolonés, o Raoul Barrière, el biterrois, merecen el epíteto (por seguir con el aedo griego) de "cultivadores de personas", sin perjuicio de que sus rivales tornaran el sustantivo en personajes, sin que podamos tachar a nadie de libelista, que para eso estas cosas sólo caben en países libres. De Carwyn James, otro tanto, pero más, porque el galés, de triste final, trascendió el universo oval con su literatura y su militancia en Plaid Cymru. Acaso sea eso de James el rugby total, en el que los términos de la operación vida y rugby responden inexorablemente a lo que se da en llamar propiedad conmutativa. 


Disparar a tu propio pie (sólo para iniciados)

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He leído hoy la énesima apología del rugby. Bien está. Pero sólo si ocupa algunas líneas y no oculta la verdad. Que no se mienta, vaya. Que mentir es algo que se hace de muchas maneras: negando la verdad, ocultándola, tergiversándola o presentando conclusiones falsas sobre hechos ciertos, aunque en esta última modalidad la estulticia puede tener algún peso. 

Verán, los panegíricos están bien para presentar algo que gusta sobremanera. Y si Ud. está leyendo esta gacetilla, tan particular que ni siquiera informa, es porque esto del oval le atrae y acaso le llaman la atención las opiniones y andanzas de Daffyd (que volverá pronto), el Comodoro Benbow o el Trotamundos Hernández. Quizás las mías también. Les aseguro que ninguno de ellos suscribiría eso de la bondad intrínseca de nuestro deporte, ni de sus acólitos (que ni en esto somos especiales), porque se han visto más de una vez, doy fe, debajo de un ruck.

No, no somos mejores. Al fin y al cabo nuestros primos del código esférico, tan denostado (aquí golpes de pecho, míos también), no predican la trampa y la comedia. Ocurre, y doctores tiene su iglesia para resolver semejante problema, que la demasía, el esperpento mediático y la codicia se han apoderado de una parte bien concreta de ese deporte. Riesgo que corremos por nuestro lar, va de suyo. No específicamente en un dizque second tier-siendo-generosos como España, porque el mercado da para lo que da. Pero de ahí a mecernos en el conformismo del mejor de los mundos posibles del Dr. Pangloss, un abismo. Que todos sabemos de qué va esto. Al fin y al cabo cada cual juega como es y el espectro es lo suficientemente amplio como para que la práctica del altruismo, la nobleza y la búsqueda de nuestro Grial conviva con maldades, mezquinadades y dolos, incluso preterintecionales (los juristas ya me entienden). Aquí dejó suficiente crónica de tribunales en su día el Señor Almirante (recupero su grado). Y añado que alguna vez me he visto en trance de querella penal por lesiones sobre el, ese día, fango de Ellis. Me atrevo a la disidencia en la certeza de que estás páginas no las leen benjamines ni cadetes sino iniciados y acólitos, y por eso me permito pegar(nos) un tiro en el pie y negar la mayor: no somos dechado de virtudes. Tenemos, eso sí, un código severo, estricto, farragoso, que trata de controlar una situación propensa a tropelías, sevicias y violencias. Quien haya jugado en los años 70 y 80 sabe de que hablo. ¿Creerán por ventura que el ascensor en la jugada de lateral es una disposición para el espectáculo? Pardiez, que no. Que sea tal un efecto derivado (y posesiones limpias) es algo que fue bienvenido. Ya expliqué que se trató de legalizar y regular un ardid que los sudafricanos desarrollaron con tramposa maestría, algo, el engaño, que tiene poco que ver con el espíritu templario. Que los astutos legisladores, ese cuerpo opaco que formaba la vieja International Rugby Football Board, vieran un beneficio colateral es algo que en tal caso habló a su favor, al tiempo que impedía a todo jugador no saltador en el lance del line out dedicarse a labores de zapa, nada vistosas pero muy eficaces contra saltadores y medios de melé. Tengan en cuenta que vivíamos, como a la fecha en el 95% de los partidos que se juegan en el orbe oval, en un mundo sin TMO. Que a día de hoy haya cámaras en cada bolsillo de cada espectador también, sepánlo, es disuasorio para conductas dudosas, que una grabación puede ser prueba en juicio. Queda dicho.

Garin Jenkins, 1999. Millenium Stadium.
No voy a dar detalle de la cantidad de maldades que caben sobre el terreno de juego. Sólo diré que son la norma y el intérprete y ejecutor de la misma los que impiden que los canallas que practicamos el presunto juego de caballeros lo acabemos convirtiendo en riña multitudinaria. Eso y la oportuna reprogramación a que somos sometidos por tantos entrenadores cabales que nos transmiten esos mitos de unánime tono caballeresco, si no a la luz de fuego de campamento, sí en corro de cervezas, de esos dados a las hipérboles que tanto nos gustan. Esos mismos que, sin mala fe, nos enseñaban a hundir una melé o tratar (in)adecuadamente las falanges del portador del balón en unmaul disputado o a usar creativamente los codos en el momento de levantarse tras un placaje. 

