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España pudo, pero a las puertas otra vez

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España v Rumanía, febrero 2016, Central, Madrid


Siempre volvemos al Central. Así llueva, truene o el pasto sea digno de una era castellana al final del estío. Sacrificamos incluso el presuntamente animado Escocia v País de Gales por ver este año a la España de los (bienvenidos) 100.000 Hijos de San Luis y de Santa Teresa, por parte de madre, en este caso. No defraudaron, salvo por el resultado. Pena, penita, pena.

Rumanía vestía de gala, con su equipo más fuerte y mundialista, oriundos afrikaner (el énesimo Van Heerden del rugby internacional) y georgiano (Otar Thurasvili) incluidos. Y nuestra España, lo dicho. De poder a poder, con la notable circunstancia de que nuestro pack se impuso en fases de conquista estáticas y abiertas como nunca habíamos visto ante los roqueños dacios. Qué lejos quedan aquellos tiempos en los que cada lateral era una rifa, sin ascensor, con nuestros segundas -excepción hecha de Bosco Abascal y Marco Justiniano, los sevillanos- que miraban hacia arriba a sus contrapartes. Y en peso, otro tanto. Aún así, la presencia no lo es todo, sino su uso y nuestra delantera bien que sabe de ello: agresiva en ataque, muralla en defensa, secante para el arma esencial del adversario del Mar Negro. Qué lástima, digo, que Florin Vlaicu acertara una vez más que nosotros.

No sé las cifras de asistencia que dará la FER. No me importan, me importa el ambiente, ese que palpamos algunos desde hace varias décadas. Sólo el día de Australia en 2001 he visto más público que ayer, que no era de los que invitara a acercarse al Central: VI Naciones a la vez y muy desapacible. Muchos amigos, muchísimos conocidos y, lo mejor, muchos niños (las "lagartijas" del San Isidro RC de Madrid, además, acompañando a los contendientes en la ceremonia de los himnos, interpretados por caballeros legionarios paracaidistas) y alegre animación en la grada y en el bar. Observo además, en el programa (escueto y con algún error en la transcripción de los nombre de los clubes franceses pero de nuevo de cuatro páginas) y en la entrada, que se ha abandonado el ditirambo de "estadio nacional" y se recupera el apelativo genuino y complutense.

La primera mitad fue nuestra, con Eolo aliado además, aunque sólo esos 40 minutos, pues, tenaz, siguió soplando por el mismo lado y favoreció, claro, a los Robles en los sucesivos. Demostramos solvencia para dominar el juego de delantera con una primera línea muy solvente (López, Pinto y Moreno) que seguro sorprendió a los visitantes. Créanme, el debutante Paul Rusu va a acordarse de Fernando López toda su vida. Nuestros puntos fueron obra de Linklater y Ascarat en esta mitad, para el 13 a 5 al descanso, con ambos ensayos, el rumano y el español jugando los Leones con un hombre menos por exclusión temporal de Belie. Había fallado Vlaicu un golpe por culpa del divino griego y por eso quedaron ayunos de puntos al pie. Pero como somos viejos conocidos y nos estudiamos mutuamente, sabían de alguna laguna en nuestra concentración, que aprovecharon bien nada más comenzar el segundo tiempo (el segunda Porpalan, juego por el eje vertical en tromba, a la vieja usanza balcánica). Respondimos, tras otro golpe de Vlaicu que puso a Rumanía por primera vez por delante, con la mejor jugada del partido, tras dos agrupamientos dominados por el pack rojo, jugada cerca del segundo con un señuelo para abrir hueco y sobrepasar a la defensa seguido de pase a Ascarat, que anotó por segunda vez. Sin embargo la seriedad de nuestro partido quedará en los anales con un simple punto de bonus defensivo, pues sendos errores en defensa dieron ocasión a los 6 puntos adicionales que dejaron el marcador en 18 a 21, por más que las últimas posesiones fueron nuestras, incluso una con posible intento a palos que se descartó porque arreciaba el viento y se prefería el ensayo.

Hay mimbres y hay nivel en la seleccción, desde luego para codearse con rumanos y rusos (Portugal parece ahora un escalón por debajo). Si continúa esta línea de trabajo que en su día apuntara Sonnes, competiremos el año que viene por el muy difícil objetivo del lejano Oriente. Es un avance. Hace no mucho no había esperanza.



A la expectativa

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Placaje de Santiago Santos en el Central, frente a los Emerging Wallabies, 1989

La imagen es muy ilustrativa: lo que fue y el camino que se perdió. Y el ánimo de los protagonistas. El año es 1989 y el lugar el Central de la Universitaria de Madrid. El árbitro el internacional francés Yves Bressy, habitual del V Naciones y los test-matches de principio y fin de temporada. Los equipos España y Australia Emerging. Los jugadores (metáfora) Santiago Santos, talonador del Liceo con entorchados suficientemente conocidos con el XV del León y los Jaguares del XV Sudamericano que visitó Sudáfrica en 1984 y John Eales, propietario de muchas más y mejores (sin desdén para el nuestro) credenciales: dos veces campeón del mundo, para empezar a hablar. Lo que hacían por aquí los australianos ya lo he contado alguna vez, pero viene al caso hoy por la situación del equipo de España.

Desde esa instantánea (antes se decía así) nuestro rugby ha sufrido los vaivenes de la caprichosa fortuna, que se da a su arbitrario albur si no media la voluntad y el sacrificio. Así que, como en los cantos profanos y goliárdicos que rescatara Orff de aquel monasterio bávaro, o austríaco, que tanto da,  resulta de justa aplicación el O fortuna, velut luna, statu variabilis, semper crescis aut decrescis... Y omito el vita detestabilis que sigue porque eso es lo que pareció tras el sabor agridulce de 1999 y la decadencia subsiguiente, que mucho tuvo que ver con el Gran Salto Adelante del profesionalismo. Note quien quiera el sarcasmo maoísta, pues a nosotros nos dejó la cosa como a las masas proletarias de aquella obediencia: inertes por mucho tiempo. Y no sé si Santos perteneció a banda disidente alguna y es nuestro, sigamos con la metáfora, Deng Xiaoping, pero hasta que no abrimos nuestras fronteras (¡ah, la libertad de comercio!) no hemos empezado a levantar cabeza, o acaso, simplemente, a atisbar un horizonte claro y prometedor. Hubo precedentes - Regis Sonnes-  pero aunque la cosa coincidiera con el año del Mono, o, para el caso, del Topo, no fueron propicios los dioses, porque se malogró el experimento como las Cien Flores de Zhou Enlai y fue menester que mandarines y aventureros sufrieran pena de extrañamiento para que el pequeño talonador tomara los mandos, acometiera con el ímpetu de su placaje el plan que traía pergeñado y al menos podamos codearnos con confianza con los paquidermos del este de Europa, si no con certezas si con redaños e ideas.

Por no remontarnos muy lejos. Esta temporada salió como debía el peregrino experimento con Kenia: mal. Ni las fechas, ni la partida eran otra cosa que quizás un fuego de artificio, una probatura y un compromiso. A Chile ya con más mimbres se le dejó claro que eso de estar empatados en nuestra historia particular no podía ser  (54 a 10 en Torrelavega), y en Sochi (Rusia) y Madrid (Rumanía) dimos (el plural mayestático, qué risa, cuando los moratones los sufren los del XV del León) buena impresión. Este fin de semana al Caúcaso. Visita difícil donde las haya. A los georgianos les hemos ganado, siempre en Madrid, más veces que a los rumanos (36 a 32 en el 2000; 31 a 17 en el 2007 y 25 a 18 en el 2012) pero nunca allí, en su agreste y exótica patria, de donde, además, solemos salir escaldados. Como el objetivo no es el campeonato ni clasificación alguna este 2016, si se gana (¡si se gana!) bien, pero si la expedición sigue demostrando que va cuajando un grupo y una forma de jugar, mejor, no obstante la menguada legión francesa que comparecerá en Tiflis. Hay que mirar adelante. A tres años vista, que no es mucho tiempo. 

Y, claro, hay VI Naciones este fin de semana. No sé si ocupaciones crematísticas me van a dejar tiempo para el acontecimiento, y tampoco sé si no me da igual la opción en diferido, dado el nivel de este año. Quizás si la tercera galesa aclara sus ideas y se acomoda cada uno en su puesto, puedan mis patrocinados celtas del momento (ya que delenda est Caledonia) aspirar a la victoria que más me interesa, la de Twickers del 12 de marzo, que pretendo contemplar in situ. Ya veremos.

Las cosas que hemos visto...

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Solamente dos partidos, y en diferido, he visto este fin de semana. No sé si merecerá la pena el que me falta, aunque sea el de Escocia en Roma. Contemplar el espectáculo (es retórica este año) sabiendo el resultado da un punto de sosiego que favorece el análisis y la visión del partido más allá del balón, que es como hay que leer toda contienda, por más que de la de este fin de semana no haya mucho que decir: la Francia de Nòves no puede ofrecer lo que no tiene, juego, porque sus componentes no lo practican en el TOP14. Esto es, además, una muestra de las diferencias abismales que subyacen entre niveles, pues lo que sirve para que España compita con Rumanía (los refuerzos de PRO2) no sirve en su grado de presunta excelencia (TOP14) para el País de Gales de Gatland, que por su parte empequeñece si miramos al hemisferio sur del planeta. No voy a decir que ya hay tres modalidades de rugby union, pero camino vamos: la amateur que se practica por casi todo el mundo y las dos del Circo Mundial, norte y sur, blanco y negro, sol y sombra.

