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Se suscitaba ayer breve debate sobre ancestral constumbre, quizás mito, de nuestro deporte: el respeto al árbitro. Planteaba la duda reconocido y prestigioso periodista que en su día comentara para Estadio 2 algunos partidos de V Naciones, Martí Perarnau, de forma colateral a una tertulia virtual que se inició hablando de Ross Moriarty, el tercera galés y de Gloucester, vástago de Paul y sobrino de Richard, también internacionales en la década de los 80. Esa conversación nos llevó a cierto famoso intercambio de pareceres en la semifinal de la I Copa del Mundo (1987) que se finiquitó con un
uppercut del capitán All Black Wayne Shelford sobre Huw Richards (segunda línea galés), y con la expulsión de éste. El debate era más bien jovial, pues no en vano lo manteníamos una primera línea al completo, Zaragoza-Sevilla-Madrid, por origen, que no paradero. Y aunque acabamos haciendo el merecido elogio de los viejos hábitos (balones de cuero, botas negras, camisetas de algodón y manga larga y arcanos al uso) es verdad que la presunta justicia colectiva que se seguía a una acción dudosa como la de Huw Richards suscitó la seria pregunta sobre el respeto, a la fecha, a los
referees. Para el profano resultará acaso sorprendente que el noqueado fuera expulsado y el justiciero permeneciera sobre el terreno. Y se hablaba de la responsabildiad individual y colectiva y de la aplicación comunal de una justicia que todos entendíamos comprendida entre las reglas no escritas de nuestro juego. Árbitros incluidos.
Lo cierto es que el rugby de 1987 era otro, por más que franceses, galeses y australianos llevaran años de práctica de depuradas añagazas para sortear ese otro mito del que tanto nos preciamos: la pureza del amateurismo. Y era otro por muy variadas razones: la dedicación, sobre todo, que impedia que el físico de los jugadores se diferenciara -cejas rotas y orejas reventadas exceptuadas- del de la mayoría de los mortales; las reglas, menos destinadas al público (que además solía venir de la práctica del rugby); la exposición mediática, infinitamente menor; los intereses comerciales, sobre todo. Amalgama que, pasado el rubicón de 1995, fue decantando un rugby que ha evolucionado como los rezongantes directivos escoceses que en 1985 votaban una y otra vez que no a la Copa del Mundo previeron con lógica aplastante. Un rugby para el público que se ha sustraído a los jugadores para entregarlo a promotores, publicitarios y consumidores. Aceptado además con alborozo. Por los primeros por hacer del rugby su medio de vida y (quizás) bienestar. Por los segundos para cuadrar balances y cuentas de resultados desahogadas. Por el público, que disfruta de rugby en abundancia.
Precisamente la deriva profesional (¡cuidado! no tanto los salarios de los jugadores como el rugby en manos de sociedades mercantiles) exigía de una pareja exigencia, rigor y dedicación al arbitraje. Si ya en la etapa inmediatamente previa al profesionalismo vimos atisbos como la intervención de los jueces de línea o árbitros asistentes que adquirieron relevancia penalizadora, en cuanto que señalaban al árbitro principal conductas punibles, en la era profesional, además de introducirse criterios y protocolos adecuados para el nuevo entorno, se apostó decididamente por la tecnología, de suerte que los árbitros principales dispusieran de imágenes que les ayudaran en los tantas veces oscuros parajes de muchos lances del juego.
Se introdujo así lo que se ha dado en llamar cuarto árbitro y la regla
6.A.7 (aclaro que transcribo la redacción que está en fase de prueba -ya sabemos de la afición del legislador por los cambios- pero que a los efectos pretendidos sirve):
"(...) (b) El organizador del partido puede designar un oficial denominado Oficial de Televisión del Partido (TMO) que usará dispositivos tecnológicos para clarificar situaciones relacionadas con lo siguiente: (i) Cuando haya dudas si una pelota ha sido apoyada en el in-goal para marcar un try o una anulada. (ii) Cuando haya dudas si un puntapié al goal fue exitoso. (iii) Cuando haya dudas si los jugadores estaban en touch o touch-in-goal antes de apoyar la pelota en el in-goal o si la pelota ha sido hecha muerta. (iv) Cuando los oficiales del partido crean que puede haber ocurrido una ofensa o infracción en el campo de juego antes de un try o impidiendo un try. (v) Para revisar situaciones en las que los oficiales del partido crean que puede haber habido juego sucio. (vi) Clarificar sanciones requeridas por acciones de juego sucio. (c) Cualquiera de los oficiales del partido incluido el TMO puede recomendar una revisión del TMO. Las revisiones se realizarán de acuerdo con el protocolo del TMO vigente en el momento el que estará disponible en laws.worldrugby.org"
Norma que, sin embargo, creo que ha tenido efectos, digamos, colaterales. Para empezar y parodiando la máxima romana: fiat TMO et pereat mundi. Si el omnisciente TMO todo lo ve, el ref principal puede demorar, diferir, delegar su decisión en ese Big Brother inmarcesible. Y, por extensión, si ese todopoderoso juez mecánico (el cuarto árbitro sólo transmite información) todo lo sabe, y por extensión todos los espectadores presentes y televidentes ¿qué grado de justicia derivada de códigos no escritos cabrá aplicar? La respuesta sólo puede ser negativa, lo que, en principio, debería ser deseable, pues la norma al caso debe ser escrita, pública y vigente, igual que más allá del Rectángulo de Ellis. Sucede que me malicio que la proposición mayor del silogismo es falsa (que el TMO todo lo vea), y en consecuencia la conclusión decae. Pues si el TMO no advierte todo, o no se puede, normativamente, recurrir siempre a él, o el árbitro y sus asistentes sobre el terreno no lo hacen, pero los implicados se ven constreñidos por la mera posibilidad de tal recurso, las que decaen son aquellas reglas no escritas que permitían a Buck Shelford, tras su expeditiva impartición de justicia consuetudinaria, mantener una comprensiva charla con Paul Moriarty, compañero del jugador de Neath expulsado en aquel All Blacks v País de Gales, y que el feroz intercambio de golpes no degenerara en pelea tabernaria. Hemos perdido, nos guste o no, a ese nivel de juego, una prerrogativa aceptada y tantas veces necesaria para el correcto discurrir de la conflagración oval. Llámenla disuasión, si lo prefieren.