No nos convirtamos en caricatura. No adobemos nuestro discurso de sátira volteriana sin saberlo. No hay bondad natural como efecto del juego del rugby, estimado Dr. Pangloss. No. Y los bienintencionados que intentan loas negro sobre blanco, pregunten. O mejor, métanse en un ruck.


En busca del rugby perdido (detrás de una cámara) III. Rugby, Inglaterra

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Una placa en la entrada de la Rugby school, en la ciudad del mismo nombre, nos recuerda la hazaña de su alumno más famoso (con permiso de Carroll, Chamberlain y Rushdie), celebrado, curiosamente, por no acatar las reglas. Sorprendente, sobre todo en una public school, las elitistas escuelas inglesas caracterizadas por su severidad y por su respeto a las normas y a la tradición, respeto impuesto entre sus alumnos hasta hace bien poco con la ayuda de flexibles varas de abedul. Pues bien, en Rugby, un día de 1823, William Webb Ellis "con olímpico desdén hacia las reglas del fútbol tal y como se jugaba en su época, por primera vez cogió el balón con las manos y corrió con él, creando así ese rasgo distintivo del juego del rugby”. *

Yo quiero creer esta versión (en mayor o menor medida apócrifa) del nacimiento del rugby. Quiero pensar que sucedió así, exactamente así, ese día de 1823. Tal y como lo describe la ya famosa placa. Sospecho que la mayoría de los miembros de la hermandad también lo quieren creer. Esta versión es demasiado bonita y nos representa demasiado bien como para no ser cierta. En el rugby nos gustan los mitos, las historias, las batallitas homéricas que contarnos una y otra vez, como si fuera la primera, mientras echamos la mano a la caja de las cervezas con una sonrisa en la cara. Historias que mejoran con los años, como un buen vino. Como ésta. Quede aceptada, pues. 

© nacho hernandez

Lo cierto es que en Rugby se respira algo especial. Al cruzar las puertas de hierro forjado del colegio, las Queen’s Gates, se siente en el ambiente una energía difícil de explicar, como cuando visitamos el Coliseo romano y, si conseguimos abstraernos de las legiones de turistas armados con palos de selfie, podemos casi oír el acero contra el acero, los gritos, los relinchos y los rugidos en la arena. En nuestro caso ayuda el que este coqueto colegio en el Warwickshire inglés, que cumplirá 450 años en 2017, no haya cambiado casi nada en los últimos siglos. Hemos visto las pinturas de la época representando los primeros juegos de balón, con los estudiantes corriendo y atizándose en una explanada de hierba entre árboles y con el edificio del colegio al fondo, así que cuando llegamos y vemos exactamente el mismo escenario no podemos evitar dar un salto al pasado e imaginarnos el nacimiento de nuestro deporte, pensar que estamos en una brumosa mañana de 1823 y que un estudiante de teología del colegio, que quizás ha tenido un mal día en su clase sobre el Apocalipsis y está con ganas de desfogarse, va a hacer historia dentro de un rato, cuando salga al campo de juego durante el recreo del mediodía.



© nacho hernandez

Mi primera visita, hace un par de años, no fue durante la temporada de rugby ni el colegio estaba abierto al público. Me colé, haciéndome el despistado mientras silbaba, para poder pisar el terreno sagrado. Al dueño de este garito, Mr Blakeway, le llevé de regalo un matojo de hierba, con su tierra y todo, arrancado en “the Close”, el mismísimo terreno donde se jugaba al balón en 1823, donde se jugó “ese” partido primigenio y donde hoy, casi 200 años después, se siguen jugando los partidos de rugby del equipo del colegio. No todo el mundo apreciaría un regalo así pero sé que él, gran mitómano y fetichista en esto del rugby, sí lo hizo. Sospecho que esa hierba acabó mezclada con incienso y quemada ritualmente, convertida en espirales de humo blanquecino mientras invocaba a los dioses de su panteón particular (“Mervyn Davies, ora pro nobis”). O quizás acabase en una marmita, como ingrediente secreto de la poción mágica que le dará la fuerza de su galo favorito y le permitirá seguir jugando al rugby hasta los 120 años (con rodillas de titanio, eso sí).