Eddie Jones lleva la impronta del sur (¡faltaría!) y por ahí trabaja con Inglaterra, pero es pronto, a pesar de los destellos frente a la Irlanda ayer derrotada en Twickers. Pasa que este año andan los hibernios de bajón y que ganar a Italia y a Escocia no parece, a la fecha, significativo. Queda le Crunch y en París, donde los franceses, romos, limitados, oxidados, acaso tiren de orgullo. Lo malo, para ellos, es que los ingleses le recuerden Ramillies, Malplaquet y Blenheim y sobre todo Waterloo, si es que los Lawes o Hartley saben qué fueron las tres primeras ocasiones. Pero es que creo que los fantassins galos no pueden oponer más que redaños a los vecinos de outre-Manche.

En fin, no me puedo extender hoy, que al fin y al cabo esto es afición y no llena ni bolsa ni escudilla, por lo que sólo añadiré que para desagravio rugbístico he buscado en mi colección y he querido recordar un ensayo de Brive frente al Leicester de Back, Jonno, Cockerill y Rowntree. Fue en 1997 en la final de la Heineken Cup. En Francia aún se jugaba un rugby que buscaba (y creaba) espacios, y sus tres cuartos sabían qué tenían entre manos. Aquel día Lamaison, Viars, Venditti y Penaud marearon a los letrados tigres para llevarse el título por 28 a 9. Para muestra el botón del ensayo de Viars. Poco más que añadir.



A Twickers

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La primera vez que pisé semejante lugar fue con ocasión de una eliminatoria de la Pilkington Cup. Ni quiero recordar cuándo. Allí estaban Stuart Barnes, del Bath RFU (aún conservaba la "f" en el acrónimo) o Rory Underwood, de un Leicester menos atigrado que hoy día. El partido no fue bueno. Se llevaron el torneo por 10 a 6 los del condado de Somerset, cuyos puntos anotó al completo el rechoncho apertura Barnes. Fue un gran jugador, que hizo brillar infinitamente más al centro Jeremy Guscott en su club, de lo que hicieran Andrew y Carling en el XV lancastriano. Pero esa es otra historia. Sí, el plantel de ambos clubes era bueno. Muy bueno de hecho. Compendio de dos épocas. La última amateur a machamartillo (hablo de Inglaterra, que ya se sabe lo del "dinero en las botas" de País de Gales y lo que se cocía en Francia), y la preprofesional. Allí formaron con Leicester los dos Underwood y Dusty Hare, Les Cusworth, Deano Richards o un Clive Woodward para el que ser par del Imperio era quimera, y con Bath los susodichos más Jon Hall, John Palmer, Tony Swift (¡aquella especie de alas pequeños y escurridizos!), Graham Dawe (el granjero que recorría 500 millas para entrenar), Richard Hill o el inefable Gareth Chilcott. No se llenaron las gradas de Twickers aquel día de abril. 

La segunda ocasión, pocos años después, las gradas estaban vacías. La compañía fue inmejorable y el jolgorio sobresaliente. Mi expedición mataba el tiempo en Londres a la espera de ver si el partido concertado se podía celebrar o no, que la ola de frío había dejado las Midlands, nuestro destino, como páramo ártico. Así que el Museo del Rugby y la visita guiada por el HQ eran buena opción. Foto hay sobre el pasto del estadio, justo antes de que alguien profanara la butaca destinada a las reales posaderas de la Windsor reinante.

Pero, desde luego, prefiero las ocasiones en las que se llega en los South West Trains a la estación homónima del estadio y se desciende esa milla remoloneando entre aficionados de ambos equipos que se afanan en deglutir algún bocado para acompañar a esa pinta que misteriosamente regenera el líquido y fermentado elemento inseparable del evento. Conviene llegar con unas dos horas de antelación, para que el trasiego de zumos y sólidos sea sosegado y poder acomodarse casi satisfechos en la demarcación propia una media hora antes del kick-off. Ya saben que en el estadio se respeta rigurosamente el suministro de calorías, así que la ingesta puede continuar durante el encuentro, pues las emociones han de disfrutarse con el empaque que dan las necesidades esenciales cubiertas. Y vaya si hay emociones. Olviden su prejuicios históricos (¡ah, la Pérfida Albión!) o rugbísticos (ya saben de mi querencia céltica) y déjense llevar por el Land of Hope and Glory y todo lo que les echen, que no hay mejor modo de llegar al Swing Lord que no deben dejar de entonar, por más que se acuerden de Culloden o Trafalgar. Al fin y al cabo, era cosa de sometidos de Alabama, con lo que el sincretismo llega a ser casi único. ¡Por Chris Oti! que con su hat-trick de 1988 es el culpable de la tradición, Benedictine School de Woolhampton mediante.

Y finalmente, claro, entrégense a la contienda. Como desde cualquier butaca se atisba todo bastante bien, no hay excusa. Aunque aborrezcan las llamaradas, los humos y a los solistas intérpretes del himno, a los que, afortunadamente, el orfeón de decenas de miles de congregados impide escuchar. Si ganan los suyos, que para nosotros, a decir verdad, es lo de menos, enhorabuena. Por mi parte, declaro que me habría gustado plantar mis reales sobre las gradas verdosas de madera del viejo estadio, pero no llegué a tiempo de ver más que una de ellas, acaso la que soportó el impacto de una V2 en 1944. Sin embargo, este sábado -ya les contaré- estaré más atento al duelo Vunipola-Faletau. Temo que se desequilibre cuando el hemano mayor salga en ayuda del pequeño. Mako rules!


Wembley 1999

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Fue un buen partido. En el estadio de los locales, aun en Londres, que el suyo de Cardiff se remozaba para la Copa del Mundo de ese año. Los ingleses llevaron la delantera en el marcador todo el partido, aunque las cosas fueron equilibradas. Al final Scott Quinnell decidió sorprender a los ingleses. Tanto él como Scott Gibbs acababan de regresar del código del norte, el XIII, y de allí el tercera centro recurrió a un movimiento con acumulación de jugadores en la línea, para que, muy cerca de su posición, irrumpiera un centro sólido (hoy sería ligero) y, cambiando el paso, romper la línea inglesa. Resultó perfecto. Gibbs ensayó y Jenks transformó. 32 a 31. A mí me costó unas palabras con un inglés, por mi indisimulada satisfacción. Además, Escocia se llevó el último V Naciones.

El dragón perezoso y otras fábulas

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South West Trains, estación para el Campo de Coles


Mi querencia es céltica, desde luego, aunque el estadio de Twickenham me plazca. Por eso siempre cabe la esperanza de disfrutar doblemente, por la plaza y por la fiera que uno quisiera que arrancara la rosa. Ya había quedado dicho, no obstante, que hasta el viejo Phil dudaba. Que si la tercera línea, que si la disposición de su ataque, y esto y lo otro. Nadie contaba, sin embargo, con un dragón perezoso. Con un leviathán parsimonioso. Con un lagarto huevón. A lo peor tiene que ver la cosa con el exceso de tonelaje, aunque esto sea lo que llaman los anglosajones wishful thinking, porque el espectador cree que los Joseph o Farrell parecen bailarines frente a la complexión mastodóntica del Dr. Roberts y de Davies. Lo mismo que Watson y el tintado Nowell ante las Torres Gemelas North y Cuthbert (sí, el plumilla se acuerda de los Houston Rockets de los 80).

La ocasión prometía, digo, y el observador hubiera querido presenciar una como la de 1999 de Scott Gibbs o la de 1988 de Adrian Hadley, incluso el segundo acto del partido que le costó a Robshaw noches de insomnio, el pasado 2015. Pero los galeses se negaron. Ya lo decían los muy entusiastas, pero no menos reflexivos e imparciales, aficionados galeses entre los que el narrador se encontraba: no excuses, they're boying us... Lo que durante sesenta minutos fue cierto. Los dragones a remolque, presionados, diez segundos tarde en todo lance, perdiendo laterales que dieron a Itoje el merecido título de mejor del partido, cortesía de Bradley y Wyn-Jones el sábado, oxidados en defensa (¡19 placajes errados!) y lentos en los agrupamientos, para regodeo de la delantera de Billy Vunipola que se cobró un sinfín de golpes de los que Farrell dio en transformar todos los ubicados en el perímetro de los 40 metros, para los seis que anotó más la conversión del ensayo de Watson, del que es propietario en buena parte el segunda de Saracens mentado, porque arrastró a los defensores galeses y supo mantener vivo el balón para Mike Brown, que sirvió luego al anotador del único ensayo inglés.