Hoy no. Hoy se presume que si el TMO nos muestra la blefaroplastia a la que el talonador neozelandés somete a un tercera Wallaby, el ref debe juzgarlo sin otras consideraciones y el espectador cree tener derecho a exigir esa conducta al juez, porque todo se ve. Así, todo se espera del árbitro y su entorno, y si no se obtiene, cuántas veces asistimos a protestas, no ya del público, sino de los contendientes, a veces con un ojo en la pantalla del estadio y otro en el terreno de juego. Protestas generalmente moderadas, sí, pero impensables hace no poco, cuando el capitán se limitaba a recibir determinadas advertencias y a transmitirlas a sus compañeros (y hablo de rugby mediático e internacional, porque descender por los surtidos tramos de las diversas competiciones conlleva presenciar otras conductas). Ello en lo que toca al terreno de juego, pues la conducta de la grada, a este respecto, observa lo que cabía esperar: el soberano consumidor opina, protesta y silba. A lo primero nada que objetar, va de suyo, pero protestas y silbidos son ya demasiado comunes, al punto que se han generalizado los avisos, cínicos, en los estadios, refulgentes en colorida pantalla, en italiano, francés o inglés, advirtiendo sobre lo inadecuado de la conducta.
No quiero detenerme en las gradas, aunque lamente que comportamientos ejemplares como los de la pasada Copa del Rey en Valladolid o generalmente el del público dublinés sean ya excepción. Me interesa más ahora lo que pasa en la batalla. Sin abundar en que cada árbitro tiene su propia manera de controlar el desarrollo de un partido, ni en sus cualidades técnicas, es hora de recordar que siempre ha dispuesto de arma fatal para buscar el acomodo de los más díscolos a las conductas que se esperan: la privación de metros. A día de hoy se añaden, claro, las expulsiones temporales que, sin ser plaga, se prodigan sin juicio de intención en tantas ocasiones. Ambas normas, y no una carisma sobrenatural, han dotado al árbitro de autoridad suficiente para que el partido más enconado (advierto al lector circunstancial que se trata de un eufemismo) pudiera ser devuelto a los cauces que permitieran su conclusión en tiempo y forma. No es menos cierto, sin embargo, que por atrabiliario que fuera el desempeño de la delantera de Inglaterra de Wade Dooley y Gareth Chilcott o la francesa de Eduard Cholley o Eric Champ, nunca ha sido lo mismo el respeto, condicionado o asumido, que el árbitro merecía en un V Naciones que el que podían inspirar señeras figuras de cada federación regional en categorías donde hayan latido rivalidades casi centenarias y entre los terceros o cuartos equipos de los clubes en liza. Podría citar nombres que muchos identificarían, pero quiero evitarme alguna querella criminal por calumnias e injurias.
El mítico respeto al árbitro, concepto que siempre nos ha sido grato propagar, ha de tomarse con precaución y las dosis de relativismo que en momento de exaltación, ante profanos, nunca le otorgaremos. Incluso si es el profano quien se acerca a nosotros (no dejamos de ser especímenes exóticos los que nos hemos revolcado en el barro en pos de un raro balón) y pondera nuestras virtudes, y acaso cite el caso del galés Owens y su afición a los discursos arbitrales. No le negaremos en ese caso, al lego, que las atesoramos. Por más que no nos guste la retórica arbitral, aunque sea su tesis la denigración, tantas veces merecida si de los comediantes Busquets o Pepe hablamos, del primo hermano código esférico. Dicho lo cual, añadiré que Owens, que no arbitra mal, es un subproducto de la era profesional. Sean sinceros y traten de recordar el nombre de algún árbitro previo a 1995, si tienen edad. Como decía ayer, en el mentado debate virtual, todo comenzó con Clive Norling cuando el horizonte ya amenazaba con el profesionalismo. O tempora, o mores, y sin perjuicio de mejor opinión, o como decimos en mi gremio al concluir un informe, s.e.u.o.