Yo también soy fetichista, a mi modo, en lo que al rugby se refiere, pero en mi caso necesitaba algo más que un puñado de hierba, aunque ésta fuera descendiente directa de la que holló William Webb Ellis. Llevo años fotografiando nuestro deporte,pero siempre pensé que esta colección mía (ese libro, un día) estaría incompleta sin por lo menos una foto, una muy buena foto, de un partido de rugby en Rugby. Necesitaba capturar la versión moderna de ese estudiante corriendo por the Close con un balón en las manos, sin otra idea en su mente que posarlo más allá de una linea de cal trazada sobre la hierba. La tarea no era fácil. Fotografiar a menores de edad en ciertos países se ha convertido en una actividad de riesgo. Hacerlo en un colegio inglés es particularmente complicado y mis contactos locales ya me habían advertido de que necesitaría permisos especiales, verificación de antecedentes penales, certificados de buena conducta, etc. etc. No exagero. Incluso padres de alumnos tienen problemas para fotografiar o grabar en video a sus hijos en eventos escolares. Todos los adultos con cámara somos sospechosos. Mis primeras aproximaciones para intentar fotografiar un partido fueron, por lo tanto, un fracaso (y no porque mi hoja de antecedentes no sea sin tacha, que lo es). Un año después, la Copa del Mundo de Rugby del 2015 presentaba una nueva oportunidad y decidí insistir. Durante un mundial de rugby en Inglaterra, pensé, se organizarían eventos en Rugby, o darían más facilidades para ir a hacer fotos en el colegio. Un amigo periodista me avisó de que, en efecto, había visitas organizadas, y me dio los contactos necesarios. Tirando de ese hilo conseguí, para mi sorpresa, que me autorizaran a fotografiar un partido. Había decidido ignorar las actividades organizadas para la prensa internacional, y no fui con el resto de fotógrafos a sacar fotos de un entrenamiento posado, o de los estudiantes simulando un partido mientras otros, perfectamente uniformados, observaban sentados en el lateral mientras comían sandwiches de pepino. No es lo que quería. Lo que yo quería era rugby verdadero. Tensión, violencia, velocidad, barro, sudor, golpes; treinta chavales dando la vida por su equipo y por sus compañeros, en el corazón del universo rugbístico. Decidí esperar un poco, hasta el inicio de la temporada de rugby escolar, y entonces solicitar permiso para fotografiar un partido de verdad. Arriesgado, ya que no estaba seguro de que me lo fueran a permitir, y además yo tenía que abandonar el país pronto. Por fin, y tras esperas y cancelaciones varias, recibí, eufórico, la autorización. La fecha marcada era mi último día en Inglaterra, tras casi 4 meses viviendo allí. Parecía una broma del destino. No habría margen de error ni repeticiones para conseguir la foto más deseada.

El día señalado cogí mi tren en Londres y, tras un agradable viaje por la bucólica Tierra Media, llegué a Rugby. En el colegio, esta vez sí, me esperaba un the Close resplandeciente, con el césped perfecto, las líneas de cal recién pintadas y los banderines relucientes en su sitio, preparado para el partido de máxima rivalidad contra Abingdon school. Llovía un poco, así que me refugié en el acogedor club house junto al campo, con profesores, familiares y amigos de los jugadores. Mientras tomaba el té con pastas admiraba absorto, a través de las enormes cristaleras cubiertas de gotas de lluvia, el rectángulo de Ellis (esta expresión nunca mejor utilizada que aquí; estaba observando el terreno donde William Webb Ellis había jugado al "rugby" casi 200 años antes). Al mismo tiempo mi cerebro de fotógrafo tomaba vida propia. Previsualizaba el partido, las jugadas, los ángulos, la luz, las distintas posibilidades de foto. El tiempo inglés, cielo encapotado y plomizo, parecía ayudar ("bad weather, good photos", dicen). Quedaría bien en contraste con el blanco inmaculado de la equipación de los chicos de Rugby (original del colegio luego copiado por la selección inglesa), con el verde de la hierba, el marrón de los árboles, y con el viejo edificio del colegio al fondo. 

© nacho hernandez

He visto bastante rugby, en ocasiones en sitios muy especiales, pero nada iguala la sensación que tuve cuando los estudiantes de Rugby saltaron al campo ese día. Me sentía un privilegiado. Al mismo tiempo, no podía dejar que la emoción me impidiera conseguir la foto que tanto deseaba. Tenía el escenario perfecto, empapado de historia (y agua), la luz tenue y los colores mates que me gustan. Ya solo faltaba que todos los elementos encajaran al mismo tiempo, y que yo consiguiera estar en el sitio adecuado para hacer clic justo cuando eso sucediera. Era una oportunidad única, sí, pero quizás, también, mi única oportunidad para conseguir esa foto, mi foto de Rugby. 

Clic. 

© nacho hernandez


Mis reportajes fotográficos sobre el rugby inglés: Rugby in Rugby y Rugby in England: Blood, Sweat and Beers 

En twitter me encuentran en @_nachohernandez

* ¿Cómo traducir fine disregard? Un refrán francés nos dice que las traducciones, como las mujeres, si son bellas no son fieles, y si son fieles no son bellas. No opinaré sobre tan machista comparación si no es en presencia de mi abogado (Mr Blakeway), pero sí diré que yo intenté hacer una traducción de la placa más bella que fiel. 


Contracorriente

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Discrepo, como de costumbre. Casi por principio. Por eso dejo tres notas de disidencia para terminar este año, aquí, en este particular libelo oval.

Soldier Field, Chicago, noviembre 2016
No niego que ha sido el mejor año de los All Blacks. De esta era profesional, al menos. Ya dije que hacer comparaciones con los tiempos de Nepia,  Going, Meads o Shelford no es posible. Salvo por la forma del balón y los colores de los uniformes (y no siempre) todo ha cambiado. Pero brillando tanto como lo han hecho (a Eddie Jones le queda larguísimo trecho para llegar a las cotas de excelencia negras), el destello fulgurante, la sal del juego, la burbuja del mejor espumoso, la ha puesto este año que se va terminando la verde Irlanda. No me lo negarán. La jornada del Soldier Field y la formación fúnebre para Axel Foley son hitos que recordaremos junto al partido de los Lions en el veldt sudafricano en 1974, aquel día de conjura trenzada en el "call 99", al lado de aquél brumoso de enero de 1972 en el Cardiff de mineros, nieblas y sindicatos, el día que narró Cliff Morgan y que Bill McLaren hubiera cambiado por toda su carrera. Por eso alabo el triunfo hibernio. Por nadar contracorriente. 