Los himnos

Que el 16 a 0 que marcaba el tanteador no hacía presagiar nada bueno para País de Gales era evidente y que no anotaran antes del minuto 53 de la segunda parte lo confirmaba, cuando además se trató de un ensayo por error inglés -esos pases al límite de Youngs- que posó y transformó el maniático Biggar. Además, de inmediato, Farrell convirtió otro de sus golpes para el 22 a 7 que atemperó un tanto el ánimo galés. La verdad es que la muy buena organización defensiva inglesa y el ritmo de juego no beneficiaban a los visitantes (algo que achacaba mi taciturno vecino de la derecha, un nativo de Glamorgan, al ref sudafricano, Joubert, con una parte de razón). Pero no es atenuante para Gatland, que veía a los suyos desenvolverse en los peores 60 minutos de su mandato. Y si luego la cosa devino en remontada inútil no fue por mérito galés, que se limitó a jugar algo más, sino en demérito inglés puesto que con Cole en el campo (sin bin por hundir el agrupamiento) no hubieran tenido problema los locales para mantener el balance defensivo. Acción polémica la de ese golpe, pues el suplente Francis ha sido citado para ver si su acción sobre la cara del expulsado fue intencionada o no. En cualquier caso emoción no faltó, pues siguieron los ensayos de North y Faletau, para delirio de los 10.000 galeses que por allí paraban, hartos ya de escuchar el cadencioso y espiritual Swing Lord. Aún pudo haber más, pero Tuilagi (sustituyó a un titubeante Ford) se encargó de sacar a North del campo cuando cabalgaba furioso hacia su segunda marca. A mi me hubiera complacido, y bien podría decirse que cuatro ensayos contra uno hubieran representado victoria justa. Para el caso tres, los que fueron, también, pero no bastaron porque ni País de Gales ni el cuarto equipo del más modesto club pueden permitirse salir a jugar dejando la iniciativa al rival y despertar solamente a falta de 10 ó 15 minutos.

Ejemplo de las líneas de ataque inglesas (Fuente: The Telegraph)


Así que merecida Triple Crown para Eddie Jones y su tropa, y Grand Slam en ciernes visto lo visto con Francia, partido que he de saborear completo para opinar más allá de mi satisfacción por la victoria escocesa, que sólo retazos desde Heathrow pude contemplar. El Irlanda v Italia tampoco lo vi con mucha atención (mea culpa) porque la concurrencia en el Cabbage Patch nos convertía a los presentes en juguetes de la marea humana que pugnaba por la siguiente pinta. Además la estruendosa celebración de algunos joviales delanteros ya ataviados de San Patricio que por allí andaban tampoco hacía pensar que Italia opusiera lo que no tiene, para desdicha de la competición, que por abajo tiene propietario fijo, ahora que Escocia vuelve a ser digna de su lema: nemo me impune iacessit.

Supersábado

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No recuerdo cuantas veces he hablado de Le Crunch. Ni los que he visto exactamente. Quizás treinta o treinta y cinco. Algunos en diferido, claro, esos que he rebuscado por la red o aquellos que mendigada en cintas de vídeo que ya casi ni se ven, allá por los primeros 80, cuando alguien visitaba las Islas y tenía la fortuna de poder grabar un partido en la BBC, o los resúmenes del Grandstand de la misma cadena, aquel programa deportivo que se prolongara desde 1958 a 2007.

De los jugados en el Pleistoceno he dicho aquí alguna cosa ya, como del de 1981. De los posteriores recuerdo especialmente el de 1986, con los ensayos fulgurantes de Guy Laporte, Serge Blanco y el combinado de Denis Charvet, Eric Bonneval y Philippe Sella; el de 1991 en Londres, con aquel ensayo de Philippe Saint-André bajo palos que inventó Didier Camberabero en la propia marca francesa; el de 1992 en que el trabajo del hoy comentarista Brian Moore acabó en Paris con la primera línea francesa descabalada y expulsada (Lascubé y Moscato).

Hoy se dirime otro de la serie, más importante para Inglaterra que para Francia, pues los visitantes lo quieren todo (the job done, dice Hartley) mientras que los locales solamente ponen en juego el orgullo malherido de gallo desplumado que adivina su futuro en peleas ilegales de cuarto rango. Hará un par de jornadas que se planteaba en el programa introductorio al partido de País de Gales v Francia, en Cardiff, el debate recurrente sobre la calidad de Francia. Ali Williams, el ya retirado e histriónico segunda All Black rebatía a Thomas Castaignède, representante de la última generación de tres cuartos franceses que jugó como se suponía que debía hacer un francés. El pequeño galo achacaba a la abrumadora mayoría de extranjeros el declive y el neozelandés, socarrón, a la falta de adaptación al rugby del milenio, el que se practica en el hemisferio austral. Es un debate pertinente, que los ingleses han aceptado con Eddie Jones al mando de la Rosa. Cuando se asiente, cuando demuestre con toda su amplitud lo que puede hacer con los ingleses, arrastrará a los demás, por imitación, por supervivencia, como sucedió durante la pasada Copa del Mundo, cuando parecía que los equipos de norte optaban por el ataque y los espacios, por contraste con lo que ha venido sucediendo durante el torneo invernal, de regreso a la disciplina defensiva que basa todo en la destrucción y desdeña, o teme, la creación, quizás con la honrosa excepción de Escocia frente, una vez más, a los franceses, la pasada semana.

Escocia, en fin, tiene ante sí la misión de recuperar su posición en el Torneo, en su último partido frente a los parientes irlandeses. No es poca tarea. El Aviva Stadium (¡me cuesta lo indecible no hablar de Lansdowne Road, pardiez!) es campo difícil e Irlanda no querrá irse quedando mal ante su afición, que esperaba, con ilusión excesiva, una tercera victoria consecutiva en el VI Naciones, para una historia, quizás con mayúscula, que tendrá que esperar a que otro candidato lo intente. E Italia ¿qué? Cada vez que los peninsulares acaban al final se alzan voces que señalan que no merecen el puesto. Que reclaman que Rumanía o Georgia puedan llegar, ignorantes de que da igual. De que aquí no son los intereses deportivos, mientras el producto no sufra demasiado, los que priman. El VI naciones es una empresa privada sobre la que la IRB, perdón, perdón, World Rugby, tiene influencia limitada y el atractivo mercantil de Bucarest y Tiflis no es el de Roma. Ni el poder adquisitivo de rumanos y georgianos. Así son las cosas y además, las victorias frente a Italia son un bálsamo de fierabrás para los equipos en horas bajas que sirve para disimular.

Acabo. Colación hoy propia de festividad tan señalada y a pasar toda la tarde delante de la ITV o la BBC, que aún no sé quien retransmite cada partido, con un ojo en Colonia, para el streaming de España y los teutones, todo ello en compañía de la morena irlandesa por excelencia y quien quiera unirse. Al "supersábado", pues, sin perjuicio del Jaguares v Chiefs que no olvido a última hora, muestra de esa otra modalidad de rugby que se practica Down Under y que, colorines aparte, nos reconcilia con la alegría del rugby.


Breve nota sobre el Torneo de Jones

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Esto ocurre pocas veces, pues de lo contrario el dilema sería hamletiano, aun sin deceso de Polonio, a Dios gracias. Digo que poner en la balanza familia o supersábado, con el añadido de los argentinos en la competición austral, lleva al adepto a la duda que sintió el shakespeariano danés. Y como sé cual es la respuesta que finiquita la duda, no la formularé, por aquello del scripta manent. No en vano ayer comencé con el Alemania v España en Colonia (17 a 17) que nos dejaba en la cuarta posición de la antigua FIRA, un tanto decepcionados porque los nuestros no supieron deshacerse de los tenaces teutones. Fue un partido bien planteado por los locales que ahogó las posibilidades de ataque español y que fue celebrado como merecía por los comentaristas del titubeante streaming, pues les valió la conservación de la categoría y la condena a nuestros vecinos portugueses, que hacía décadas que no paseaban por el marasmo de la tercera división. Condolencias, Lobos.

No hubo tiempo, sin embargo, para pesares y lamentos, porque País de Gales vapuleaba a Italia en Cardiff (en el ahora llamado Principality Stadium, para el que yo reclamo, conocedor de la falsedad, la metonimia de Arms Park y así evitar la molestia de recordar una nomenclatura diferente cada pocos años). Contemplar un festival de ensayos suele ser grato, antes de dos partidos que se presumían ajustados, en Dublín y París. Y sí, fue divertido lo de Cardiff, pero nada más. Ni a los galeses les servía para olvidar que en Twickers hubieran podido, de no disputar solamente una parte de la batalla, ni a los italianos para dejar de pensar que están de prestado esta temporada (¡ay, Sergio, excusatio non petita...!). Poca historia para nueve ensayos e Italia de convidado de piedra. Desde 2005 no hacía tan mal torneo, así que ni merece la pena discutir si el primer ensayo galés debió o no ser concedido. Se ganaron el pequeño infierno de la sesentena que les cayó (67-14). Tampoco es que Gatland pueda sacar muchas conclusiones de un partido así, más allá del entusiasmo de Ross Moriarty, hijo y sobrino de los temidos Paul y Richard de los 80. La Cuchara de Madera italiana no hace más que suscitar murmullos de desaprobación sobre el formato del torneo y espolea en las redes al lobby georgiano, que se da a la crítica contra los romanos ("no progresan", "no lo merecen") y al envanecimiento propio ("hemos ganado la Copa de Naciones nueve veces", "no perdemos desde 2011" -curiosamente con España- "somos más competitivos"). Y yo, que no quiero defender a los azzurri sí diré que me parece bien que protesten, pero que de cada diez veces que jueguen, a la fecha, Italia va a ganar nueve. Para muestra los torneos veraniegos que inventa World Rugby donde un segundo equipo italiano se impone siempre al primero georgiano. Todo ello sin entrar en consideraciones extradeportivas que tiene  que ver con el negocio, de las que hablaba ayer.

El partido de Dublín fue un típico Irlanda v Escocia. Los primos se enfrentan regularmente con fiereza y buen ánimo, lo que nos deja siempre uno de los mejores partidos del Torneo. Ayer también fue así. Ganó Irlanda 35 a 25 en su mejor partido de 2016, con solvencia y buen juego, que impidió a los escotos lograr una tercera victoria consecutiva que no paladean desde hace ya demasiado tiempo. Pasa que los irlandeses habían ensayado la semana previa con Italia el juego que querían desplegar y aunque los escoceses habían ganado con galanura a Francia, el esfuerzo fue mayor y pasó factura añadida a la sanción temporal de Barclay que tanto notaron y mejor aprovechó Stander (ojo a este tercera, que para mí será un gran número "8" del trébol), por más que el ensayo de Hogg fuera el más vistoso del partido de ayer (recibe atrás, se incorpora al ataque por el hueco, amaga, entra y acelera: como los previos a la multiplicación de defensores). La verdad (lo decía con ironía David Sole en su cuenta de twitter) es que si un 80% de posesión, al medio tiempo, no había dado a Irlanda más que ocho puntos de ventaja, los escoceses bien podían haber creído en sus posibilidades. Sin embargo Sexton dirigió muy bien ayer a los hibernios, al pie (aquí con la calamitosa cooperación de la zaga escocesa en el ensayo de Keith Earls) y a la mano y mantuvo su eficacia anotadora, lo que no es óbice para mi reprimenda por sus protestas cuando quiso que a Dunbar se le adjudicara una amarilla cuando finalmente él fue merecedor de otra. El viejo Willie-John debería dar alguna charla a la tropa.

Breve refrigerio o desvalijamiento de la nevera (que la jornada fue hogareña) y a París. Es el Stade de France la sede que menos me gusta de las del Torneo. Ya sé que también la dublinesa la hoyan de vez en cuando los hunos del código assocation, pero es el estadio de Saint Denis donde más me viene a la memoria. En fin, sea desagravio lo nuestro para el abate Suger. Inglaterra lo quería todo y Francia la honra. Para la Rosa el cambio de fortuna de los cantos orffianos; para el Gallo la dignidad. Eddie Jones el Magnífico; Guy Novès el Melacólico. Se dudó de éste, que venía de larga y gallarda trayectoria con el Stade Toulousain (pero nunca como el del "centenario"), por su manejo del entorno internacional, cuando no es esa la cuestión. La cuestión es el TOP14. Ya hemos hablado de ello, ayer mismo la última vez. No lo reiteraré. El hecho es que Jones ha permitido a Hartley, el neozelandés de Sussex, levantar el trofeo del VI Naciones y apuntarse un Grand Slam esquivo desde 2003.

Para empezar por el principio, por el número uno, la alineación de Inglaterra fue de mi gusto. Allí se encontraba Mako Vunipola, lo que dice mucho de Jones, aunque luego no privó al patán de Harlequins de su porción de gloria. Para seguir con el curso natural de las cosas diré que el partido fue bueno, no de los mejores, pero me gustó. Francia opuso la resistencia que se espera de los galos, aunque supiéramos, de verdad, que Inglaterra iba a ganar. Y lo preferíamos, ayer. Machenaud anotó todos los puntos franceses, pero Farrell, sin el 100% londinense, mantuvo la distancia cuando hacía falta, para conjurar el peligro de Vatakawa y compañía, antes de 21 a 31 final. Que el primer ensayo inglés fuera obra de la viveza de Care me place, que ceda alguna vez la cuadrícula ante el genio y la improvisación. Los dos restantes vinieron del esfuerzo colectivo y la determinación. El de Cole, empuje cerca de la marca y el de Watson, en una de las raras arrancadas ayer de Billy, que Youngs aprovechó para dar una rasa a Watson, quien posó. Le costó a Inglaterra, que además afrontó el final sin su capitán por la colisión con la rodilla del masivo e inoperante Atonio,  pero prevaleció. Bien está, pero a partir de ahora, al Super Rugby, a pesar de los colorines, lo que  no deja de ser una declaración de intenciones cada vez más extendida, y que a los alickadoos del VI Naciones debería preocupar. Sin perjuicio, añado, del rugby de sangre, sudor y barro de las ligas nacionales y regionales. Diría que es el de la gente si el sustantivo no hubiera sido secuestrado.





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Eddie Butler, pupilo y dignísimo sucesor en la BBC del inigualable Bill McLaren, fue tercera línea de País de Gales entre 1980 y 1984, ese último año capitán, además. Fue jugador del mítico Pontypool de la última época de Ray Prosser y jugó en los blues de Cambridge (tres Varsities) durante sus estudios allí. Y además, lo que poca gente sabe, incluso entre los de azul y negro madrileños, es que vistió una temporada en Madrid, en 1975, los colores de Ingenieros Industriales. No sé si era entonces El Atómico el bar de referencia del club que hoy habita en Las Rozas, pero me lo imagino abducido por alguien que vio su complexión física paseando por Argüelles y al galés, que venía a aprender español y enseñar inglés, dejándose llevar. 

Butler ha escrito dos novelas. Yo he leído la primera, The head of Gonzo Davies. Tiene que ver con nuestro universo, pero no solamente. Está escrita correctamente, con pasión e ironía. En la historia de Gonzo Davies todo jugador de cierto recorrido puede ver retazos de sí mismo. Aunque sea porque integra una de las escasas ficciones que componen el subgénero rugbístico, merece la pena su lectura en tiempo vacacional. En Amazon la pueden encontrar.


Nigerianos

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No teman, no les voy a hablar de la secesión de Katanga ni de los enfrentamientos étnicos de yorubas e ibos o baribas. Ni siquiera de la producción de petróleo o la nefasta descolonización británica. No. Ahora que están Uds. fascinados, y no es para menos, como Maro Itoje, el delantero de Saracens, flanker o segunda línea, según se tercie, aprovecharé y les hablaré de la disposición nigeriana para servir al rugby inglés.

-¿Y que tiene que ver Itoje con eso? dirán.
-Todo, contestaré.

Maro Itoje frente a País de Gales, 2016

Nacido en el londinense Camden, es Itoje, sin embargo, hijo de nigerianos. Como son nigerianos Steve Ojomoh, Adedayo Adebayo, Victor Ubogu o el mismísimo Chris Oti, el responsable del Swing Lord inglés. ¡Pero si hay hasta un London Nigerians, como hay London Welsh o London Scottish!

Delanteros los primeros, tres cuartos los dos últimos. Un segunda con instinto de flanker cerrado la estrella en ciernes de Eddie Jones, que se lució frente a País de Gales este pasado VI Naciones y que acabará ocupando esa plaza que deja Haskell y no hará suya Clifford. Portentoso salto y anticipación en el lateral, ritmo frenético y clara inteligencia en la línea de ventaja, intuición posicional, placajes certeros y trabajo subterráneo en los agrupamientos. Desde los tiempos de Ben Clarke o Tim Rodber, años 90 y aún siendo tan distintos, no había una promesa para los cinco puestos de atrás como la Oghenemaro Miles Itoje, el futuro politólogo que busca su licenciatura en la School of Oriental and African Studies de la London University. Qué grato ver como el ethos extradeportivo del jugador de rugby prevalece.

Steve Ojomoh

Tercera línea fue también Steve Ojomoh, jugador del Moseley RFC, Bath, Gloucester y Parma y conocido de Albert Malo y compañía, pues con Inglaterra A se enfrentó a España en el Richmond Athletic Ground en 1993 (doloroso 66 a 5). Un flanker o tercera-centro de 191 cm y 108 kg que consiguió 18 caps en tres V Naciones (1994-1996) y jugó en la Copa del Mundo de Mandela. Un economista que olvidaba el rigor de los asientos contables, la terca rigidez del balance trimestral cuando, en un rugby aún pleno de espacios, arrancaba desde la base de la melé prefigurando las embestidas de un Billy Vunipola entonces en pañales. Lo dejó después de aquel cuarto puesto en la final de consolación de 1995 (19 a 9 para les Bleus) en que le acompañaban precisamente los citados Rodber y Clarke a ambos lados de la tercera línea, en apoyo de otros ilustres que hoy ocupan puestos técnicos (Mike Catt) o directivos (Rob Andrew, RFU Professional Rugby Director, que anotó, para variar de patada los 9 puntos ingleses o Jason Leonard, flamante presidente de la RFU).

Víctor Ubogu en partido ante Leicester (véase a Johnno, al fondo y a Cockerill, el actual entrenador, a la derecha)

Leonard, constructor, formaba en el lado izquierdo de la primera línea, apoyo esencial para las trapacerías del medio malayo leguleyo y extraordinario bocazas a la par que afamado comentarista y talonador  Brian Moore, quien a su vez asía a otro de nuestros nigerianos: el pilier derecho Victor Ubogu, 178 cm y 110 kg de académico oxoniense de brillante expediente, propietario de una notable colección de vehículos marca Lotus y de una próspera agencia de viajes, que en el Universo de Ellis demostrara ser un precursor, rápido, móvil y con habilidades con el balón en las manos, inesperadas para la era preprofesional. Ganó 24 caps entre 1992 y 1999 y jugó su rugby de club en Moseley RFC y Bath, y es uno de los pocos jugadores de su época (de todas en realidad) que se precia de haber formado en un equipo que ganó en 1993 a los All Blacks (15 a 9, partido que conservo en una vieja cinta de vídeo que algún día devolveré a su legítimo propietario Mr. Charlie Humphrey, I promise...) y a los Springboks en 1994 (32 a 15, en ese partido que el gran público conoce por la película Invictus en el que presuntamente M'diba se da cuenta de que necesita el apoyo de los ciudadanos negros y mestizos). Atesora, además el Grand Slam inglés de 1995 que no hizo de ese año su mejor recuerdo rugbístico porque en Sudáfrica Federico Méndez, Patricio Noriega y Matías Corral destrozaron a la primera inglesa, aunque los isleños ganaran su partido.