John Taylor, jugando con London Welsh.
Como admiro a John Taylor, el flanker melenudo y pateador del País de Gales dorado de Gareth Edwards, Phil Bennett y Mervyn Davies, que tenía sitio destacado en aquella gira africana, pero que, convicciones mediante, declinó acudir. Declaró que la hermandad de todos los hombres estaba por encima de la de los rugbistas. El gran McBride dio, por su parte, fundadas razones para unirse al grupo, para él no la menor ser capitán, relativas a la unión y buena voluntad que se había de predicar con la gira (partido con los Proteas, el XV coloured de Sudáfrica, incluido). Sin embargo, el imperativo categórico de Taylor es inapelable. Taylor no viajó y no fue parte del éxito Lion de 1974, gesta que tantas veces cantamos los de nuestra secta, pero es Taylor el que salva al rugby, si aplicáramos la lógica del aforismo talmúdico, y no McBride.

Por eso, porque a veces decir verdad es ir contracorriente, confesé hace no mucho que no somos mejores que nadie y que las presuntas virtudes que nos adornan no son inmanentes, sino derivada de un ethos que cuesta imponer y que se decanta por medio del trabajo de muchos y el buen juicio de casi todos, lo que nos aleja del caos y nos lleva -dura lex sed lex- a la búsqueda de la excelencia, acaso no solamente deportiva, pues de lo contrario ni yo llevaría en la melé 36 años ni Uds. estarían leyendo este pasquín virtual.

Sean sensatos y juiciosos en 2017. Hasta enero.

Desmesuras e indisciplinas

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En 1990 Francia vivía el final de la era Fouroux, el visionario petit caporal. Francia había sido derrotada por Rumanía en Auch, su villa natal, en mayo de ese año y la gira australiana de ese verano vio otra derrota francesa, por dos partidos a uno. El primero y el tercero son especialmente recordados como muestra palmaria del final de una idea: la de un visionario que nadaba contra la corriente, antes (no mucho) del momento adecuado. Pero también como muestra de una forma de concebir el rugby que acaso nada más veamos ya en competiciones sin TMO ni cámaras de telófonos celulares.

Fouroux, director de la descomunal delantera de la Grand Chelem de 1977 (Cholley, Paco, Paparemborde, Bastiat, Rives, Skrela, Palmié e Imbernon) tenía a los ocho de delante por su especialidad. En el campo  mientras jugó como medio de melé, más tarde como entrenador. No hacía tanto tiempo que los delanteros eran simples auxiliares que se encargaban de nutrir a los felices tres cuartos, los Aguirre, Averouse, Romeu o antes a la generación de los hermanos Boniface. Porque han de saber que los Blanco, Charvet, Codorniu o Camberabero no son más que epígonos del manido rugby Champagne, que perdía gas, nunca mejor dicho, cuando aquí los tomaban como paradigma algunos comentaristas entusiastas pero desavisados. Fouroux predicó otro evangelio y mientras los resultados le acompañaron recibió alabanzas sin par y el respaldo del astuto Ferrasse, capo di tutti capi. Sin embargo sus planetamientos no podían triunfar fuera del Hexágono. La competición francesa toleraba conductas que en ningún país anglosajón cabían. En aquellos años la intimidación se llevaba en Francia, da igual en que nivel de competición, al paroxismo. Y si el camino de Fouroux hubiera podido ser factible con delanteros disciplinados, no lo fue con quienes no habían recibido el acondicionamiento adecuado. Hibris fourouxiana que llevó a la némesis francesa, ya sin él, en la Copa del Mundo de 1991 en aquel partido en París en el que ni los jugadores ni Daniel Dubroca, su sucesor, supieron conducirse.