Adedayo Adebayo, en test-match frente a Australia, en 1997 (15 a 15)

¿Y los tres cuartos? Si no tan imponentes en su constitución, pues John Kirwan era una excepción y el recordado Jonah Lomu no había llegado, atléticos y explosivos como sus pares delanteros. Adedayo Adebayo fue un ala de Bath que consiguió 8 caps con la Rosa, pues con el despuntar de la modalidad sincopada del rugby fue destinado por la RFU a esos menesteres, y en tanto a tal, campeón del mundo de "7" en su primera edición, la de 1993. Hijo de un gobernador de provincia, uno más entre 15 hermanos y hoy pudiente empresario de las relaciones públicas, debutó en 1996 en Twickers cuando ya las Home Unions daban cancha a Italia preparando el futuro Torneo y dejó el equipo en partido con Francia en 1998, siempre a la sombra del superdotado que fue Rory Underwood.

Chris Oti, además de anotar aquellos tres ensayos a Irlanda en 1988 que fraguaron la reciente tradición coral de Twickenham (hazaña que no había logrado nadie desde 1924) vivió una carrera contra su destino, plagada por lesiones que le quitaron el fulgor que merecía. Jugó en Nottingham y Wasps y reunió con Inglaterra 13 caps, entre 1988 y 1991, además de (light) blue de Cambridge en el Varsity de 1987. Jugó su último partido en la Copa del Mundo de 1991, el inaugural ante los All Blacks y luego pasó al olvido, salvo por su hazaña y el espiritual que inopinadamente se entona el suroeste de Londres cuando juegan las huestes blancas.




Por cierto, todos ellos son de origen yoruba.

Historias de galeses y madrileños

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Ray Williams en el viejo Arms Park

Inopinadamente, o no, el viernes pasado hablábamos de rugby sentados en los duros bancos de una iglesia. La prédica fue buena, pero la tentación (privilegio de católicos el perdón venidero) mucha. Vamos teniendo una edad y algunos de los nuestros avanzan su posición en la melé de la vida y ocupan ya la primera. Así que allí nos concitamos los afines para acompañar a dos de los deudos, muy queridos,  a los que me unen treinta años de rugby, con los colores de uno de mis dos clubes de Madrid y siempre con los de nuestro equipo universitario, ya con estampado de veteranos y más sobre manteles que sobre césped.

Sottovoce digo, y durante unos minutos, salieron a colación Ray Williams y Eddie Butler, London Welsh, el tube londinense, los 70 y aquellos tiempos en que los aeropuertos británicos exhibían rótulos solamente bajo los epígrafes de la Commomwealth  para nativos y "resto" para los demás. Los del Continente y más allá.

Para los desavisados Williams puede que sea uno más de esos galeses que les suenan de la década gloriosa del siglo pasado. Pero se equivocan, porque el bueno de Ray nunca fue internacional y su juego eléctrico de apertura quedó para los exiliados galeses de Londres, los "santos" de Northampton y los  duros de Moseley de los 50. Tuvo la desdicha de compartir generación con Cliff Morgan (apertura también y luego narrador de la BBC, responsable del famoso "oh, brilliant...that's brilliant!") y nunca vistió el entorchado máximo de la selección del Dragón. Y sin embargo fue más que importante para ese equipo, su federación y allende sus fronteras. No en vano, licenciado en Educación Física de la primera hornada tras la 2ª Guerra Mundial, fue un adalid de la preparación y del entrenamiento. ¡Del entrenamiento! Eso que nos parece a la fecha consustancial a la práctica de cualquier deporte fue tenido por prescindible durante mucho tiempo entre los de nuestra secta. Tanto que Williams, WRU Centenary Officer (1980), Secretario de la WRU (1980-88), Miembro nato de la WRU (1993-97), vocal de la  IRB (1993-1997), Presidente del Comité de los British & Irish Lions (1997), Director del Comité Organizador de la Copa del Mundo de 1991 y titular de la Orden del Imperio Británico en 1995, tuvo que vérselas con tipos duros y bragados en mil batallas para convencerles de las bondades de la preparación, como primer Director Técnico de la WRU (y acaso su primer profesional): "mi primer trabajo será convencerles de que el entrenamiento es lo mejor para el juego (...) y sé que no todos están al ciento por ciento por la labor, pero tengo la ventaja saber que todos Uds. están al 100% por el rugby". Ganó la partida.

Willliams fue alguien de quien en España sabían bien prohombres de nuestro rugby como Lino Plaza y la gente de Arquitectura, pues en los años 70 fue buen amigo del rugby español y muy concretamente de la Escuela, a la que conoció en 1974 cuando el arrojado Lino se llevó a los del Compás y la Rosa a jugar a Londres. A Williams le debió gustar lo que vio en el campo del London Welsh, club al que impartía sus sesiones, pues no declinó la oferta de Lino para venir a España, a su Baztán natal, donde en 1975 se reunieron los rugbistas de blanco con el galés y su familia. Habían de volver los españoles a la Pérfida otros años y cosechar victorias hoy impensables sobre clubes señeros como London Scottish y London Welsh, de las que una porción de mérito nadie negará a WilliamsComo del éxito que acompañó a la Escuela durante las décadas de los 70 y 80. 

Quien brilla en lo suyo, porque acomete su tarea con dedicación y entrega, irradia, además, hacia todas partes. Fue el caso, pues entre los congregados en la fúnebre ocasión que decía, nos encontrábamos algunos a los que ese brillo tocó Chema d'Errico mediante, diminuto talonador pero de portentoso corazón, jugador de la generación de Lino Plaza que sucedió en su día al difunto Paco Usero en la batuta de Ingenieros Industriales y forjó un grupo, ya veterano, que aún da que hablar por el Rectángulo de Ellis. El entrañable Chema fue quien me contaba estás y otras anécdotas mientras la cadenciosa voz del oficiante llegaba como un murmullo al final de la atestada nave central de la madrileña iglesia. A mis buenos amigos los deudos no les importará la digresión, porque dos de ellos son de la secta y los demás tolerantes, y al cabo, presentados los respetos de rigor, continuamos con la cantinela oval y así supimos por qué Butler, el tres veces light Blue de Cambridge, capitán de País de Gales en los 80 y reputado sucesor del llorado McLaren en la BBC acabó en Ingenieros Industriales y no en la Escuela. Eddie, que venía al Madrid inquieto de 1975 a mejorar su español antes de acomodarse en Cambrigde, llevaba recomendación de Ray Williams para unirse a la Escuela, pero el sediento tercera entró en un conocido bar de Argüelles donde se mostraban fotos en azul y negro de otro club que no desaprovechó la coyuntura. 

La Copa

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Que el mandamás de eso que ahora se llama World Rugby destaque la ocasión, bien merece servir de introducción a lo que vimos el domingo 17 de abril en Valladolid. Y añado que cualquier consideración estrictamente deportiva queda en segundo plano frente a la representativa e institucional. No ya por el espaldarazo de la Casa Real (y esto lo dice un austracista confeso que reconoce que la presencia de Felipe VI atrajo un buen tanto por ciento de bienvenida atención), sino por la imagen que del rugby español transmitió Valladolid al universo oval.

Alguien decía, con el uso deliberado de la hipérbole que sigue a la sorpresa, que el ambiente le recordaba a Edimburgo en día de partido, a salvo el camino jalonado de pintas hasta las cancelas. Ese alguien, que ha visto Arms Park, Lansdowne Road, Twickers, Murrayfield y el Olímpico, sabe de qué habla desde su posición de afición colateral que en España ha presenciado todo lo más alguna jornada de casi lleno en el Central. Por eso la sorpresa y la admiración.

Ya desde la zona adyacente al estadio José Zorrilla, con sus carpas, tiendas, y entramado para hacer pasar una jornada rugbística a los adeptos, con el flujo continuado y ordenado de aficionados locales ataviados de blanco y negro o azul y cruz de San Andrés con falso y simpático tartán de colegio femenino; los foráneos expectantes; los policías acostumbrados a las concentraciones del código esférico y sus protocolos que desde bien temprano se sabían convidados de piedra; medios de prensa (los más, confiésenlo, primerizos en esta lid oval, atraídos por la presencia del monarca) y televisiones (el mayor mérito, claro, para Emisiones Deportivas, por la imagen, pero no menor el de los esforzados del micrófono y las emisoras de radio), todo conspiraba para una jornada perfecta.

Recién llegado a la zona de aficionados me decían @TetoTorres68 (gracias mil de nuevo) y @amoncope, dos horas y media antes del kick-off, que o salía todo a pedir de boca o el batacazo podía ser monumental, aunque se apuntaba ya a éxito rotundo, como paulatinamente se hizo manifiesto conforme se iban llenado las gradas. El espectáculo ya había merecido la pena. Será esa pulsión tribal que nos posee entre las multitudes porque creo que los 26.000 concurrentes (jugadores, veteranos, familias enteras) se sintieron igual de orgullosos de que el momento fuera similar a los partidos de empaque que retenemos en la memoria: gradas llenas, césped refulgente, autoridades en el palco, prensa y televisiones -incluso telediarios- y equipos entregados.  

Dos horas de espera en las empinadas gradas de Zorrilla dan para mil conjeturas, aunque la del número de asistentes se despejara pronto, así que las de los aficionados se repartían entre la suficiencia de la colación preparada para el medio tiempo (sin fermentados, que las normas del reglamento association prevalecieron) y sobre la disposición y probabilidades de cada contendiente. Para lo primero había, en general, intendencia adecuada: véase.



Para lo segundo, criterios dispares, conforme a la adhesión de cada uno. Yo, rodeado de chamizos, coincidía con su pronóstico. Visceral el suyo, claro, más sosegado el mío, que ya había dicho que alejar el balón del pack quesero les podía dar el triunfo. Pero les costó a los de El Salvador encontrar el camino, más cuando descargaron fuertes chaparrones que  hubieran negado, de haber seguido, el balón a los tres cuartos. Pero finalmente brilló el sol y con el astro rey el juego del segundo tiempo.


Ganaron los blanquinegros, es sabido, pero hoy me parece eso adjetivo. Incluso el partido. Lo sustantivo, lo que debe quedar es todo lo que sucedió alrededor del césped. La afluencia de público, que hubiera llenado un estadio más grande (que tome nota quien deba); la impecable organización; el empeño de los responsables que se movilizaron para tal objetivo; el comportamiento ejemplar de ambas aficiones (el domingo ni Landsdowne Road hubiera alcanzado la nota del Zorrilla); el esfuerzo de los rivales y la camaradería final de los contendientes y de todos en el concurrido y prolongado tercer tiempo, del que sólo tengo referencia  indirecta porque obligaciones ineludibles me impidieron disfrutarlo. Pero me doy por muy satisfecho con lo narrado. Todos recordaremos el día en que un partido en Valladolid nos reunió como en Toulouse, Richmond, Gala, Limmerick o Newport. Acaso los comparecientes de presunto mayor rango en la tribuna tomen nota y aprendan del esfuerzo conjunto y la sana satisfacción por un trabajo bien hecho. La gente de rugby que allí había (no solamente el presidente de la FER Feijóo y su vicepresidente García aka Peloco, top brass del madrileño Ingenieros Industriales, sino los representantes de los clubes en liza y demás conmilitones) les habrá ilustrado, aunque uno sospecha que los Sánchez y las Sáenz acudieron por el relumbrón. 

Y después ¿qué? ¿Será la del domingo una excepción, solamente posible en Valladolid por sus connotaciones tan favorables? ¿Será Valladolid una isla en el panorama del rugby español, tal que se discutía días antes en la red del pájaro azulón? Es posible, pero hay consecuencias que extraer. Hay público para llenar estadios de más categoría que el entrañable Central. Hay mimbres para un salto de calidad, porque hay voluntad y gente capaz que pone su talento y medios para ello. En la melé se sufre, pero la satisfacción de ganarla va pareja al cántico que se entona ("¡a la melé!") en algunas gradas. La receta es conocida y el plato salió en su punto. Que las cocinas funcionen (el blazer vale para el palco nada más, @ferugby) para que Valladolid no sea anécdota. Visto que se puede, ¡...a la melé!  





Pausa

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Verán. No vivo de esta hojilla virtual. Es una afición, derivada de la principal: el rugby. Alguna responsabilidad profesional, acaso más absorbente de lo habitual, que ya lo era en demasía, me hará espaciar mis entradas. Tampoco Daffyd comparecerá mucho. Sigue perdido por la montaña, entre las lindes palentina y cántabra. Sólo quería advertírselo a los habituales. Procuraré regresar con las giras veraniegas. Pero no lo prometo. Tómenlo como la pausa de medio tiempo. Sin salir del campo, como las de antes.


Larga agonía: el rey sin espada, el rugby sin melé

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El suelo del viejo hotel crujía bajo el peso de los congregados. Viejos listones de madera de roble, mil veces rayados y otras tantas pulidos y encerados contemplaban una curiosa reunión que, inusitadamente, les enviaba el claro sonido de copas chocando y algarabía de ecos polífónicos de acentos de un mundo que practicaba un deporte extraño bajo las cruces de la Union Jack. Había, sí, algunos invitados de otras lenguas: afrikaners que aturdían a los argentinos de habla española con sus restallantes jotas; dicen que incluso rumanos de sinuosas vocales que usaban sólo para confundir a los anfitriones gálicos, cuyo idioma dominaban aún tres décadas después de ser declarado non grato y burgués por los secuaces del Conducator. Y claro, los pupilos del gran padrino Ferrasse, el todopoderoso factótum de los franceses. 

La variopinta partida formaba bajo las siglas de la International Rugby Football Board y se reunía en el París de 1985 a instancias de díscolos coloniales de los antiguos Dominios. Entre ellos, desde luego, eran los descendientes de los proscritos penados por la justicia de Su Graciosa los más alborotadores. Como que un par de años antes ya amenazaban con una secesión que nadie quería. La primera, algo más de cien años atrás, había parido un nuevo código, para tipos tan duros como los puros, pero con menos medios y escrúpulos de clase. La fe cismática se extendió por el norte de Inglaterra y algunas comarcas de Occitania, casi como anécdota de esas que hacía a los Bertie Woosters de un tiempo posvictoriano levantar displicentemente una ceja. Prendió con más fuerza en la gran colonia penitenciaria y allí enardeció, junto con la disciplina local de brincos estrambóticos y camisas sin mangas, a los colonos joviales y ávidos de novedad. Y podía ahora llegar la segunda.

Formaron frente común los venidos de El Cabo, Auckland y Sydney, con apoyo francés; se mantuvieron entre dos aguas ingleses y galeses y mostraron su horror escoceses, irlandeses y, últimos guardianes del Código, argentinos. Fueron los heterodoxos inflexibles y exhibieron datos que precipitaban la escisión: contratos, firmas de renombrados jugadores y calendarios de partidos para una liga profesional cuyos derechos televisivos ya negociaban afamados millonarios dueños de televisiones y periódicos de formato inversamente proporcional al rigor de sus contenidos. El Eje austral jugó fuerte sus cartas y Jorge y Dewi flaquearon, acaso intimidados por las artes del pantagruelesco anfitrión Albert. A escotos, hibernios y rioplatenses solamente les quedaba el lamento de Casandra y la frase de Lacoonte: timeo danaos et dona ferentes.

Primero todo fueron parabienes. Por fin una competición global. Ni siquiera la ausencia de los Springboks empañó la primera edición, aunque los del blazer verde ribeteado de amarillo no quieran darle valor a la de 1987, ni a la segunda, en 1991, alegando su obligada incomparecencia. Pero ya volaban los intermediarios, más que alas y centros, de despacho en despacho, blandiendo derechos, contratos y conexiones intercontinentales. En 1995 llegó el paroxismo: los gigantes Lomu y Mandela y la epopeya de diseño para el país del Arco Iris y aquella final que hubiera sido homérica sin intereses mayores ni  trapacerías de los fontaneros del ministro Mbeki. Y la apoteosis de la organización ya solamente International Rugby Board, que inmediatamente después abrogó la norma extradeportiva esencial, sólo por escoceses, irlandeses, ingleses y argentinos respetada. Como decía, con cierta razón, el empecinado Brian Moore, mirando a las gradas repletas del Loftus Versfeld o del Eden Park, qué más da, "que llegue algo a los jugadores".

Así, para atender la demanda de espectáculo se legalizaron el boot money galés, el servicio municipal francés y los contratos vergonzantes italianos, todo bajo el respetable apelativo de remumeraciones. Y la espiral no dejó de crecer. No solamente cambiaron los calendarios de las competiciones. Se inventaron otras nuevas, para que las curvas de oferta y demanda se encontraran en el punto más adecuado; se modificaron  reglas y evolucionaron los jugadores: tanto su fisionomía, ya uniforme, pues dejaron de ganarse el sustento en la vida civil cuando ahora las horas de esfuerzo y química les gratificaron con portentosos músculos y buenos depósitos bancarios, como su razón, aunque la brillante intuición de quien insistió en añadir horas docentes a las de copioso sudor en las Academias de Rugby nos han evitado el penoso espectáculo de la dicción atropellada y tartamuda de los que llaman "míster" a sus entrenadores.

Sin embargo todo relucía en la superficie, aunque algunos advertían de un virus que si mutaba indebidamente podía acabar con el poso acabado que daba consistencia a un juego centenario. Los jugadores habían perdido los derechos de propiedad sobre su afición. Se los habían entregado a unos capitostes que sólo veían un producto que vender, tipos sibilinos que con halagos, prebendas y alharacas hicieron creer a los inadvertidos guardianes del Grial que las cosas cambiaban, pero no tanto. Pero no era así. El ADN del juego de Ellis sufrió en el laboratorio de la codicia injertos de circo y vanidad que lo desvirtuaron, primero calladamente, luego sin ambages. Los creativos de agencia de mercadotécnia decidieron que el producto no era atractivo y que con adobo de luces, fuegos, humo y solistas, los cambios esenciales serían digeridos por los millares de aficionados que indefectiblemente llenaban estadios que perdían añejos nombres por un puñado de libras. Así, al dictado de la cuenta de resultados, se han consumado ataques contra el alma del juego, contra el icono que ha permitido durante generaciones identificarlo como lo que era. La melé, el scrum no tiene cabida entre los avaros de audiencias y publicidad. La desaparición de la melé disputada comenzó cuando se consintió a un referee que no castigara debidamente la introducción como requiere la regla 20.6 d) privando a ambos talonadores de su arte; cuando la diarrea legislativa de los temerosos llevó a la mayor confusión al incierto arbitraje del lance, trocando seguridad por cicatería y al fin, cuando la mímesis con el código de aquella primera secesión puede acabar en la melancolía del recuerdo de algo que ya no es.