En aquella gira de 1990 se hace patente la acumulación de errores franceses como en pocas ocasiones. Usa a un segunda línea en el lado izquierdo de la primera línea de la melé (Marc Pujolle); traslada a Louis Armary al centro de la misma y con Duvergie, Deslandes, Roumat o Benazzi compuso un quinteto de segunda y tercera línea pesado y cercano a los dos metros por cabeza. (Que quedó su impronta lo prueba que los otros dos Olivier por venir, Brouzet y Merle eran del mismo patrón.) En su primer partido (21 a 9 para los Wallabies) Sella se libra de una expulsión al noquear a Fitzsimmons (el excéntrico republicano que predica la revuelta contra Su Graciosa en Australia y quien mejor conocía a los franceses porque jugaba su rugby con ellos). Fitzsimmons había estado muy activo en la refriega iniciada por Duvergie y Sella dictó sentencia: a la verde lona. Digno seguidor del recordado centro el malencarado Armary, empecinado contra Kerns, que sí era talonador, por las introducciones perdidas en el vano intento de poner en práctica los franceses una poco asimilada "bajadita" argentina. Y claro, la expulsión del cordialísimo (fuera del pasto) Abdel Benazzi. Adjetivo al antiguo jugador de Agen de tal porque me consta. Alguna vez ha venido a Madrid y nos refirió (gradas del Central con una cerveza en la mano) lo duro que fue para él hacerse con un puesto en la delantera de su segundo club francés (comenzó en Cahors) y cómo cada entrenamiento (se juega como se entrena) era un verdadera batalla campal. Por eso la expulsión en el minuto 30 de su primer partido internacional fue casi consecuencia lógica de su formación oval. En el tercer partido Phillipe Gallart también fue expulsado, tras ortodoxo directo a la mandíbula del tercera centro Tim Gavin, cuando acudía a ayudar al mismo Benazzi (vean el mínuto 3 segundo 11 del enlace). 

La deriva francesa quedó fatalmente clara, ya sin el Pequeño Cabo, con Dubroca, en ese malhadado partido de Copa del Mundo, compendio de todos los vicios ovales, incluido conato de agresión de Dubroca al ref David Bishop en el túnel hacia los vestuarios del Parc des Princes. Verdad es que la Pérfida jugó a la provocación (Mickey the Munch Skinner y Brian Moore sabían el oficio) pero los franceses cayeron en la trampa de lleno, como lo harían pocos meses después en un V Naciones de 1992 de infausto recuerdo para todos ellos, sobremanera para Lascubé y Moscato.

El partido de 1991 tenía antecedentes que no cabe ignorar. Hacía pocos meses los franceses habían sido derrotados en Twickers aun desplegando un juego presuntamente más brillante que el de los anfitriones lancastrianos. Es cierto que en aquel partido contemplamos uno de los mejores ensayos del siglo XX, marca de Saint André inspirada por contrataque de Blanco y diseñada con doble patada por Camberabero. Perdieron y protestaron. Consideraron ¡parcial! el arbitraje del galés Les Peard y dieron pábulo entre la prensa propia, Midi Olimpique y L'Equipe, a la que se unieron los medios generalistas, a la teoría conspirativa más delirante: los anglosajones se unían para eclipsar al astro gálico. Delirios napoleónicos que se sucedieron hasta el partido de la competición mundialista. Los ingleses llevaron la lección bien aprendida, pack demoledor (a lo que había aspirado Fouroux) y disciplina. Provocación y golpear rápido y duro. Todo les salió bien, contuvieron al Gallo y ya en la segunda mitad (con empate a 10) Skinner ganó medio partido cuando laminó a Cecillon con un placaje que llevó al tolonés cinco metros atrás. Había sido una melé a otros tantos metros y el francés veía cerca la marca, con el balón entre sus pies. Lo levantó y llegó The Munch. Junto con el día que disparó a su esposa, bebido, en una barbacoa, es la imagen que más debió de rumiar en su celda mientras cumplió condena por homicidio. Los locales perdieron el partido (10 a 19), los nervios y el oremus. Para el siguiente V Naciones, también. Porque el partido que les enfrentó en febrero de 1992, de nuevo en el campo del Bosque de Bolonia, siguió el mismo guión. Derrota, expulsiones y fin de la carrera internacional del último rapetou en el XV de Francia, Moscato, objeto de la hiriente lengua de Brian Moore y expulsado junto con su compañero de primera línea, el vasco Lascubé.

Historias, todas ellas, de indisciplina y una forma de entender el rugby que no tiene ya cabida en el tiempo del TMO y el cálculo estadístico, del retorno de la inversión publicitaria y la inflación reglamentaria. Tiempo del que solamente queda el gigantismo, bien implantado, pero sobre esqueletos que soportan sesiones de gimnasio que aquellos malandrines no hubieran soñado. En punto a carácter, sin embargo, no sé quien levantaría la última jarra.



(Des)variaciones sobre un tema manido

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No sé si alguna vez llegaré a embutirne en calzón de ese color que, con la edad, te transforma en intocable. No creo. No soy amigo de castas a la hindú que proscriban el placaje. Salvo prescripción facultativa. O demanda de prodigalidad por parte de vástagos y cónyuge (por si acaso los mantengo ajenos, a los descendientes, del prolijo mundo del Derecho, no sea que aprendan). Ni siquiera sé si tiempo y ocupaciones -que son lo mismo a estos efectos- me dejarán calzarme las botas más allá de un par de veces al año, aunque el propósito siempre sea otro. (Este año veía el EGOR lisboeta factible y ya, en enero, una agenda endiablada me priva de la ocasión. Todo sea por la cuenta de resultados.) 

Lo que sé con certeza es que las botas siguen en la bolsa, los tacos gastados pero útiles, totum revolutum con medias, dos calzones de colores distintos, vendajes, esparadrapo, cinta adhesiva, pomadas varias (habrá que comprobar fechas de caducidad), artilugios para sujección articular de diversos diseños y pulverizadores para la piel bajo la ortopedia unos (el reflex) y para las bisagras de los flejes los otros (si yo llegara a confesar que alguna vez los gasté metálicos, cosa que no haré). También, va de suyo, un par de zamarras, que pueden coincidir o no con los colores del club (no necesariamente alguno de los míos) que me admita entre sus huestes. Por si surge la ocasión. Por si es menester completar algún casi XV para que lo sea. No es que se postule uno como en aquella arcádica etapa universitaria, no ("¡un ocho, necesito un ocho!" o un talona, o un zaguero con recursos, o qué más da). No recuerdo jornada en que no hubiera subasta, postores y postulantes para los equipos universitarios en que entreteníamos nuestros mediodías los fanáticos, cuando exámenes, responsabilidad casi siempre impostada o lesiones acumuladas propiciaban que algunas escuelas, colegios o facultades reunieran solamente partidas mermadas de efectivos, que no de entusiasmo. Años dichosos, claro: dos partidos semanales, tres a veces, facultad (propia y a sueldo) y club; dos, tres entrenamientos y pesares musculares que disipaba el anhelo por regresar al barro, al hielo, al polvo, al erial o incluso a un campo bien cuidado. Acaso coartadas para esa alegoría de la polis griega, habitada por una horda esteparia, que era (es) un tercer tiempo. Ágora irregular y surtidor de comentarios hoy más cerca del ilícito penal que nunca, aviso a navegantes, ya bien extendido el humor (acepción fisiológica) de la censora corrección política. Así pues, ténganse, compadres, que algún desavisado -o malintencionado- querrá pronto desterrar usos, coplas y rimas que no casen con tamices neuronales de reconocida astenia.

Síntoma real de fanatismo oval
En fin, que lo que fue adjetivo, pero no menor, es lo que más agrada según nos transcurre el tiempo y nos priva de lo sustantivo: partidos, hogaño casi siempre desde la grada o (bastantes) en los mil medios ignotos hace treinta o treinta y cinco años, cuando esperábamos espectantes que la vieja TVE se dignara a contratar quizás dos del V Naciones. Y, por supuesto, glosas mil. Las que nos escuchaban, entre divertidos y resignados, quienes compartían colores, vestuario y cervezas, antes. Negro sobre blanco, 0 y 1, abajo, en la intrahistoria eléctrica del disco duro que ilustra tantas pantallas como adeptos le den acceso, ahora. Lo que nos va quedando, no poco, y declaración de principios para que les conste, por si lo dudaban, que llegado en días el VI Naciones, bastardo sucesor del añorado V Naciones, aquí me encontrarán. Rezongando, pero tecleando, porque uno se ha dado cuenta hace mucho de que es un fanático de esto y de que este opúsculo también quiere ser rugby.



Pandemia con brote agudo recurrente

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Ahora en febrero, cosas del cambio climático, a buen seguro. Antes llegaba en enero. Borrascas y heladas, nieves y vendavales. Todo propicio para brotes agudos de cierta patología ya pandémica. Contenida en la península Ibérica, desbocada allende Pirineos y en algunos países australes, sometida allí a variaciones estacionales contrarias a las del hemisferio boreal.

Definía el Diccionario de Autoridades, en su 9ª edición (Burgo de Osma, 1925) la "Enfermedad de Ellis" como patología no siempre benigna, pertinaz, que se contrae por contagio aeróbico como consecuencia del trato frecuente con enfermos de la misma y que desde la Gran Bretaña se extendió primero por sus colonias, "to follow the flag" conforme a adagio de los nativos de aquella isla, y posteriormente por todo el universo mundo con el que tales individuos comerciaran. Hay, sin embargo, casos de emulación como el francés, donde el foco se inició también por vía del comercio de vinos con la región bordelesa pero adquirió pronto características propias, producto de una mutación ("burdigalensis primordial"), como sucede también en otros casos marcadamente autóctonos, como las variantes georgiana y japonesa, por poseer aquellos países ecosistemas naturales especialmente propicios para la proliferación de resistentes reservorios del virus. De la mutación francesa y por tanto con carácter de infección de tipo derivado, se ha descrito en países como Rumanía, Italia y España (donde el foco se fijó primeramente en Cataluña) una submutación llamada "gálica secundaria". Sólo hay tratamiento paliativo". Se remite el meritado Diccionario al primer caso conocido, el de un estudiante inglés de pocos medios que acabaría oficiando en la Iglesia de Inglaterra, quien, sin embargo, curó, al contrario que los sucesivos contagiados, pues el virus devino resistente a cualquier tratamiento, constituyendo hoy una persistente pandemia.