Habrá otros cambios, por enésima vez, la puntuación del ensayo y los golpes y drops, en más y en menos y otros menores. Sin melé, dan igual.

¡Al monte, al monte!

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De unos días a esta parte, y como en casi todo, veo que los proclives al acomodo, a las medias tintas y a la componenda permanecen indiferentes a la eventual reforma de la regla 20.6 d). Admiten, incluso, que la melé murió, o que es, acaso, un quelonio prehistórico que milagrosamente ha llegado, como los de las Islas Galápagos, hasta nuestros días. Que los derroteros de eso que inventó el díscolo Ellis ya discurren por otras vías y que no pasa nada. Tengo para mí que hablo entonces con gentes de la secta de los tibios: los que mostraban impoluto el pantalón al final de un partido otoñal sobre cancha con más parecido a una ciénaga de Jutlandia que al alfombrado pasto de Twickers; los que empleaban hora y media en consumir su primera pinta durante el tercer tiempo; los que se excusaban con exámenes en aquel partido frente a la cavernaria delantera del primer clasificado; los que miraban a la grada en busca de aprobación de novia desinformada en lugar de meter el hombro en el placaje; los aficionados a la banderilla defensiva. Y así no hay manera. La secesión está condenada al fracaso. Lucha perdida, pero bandera a la que habrá que buscar un mástil por si es menester enarbolar.

Si tras la Gran Reforma del 95 ya fue triste la pérdida de especies autóctonas en el nicho ecológico de la delantera, esos especímenes orondos de proporciones un tanto alejadas de las tesis de Polícleto (Mako Vunipola como último mohicano), desterrados de su habitat natural por los amigos de la pesa y la proteína encapsulada, la transformación definitiva del medio en que se movían no es más que el paso final hacía la uniformización y el más descarnado desprecio por la diversidad. Igualitarismo romo y pensamiento único. Vade retro.

Acabarán, los que tengan articulaciones funcionales y cervicales insensibles, en torneos como el de Monzón, reservado a gentes de razonamiento claro y jovial vivir, de fisionomía contundente y tranquila, espíritu sereno y generosas arrobas, pero desterrados a los aledaños de un mundo que en otro tiempo dominaron, exiliados como el Cid con su mesnada a la tierra de nadie donde rememorar sus glorias y lamentar el vértigo rutilante del circo profesional. Algunos recordaremos al marrullero y alegre Chilcott y al letal Loe; al esforzado Garforth y al resistente Garuet; a los tres de Pontypool y al demoledor Cholley, a los hermanos Milne y al compacto Cash; al emprendedor Cotton, al temerario Smart, al sofronizado Seigne; al tenaz Papademborde y a los apandadores de Bègles; al arrojado Dintrans y al avieso Rowntree; al gigante Van der Merwe y a los sagazes Leonard y Sole; al delirante y lenguaraz Moore, al acelerado Jenkins; al precursor Pardo o al enigmático White. Entre muchos. ¿Qué hubiera sido del rugby sin todos ellos? Esos que daban esperanza a los desechos de tienta de cualquier patio de colegio, abrumados por los precoces practicantes del rito association versión multitudinaria, relegados en la elección de jugadores al último y vergonzante lugar. Esos que nos hacían creer en el desmentido axioma de que aquí cabían todos, derrotados por la codicia de la publicidad y la dictadura de las audiencias. Ingratos los capitostes de World Rugby, ataviados con mandilones y provistos de compases que se saludan con gestos rituales mientras conspiran contra ambos códigos: matan al propio y usurpan el del viejo y entrañable rival norteño de trece jugadores. Vade retro.

Estamos en manos de los referees. Nos queda Owens, olvidado ya Rolland. Pero es poca la esperanza, que los del Sur prevalecerán. ¡A las montañas!

Fortress Ireland

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La subversión del orden establecido produce una indudable satisfacción cuando no hay preligro para vidas y propiedades, va de suyo. Aunque no sé si lo habrá para propiedades, materiales o intelectuales, para los técnicos sudafricanos y australianos. No creo, al menos hasta que terminen ambas series. De ingleses y australianos poco diré: tengo guardado el partido, pero sólo he visto un breve resumen, pues no pude resistirme a buscar un resultado (39 a 28) que nos habla de ocasión notable y de un Haskell redivivo.

Desayunarse, tarde, con la inédita victoria (20 a 26 en Ciudad del Cabo) de Rory Best sobre Adriaan Strauss permite afrontar la jornada de asueto con paz de espíritu y plácida alegría. ¡Cuidado! los Springboks tiene mis simpatías pero que el feudo de los trekkers haya sufrido asalto y conquista es suceso notable, y al fin, los celtas las tienen en mayor medida. ¡Y qué asalto! Rápidos zarpazos y luego formación en cuadro para la defensa más fiera que hayamos visto en años, el guión del partido hecho añicos por la expulsión del generalmente sagaz Stander, definitiva (más aspaviento que intención), y la temporal de Henshaw. Ha sido el día de Irlanda, sin embargo, porque el inopinado apertura de respuesto (Sexton no viajó por lesión) Paddy (¡claro!) Jackson ha anotado 16 puntos, dirigido con precisión el juego de los verdes y ha leido el de los Bokke con inteligencia y claridad, salvo el que pudo ser fatal error que dio lugar a la intercepción y posterior ensayo del suplente Du Toit. En otros tiempo tal contratiempo hubiera dado lugar a la reacción africana y a la derrota irlandesa. Ya no. La solidez de Irlanda, más allá de los resultados, es un hecho desde que el sistema de competición provincial y contratos por su federación se consolidó. Con la ayuda, hoy, de la indisciplina del pack local, los errores en la toma de decisión de sus medios y alguna pérdida de balón inusual, incluso en fases estáticas (Matfield, Wiese, Moolman, Bekker y una pléyade de veteranos ilustres de las calderas de la melé Springbok deben de estar rezongando aún por el desempeño del gigantón Toner). Sea en buena hora y velas a San Paddy de agradecimiento y súplica de tutela, que el sábado próximo auguro reacción endemoniada de la tropa de Strauss. También digo que veo más redaños que neuronas. Veremos.

Irlanda había competido hasta la fecha en siete ocasiones en Sudáfrica: en Ciudad del Cabo en 1961 (24 a 8), 1981 (23 a 15), y 2004 (26 a 17); en Durban en 1981 (12 a 10); en Bloemfontein en 1998 (37 a 13) y en 2004 (31 a 17) y en Pretoria en 1998, en su peor partido en África (33 a 0). En su isla habían derrotado a los sudafricanos ya otras seis veces (la primera en 1965, Lansdowne Road, por 9 a 3 y la última en el mismo lugar bajo su impostura comercial en 2014 por 29 a 15), para un total 23 partidos entre ambos países. Así que con la de hoy aproximan su hoja de servicios a la que tiene frente a Australia (10 victorias en 32 partidos). Les queda inaugurar el casillero que identifica las victorias ante -cómo no- los colosales All Blacks. En 28 partidos solamente han consegido rozar el triunfo en 1965 (5 a 6) en Lansdowne Road, allí mismo en 1973 (10 a 10),  en la Casa del Dolor de Dunedin en 1992 (21 a 24) y en Dublín de nuevo en 2013 (por 22 a 24), en aquel memorable partido que hubiera sufrido en directo de haber habido vuelos directos Dublín-Algeciras. 

Se presentan apasionantes los dos test-matches que quedan en Ellis Park y en el Nelson Mandela Bay, pero déjenme confasar que estoy pensando con delectación en el partido del 19 de noviembre frente a la Marea Negra. Salvo que el cielo caiga sobre nuestras cabezas, allí estaré.

El otro rugby

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 España v Samoa 2016

Hay que tomar distancia. Esperar. Ver las cosas con perspectiva. Evitar que la emoción empañe el juicio. Así que, acaso el último, hoy felicito al equipo español de rugby a 7. Las lágrimas del capitán español  (qué regalo para los medios) son fiel reflejo de una trayectoria casi truncada, que comenzó ya hace mucho con grandes esperanzas que se fueron acrecentando y que venían corriendo peligro hasta el inopinado triunfo en Mónaco el pasado fin de semana. Ni eran favoritos ni, a decir verdad, nadie esperaba que, Canadá, Rusia, Irlanda y Samoa mediante, cupiera obtener plaza para los Juegos Olímpicos. Bravo por el grupo de Inchausti. Por muchas razones. Por ellos, que ven recompensado su esfuerzo y han ganado el privilegio de representar al rugby español en la gran ocasión; por ellos de nuevo, que verán prolongarse sus dotaciones económicas; por el rugby español, necesitado siempre de triunfos que tan caros nos resultan en la modalidad grande; por todos, que tendremos una excusa para acercarnos -figuradamente- a Río y contemplar una disciplina que es la nuestra y a la fecha inmaculada. 