Sobre la enfermedad la OMS tiene reconocido tal carácter y ya había advertido de un próximo brote agudo para el invierno de este año, más concretamente en la Europa Occidental. Cursa con episodios bisemanales, a veces más, de agitación compulsiva, al modo de las tercianas, con fase de remisión tras el fin de semana y se acompaña por una inexplicable pulsión por la ingesta de zumos de cebada y malta, tostados o no, pero con la adecuada fermentación. Se repiten sin remedio hasta bien avanzada edad, cerca ya del fatal desenlace, que en algunos casos especialmente graves tiene lugar en verdes praderas delimitadas con cal blanca y rodeadas de graderíos donde curiosos y otros enfermos contemplan las evoluciones de los casos más dignos de estudio. Hay síntomas definidos y muy alarmantes, previos a la absoluta obnubilación, que los familiares del enfermo deberán observar: atención desordenada por medios de comunicación deportivos, generalmente en inglés y francés (a veces italiano o español), a través de internet y sin limitación de soporte en cualquier idioma nacional. Asimismo fijación por las emisiones multipantalla y finalmente pérdida de contacto con la realidad acompañada de gritos que asemejan exclamaciones del tipo "what a score" o "try", a título de ejemplo, y en ocasiones abuso de un vocabulario patibulario y malsonante (al estilo del Síndrome de Gilles de la Tourette) cuando un personaje que evoluciona sobre el césped mostrado por cualquiera de las pantallas observadas simula que dibuja  un rectángulo en el vacío y se sobreimpresiona sobre aquellas el acrónimo TMO.

La OMS incluye en su página web medidas de profilaxis que deberán ser observadas muy cuidadosamente y que desde luego el autor leerá en cuanto alguna de sus pantallas quede libre.

(Nota bene. El repaso a una respuesta de un desnortado comentario a una entrada de 2011 propicia esta versión respecto de la que oportunamente recibió el anónimo lector.)

Entusiasmo y cicatería

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El segundo de Escocia ayer.


Entusiasmo de los primos celtas y cicatería en la edición anual de le Crunch. En Murrayfield ensayos gestados en jugadas de corte clásico -movimiento del balón y juego abierto tres de ellos, arranque desde la base de un ruck a la antigua usanza (todos dentro) otro- e incluso uno de esos creativos y sorprendentes, con un centro en el alineamiento. En Londres, sin embargo, quiero y no puedo. Por ambas partes. Francia tenía menos que perder y sorprendió acaso en la primera mitad por la enmarañada defensa que planteó a los de Eddie Jones, que los más pensábamos que era dejadez inglesa o en el mejor caso seguimiento del guion para el zarpazo letal en el segundo tiempo. No fue así. Dos marcas solamente, Slimani (suplente ayer del paquidérmico Atonio, del que ruego a los expertos me aclaren qué aporta) y del enésimo polinésico naturalizado, Te'o, en un partido bronco, trabado, que discurrió por el cauce que Francia quería, de hecho el único que a la fecha le conviene, cegadas hace ya años las cavas del benedictino enterrado en Épernay. Ello responde, quizá, a lo de Atonio, pero ni en esas lides: le falta mordiente. En cualquier caso, para el observador atento, ese que exprime los lances del partido cuando el barro de las trincheras destierra la estética canónica del juego, el choque de delanteras fue interesante, sobremanera la defensa francesa de los agrupamientos locales. Al fin si no hay sinapsis (¡Marler, Cole, Picamoles!) al menos hubo esfuerzo.

Me placen generalmente los partidos en verde y azul. No suelen desmerecer en cuanto a espectáculo los duelos entre caledonios e hibernios (alguien apunta de vez en cuando mi insistencia en los gentilicos romanos: ¡faltaría más! los autóctonos son tan variopintos que confudirían al lector y aun aficionado a la metonimia como soy esta me superaría; imaginen elegir entre pictos,  escotos del Ulster, celtas córnicos, escotos de Argyll, galeses del norte de Dumbarton Rock, vikingos, celtas irlandeses, angloirlandeses, y demás, aderezados cada uno por las correspondientes tradiciones célticas, romanas, germánicas (escandinava y anglosajona) y franco-latina-normanda, un verdadero lío). Recuerdo de los que haya presenciado la edición de 1984 en Lansdowne Road (9 a 24, el año del segundo Grand Slam de Escocia), la de 1989 (37 a 21 en Murryfield, con hat trick del escocés hijo de ucraniano e italiana, Iwan Tukalo), la de 2000 (44 a 22 para Irlanda, con O'Driscoll ya a pleno rendimiento y O'Kelly, Humphreys y Wood como veteranos) y, claro, las de 1997 (38 a 10 para Escocia) y de 2009 (10 a 29 para Irlanda) que vi en Edimburgo. Casi siempre festival de puntos y ensayos, entrega de los contendientes y jolgorio notable en las calles. Mi favorito, conste en acta. El de ayer, Bunnabhabain 27-Guinness 22, por hablar en moneda común de los contendientes. Dudas en la delantera escocesa (tres golpes cedió en los primeros minutos) pero excelente en el abierto, como todo el equipo en general. No en vano el heterodoxo ensayo de Dunbar en el alineamiento menester es interpretarlo como ruptura con las rigideces que les atenazaban nada menos que desde que se inauguró la modalidad a seis del torneo. O eso queremos interpretar los que vemos siempre con buenos ojos a azur, sinople y gules.

Le Crunch, que tanto deleite ha dado, ramplón (19 a 16). Mucho. Los que aventurábamos reaccción inglesa en la segunda mitad -estrategias del avieso Jones- nos equivocamos. Todo fue un ir a remolque y esperar el error del rival. Es mejor Inglaterra, sobre el papel, pero apareció desangelada sin algunos jugadores que fueron clave el año pasado, más con algunos otros desubicados (sí, Itoje, segunda línea, ha formado con el 6 a veces en Saracens, pero, pero...) y otros tantos apabullados por la responsabilidad. Sin embargo concluyeron con victoria (y van quince seguidas) sobre los archirrivales del continente. 

Una nota final, ya que ninguno de Uds. espera de mi crónica sea estrictamente deportiva, algo que queda para los medios ortodoxos al uso. Oficiaré, como siempe de Marco Porcio Catón y enviaré severa reprimenda a aquellos que se exceden en sus efusiones festivas al celebrar marcas de los suyos. En el terreno de juego, claro. En la grada que cada uno proceda con los excesos que deba. Sobre el césped, compostura, que es también respero al rival. Menos, saltos, menos abrazos, más comedimiento. Stiff upper lip, Jeeves!


H de rugby

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Cuando digo que el invierno trae venturas al aficionado es por algo. El viejo torneo, claro, pero a veces, pocas, hay más. Hoy grata sorpresa. Se anuncia la inminente salida de una nueva revista de rugby, única en su clase en España, al estilo Panenka, la que parece hermana mayor del código association. Bienvenida la iniciativa. Y la presentación promete. Esperamos mucho rugby de ella.

El rugby que se lee (Francia v Irlanda en el Stade Yves du Manoir, 1958).


Rusia en el Central

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El año pasado perdimos solamente por dos puntos en Sochi, la ciudad del último contubernio olímpico ruso. En 2015, en el Central, ganamos a Rusia con solvencia (43 a 20) y un año antes nos derrotaron por un infausto golpe de castigo (25 a 28) también en Madrid. Desde 2011 las diferencias han sido realmente mínimas: 28 a 24, 41 a 37, y 13 a 9, en todos los casos para los rusos. Pocas diferencias en el campo aunque hablemos de dos formas de desarrollar el rugby totalmente opuestas: su competición sigue el orden natural que impone el General Invierno y las inversiones que World Rugby y magnates locales de diverso pelaje derraman por allí. Lo nuestro es conocido. Bandazos y vaivenes que parecen remitir, sin que nadie pueda decir que si el proyecto de Santos no rinde frutos (y si entendemos por ello el Japón en 2019 es harto difícil que los haya) no nos veamos en otra Gran Depresión.

España v Rusia 1991
Sin embargo, clasificados ya los energúmenos del Cáucaso (con cariño), son los rusos el rival para seguir en las fases de repesca cuando termine la segunda vuelta del torneo europeo de naciones menores. Los rumanos, por más que en Madrid haya a veces exclamaciones de "¡casi!", pueden poner distancia con nosotros con más soltura. Aunque sólo llevemos sobre los rusos una victoria más que sobre aquellos. Cuando los rusos vestían de rojo y fungían de comunistas también nos costaba lo suyo. Por aquel entonces los soviéticos solían jugar en Koutaissi, precisamente en la República Socialista Soviética de Georgia. Roto el imperio que Vladimir querría reconstruir dejaron de hacerlo y sustituyeron esa sede por la de Krasnodar, donde ganamos nuestro partido más épico de este siglo, en noviembre de 2002, por 22 a 38. También en 1996 cuando jugaron vestidos de azul y blanco y sin escudo, con uniforme facilitado por la marca que vestía a los Leones (dijeron que habían perdido los equipajes, pero nadie les creyó), un 14 de abril, 52 a 6 para España en el Central. Con la victoria de 2015, las tres de España. El primer partido entre ambos equipos tuvo lugar en 1979, en Moscú, con derrota española por 15 a 9 y el último de la URSS en 1991 en Sevilla (16 a 19) ocasión en la que uno de los centros soviéticos respondía al nombre de Andrei Kovalenco. Luego la fragmentación y a efectos rugbísticos Georgia, Ucrania y Rusia en el panorama de la FIRA. La conmoción política a todo atañe y el rugby es cosa nimia, de ahí el resultado de 1996. En 2002 ya se reponían y aquel partido, aun en circunstancias especiales, porque los rusos, en su afán por llegar demasiado deprisa a donde no debían (era un partido de clasificación para la Copa del Mundo de 2003) se sirvieron de tretas putinescas y bajo dirección técnica sudafricana naturalizaron a unos tipos llamados Volschenk, Pieterse y Hendriks que del veldt pasaron a la tundra y sufrieron sanción y castigo porque no quedó claro que tuvieran arraigo familiar en Semipalatinsk o Vladivostok. En 2001, en Madrid, nos habían ganado solamente por un punto (29-30), pero unos meses después de la victoria española en Rusia, y ya sin boers en el equipo, nos devuelven cumplidos en Palma de Mallorca (19-52). 

Están en condiciones de ganar mañana los Leones. Será el primer tramo de una rampa que se antoja difícil, pero que hay que recorrer. Yo estaré en el Central. Daffyd, que se ha dignado a salir de su retiro, no me acompañará: se queda viendo el VI Naciones. Se lo contaremos.
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