Los integrantes de nuestro equipo son exponente depurado de la primera hornada profesional del rugby español. Anecdótica por su número (claro que la cosa no da para más) pero ilustrativa. En un entorno de competencia continuada y feroz (a los habituales del circuito a XV se unen como rivales enormes Portugal o Kenya, por citar solamente a dos de ellos) han llegado a la meta y conseguirán una exposición mediática que hará al aficionado tener presente a nuestro rugby durante una época del año y en un lugar en el que nadie esperaba encontrar al equipo masculino. Lluvia fina que va calando, porque no se trata ya de sucesos curiosos, como la victoria ante Inglaterra en Sydney, en el verano austral de 1986 por 24 a 6, en un desaparecido torneo que organizaba la New South Wales Rugby Union y que algunos contemplábamos en diferido en el añorado Triple Crown de la calle Galileo de Madrid. Lo cierto es que en esas fechas la modalidad, desconocida para el gran público, aún estaba impregnada de ese toque lúdico y veraniego que hacía de ella anécdota festiva, adjetiva, sin especialistas, que reunía a tres cuartos y terceras que se animaran al evento, casi con el ánimo con que el escocés Ned Haig inventó la cosa para recaudar dineros para su club, elMelrose, un 28 de abril de 1883. Así el más famoso torneo de la modalidad en el universo mundo, el de Hong Kong, donde los nuestros han dado muestras de talento y buen humor.

Todo eso, claro, ya no es así. La modalidad a siete, cada vez más lejana de la original, ha adquirido consistencia propia y entidad suficiente. El espaldarazo de los Juegos Olímpicos, por ser su formato muy adecuado para una competición como esa, hará que, consolidada en ese ámbito, y sin desmercer del tronco común, se convierta entre los dedicados solamente a ella, en deporte diferenciado. Y no hay que escandalizarse. La tozuda realidad hace que las exigencias de uno y otro juego impidan a los profesionales de cada uno dedicarse al otro. Sin perjuicio, naturalmente, de que los demás, los que seguimos en el idealizado mundo amateur, hagamos como si nada hubiera pasado y nos dediquemos a lo de siempre, eso que seguirá permitiendo aparatosas apariciones de pilieres exaltados en alineaciones veraniegas de torneos especialmente festivaleros. Algo que es parte de la intrahistoria del rugby, que protagonizamos la mayoría de aficionados, los que sostenemos con nuestra atención a esa depurada élite que ya en VII, ya en XV nos entretiene y apasiona. Y que, además, nos permite a los gruñones farfullar sobre los buenos viejos tiempos entre sorbo y sorbo, cuando advertimos alguna conducta de dudosa armonia con el elevado nivel ético que nos hemos atribuido y el mito nos reclama. 

Que sea en buena hora, y de nuevo, felicidades a los protagonistas y a todos los que nos sentimos concernidos por el rugby español.

Ida y vuelta. (Y cierre veraniego.)

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 León, junio de 2016
Finiquitado el mes de junio debería comentar las peripecias de País de Gales en Dunedin (¡qué maestría la de los All Blacks!), o la serie que el australiano Jones se llevó para la metrópoli en su isla natal (O Fortuna, velut luna, statu variabilis, semper crescis aut decrescis, habría que decir con el goliardo), quizás el desempeño argentino frente a la inicialmente dubitativa Francia de Novès, o acaso seguir eufórico (que sí) con lo de nuestros equipos de la modalidad reducida por excelencia. Pero como de los héroes del VII ya hablé y lo demás habrá sido analizado del derecho y del revés, me abstendré. Sin que sirva de precedente. Además, hay razones: el cansancio, primero. El amateur de la gacetilla virtual escribe mucho, y no mal, para presentar sus casos ante titulares de campanilla, toga y puñetas, y a estas alturas de ejercicio precisa reposo. La exaltación del espíritu, después. Porque en junio de 2016 se calzó las botas de nuevo. Contra todo pronóstico y por cierto contra la prudencia. Tras cinco años de endurecerse en la vieja bolsa que le acompañaba aún, como siempre, en el maletero del coche, las añejas Adidas Flanker, edición del 2000, barro aún de Alcobendas -Old Lizards de San Isidro v Veteranos de Derecho, marzo de 2011- pisaron de nuevo pasto verde y recién cortado. No es lo mismo que lo del Coronel Kilgore y el napalm, pero ¡qué bien huele el césped recién cortado antes del saque de centro! Es, seguramente, un acondicionamiento pauloviano: linimentos, tacos chocando contra el suelo, el verdor refulgente y la adrenalina que se dispara con el ascenso del balón al cielo. Que los engranajes chirríen y estén oxidados (también los adminículos acoplados a tres de las cuatro articulaciones principales para este juego) no importa. Contaba con ello. El caso es que antiguos camaradas del entrañable León Rugby Club me localizaron tiempo ha, precisamente por esta afición de plumilla que fatiga al lector ya va para diez años. Y me convocaron para un evento de fin de temporada: homenaje a Joaquín Pellitero, prohombre del rugby leonés (qué historia la de este rugby, desconocida fuera del Viejo Reino, y que habrá que contar), partido de veteranos y tercer tiempo. Y yo, condenado a extrañamiento perpetuo del campo del Honor, que de ahí la forma de los palos, por prescripción facultativa y conyugal, rumiaba mi frustración en silencio. ¡Cinco años ya! Yo, el que predica que nunca dejamos de ser jugadores, apartado para siempre. Retirado por voluntad del mismo azar que me privó de mis asientos en la final de la Copa del Mundo de 2011. No. Basta. 

-¡Te desafío, oh caprichosa Fortuna! Es, pues, el momento.

Exclamación ante la pantalla del móvil, revisando el correo con los detalles del partido y mirada de reojo a quien a regañadientes consintió el viaje, recelosa de ese amor previo que volvía a dejar de ser platónico. Así que apenas trescientos kilómetros y treinta y un años después me ví embutido (sí, un kilo más por año)  en la impecable zamarra fucsia. Y rodeado por viejos amigos (Cristóbal, Paco, Tranche, Ricardo, Dandy, Turbo, Gabi, Carlos, Alberto, Cheva, Larrán y demás) que me conocieron por hacer y me reciben como si el último partido en el Hispánico, o visitando al que fuera Diego Porcelos en Burgos, o allende Pajares, en la Universidad Laboral frente al Sporting, hubiera sido solamente la semana previa. Ellos, y aquellos más veteranos a quienes no conocía, entre los que me encuentro, inopinadamente, con un hermano de Peloco, esforzado Vicepresidente de la FER y top brass de otro de mis clubes. No hay duda de que en esta región del planeta Ellis todos estamos cerca.

Así que cierro temporada satisfecho (hasta septiembre, tuits sobre Juegos Olímpicos y lo nuestro mediante). La Veleidosa que me llevó contra la marca, a los cinco metros, perdió el envite y vuelvo a disputar el oval. Sigo entre palos y palos, con Ellis y toda la secta, y de nuevo a disposición, cuando se tercie, de cuanto veterano me requiera, ya del suborden lacertilia, ya del orden anseriforme.

Feliz luto (de regreso)

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Acaso Uds. crean que nuestra presencia en los JJ.OO sea lo más destacado en punto a la cosa oval de este verano. Yo digo que no. Aquello tuvo su mérito y el premio de la participación de nuestros equipos y la presencia mediática de nuestro rugby. Claro que mantengo que ha sido más importante extramuros que para nosotros. Naturalmente. Creer otra cosa llama a engaño. Había que estar para que las potencias reconocidas sepan de nosotros, del esfuerzo ímprobo del rugby español por ser. ¡Por ser! Nada menos. Y, repito, el mérito de los implicados, sin paragón. De puertas adentro, sin embargo, los que lo disfrutamos fuimos los de siempre (anécdota para el común), con mayor o menor entusiasmo conforme a la afición por la variedad reducida que participó en los Juegos.


Decía que, de retirada ya la estación, lo más destacado aconteció merced a los All Blacks, en Australia. Probablemente vengan días aún más felices en el torneo austral en curso (que por mor de la mundialización y la cuenta de resultados verá uno de sus partidos en Twickenham), pero el desempeño de la Marea Negra (tsunami para los Wallabies) hace dos semanas en la primera manga de la Bledisloe Cup en Sydney fue simplemente apabullante. He querido encontrar, desde entonces, un rugby más sencillo y mejor ejecutado, en test-match entre equipos de parejo nivel (algo que puede dejar de predicarse de los aludidos si este conjunto de transición llega pronto a mejor rendimiento). No lo he encontrado. Busqué en mis no mal surtidos archivos y no lo hallé. Me decidí por una búsqueda cronológica y descarte la merecida pero agónica victoria de Francia ante los Springboks en la gira de 1958 (el segundo test que llevó a la inmortalidad a Mias, Moncla o Roques); el País de Gales de Bennett y Edwards de la Década Dorada, más exuberante y creativo, sí, pero menos quirúrgico y dominante; la Australia de Ella, Farr-Jones, Linagh y Campesse del Grand Slam de 1984 que maravilló a las Home Unions durante aquel otoño con las novedades tácticas del polífacético Alan Jones, urdidas, sin embargo, desde la inferioridad de la que partían los Wallabies y lejanas a la ortodoxia que proclaman hoy los de luto; la misma Nueva Zelanda de Wayne Shelford (1987) o su heredera directa, la de Zinzan Brooke de 1995, atisbo de la presente generación, pero malograda en aquella final en la que los Bokke alinearon a Mandela, a la ejecutiva del African National Congress y a la corte de Magosuthu Buthelezi, el rey zulú.

Si los All Blacks sólo son comparables a sí mismos, estos de hoy en mayor medida. El XV de Reid sólo tiene como referencia el de Carter y McCaw y la ejecución de los fundamentos del rugby, de su ineluctable lógica, solamente adquiere sentido si entendemos que, asimiladas las esencias, son capaces de ejecutarlas a velocidad y ritmo inalcanzables para el rival. Dominio abrumador en las fases de conquista, sobremanera en el lateral; técnica de pase depuradísima (parece de perogrullo y no lo es: tómense la molestia y vean que dislates se cometen en la habilidad fundamental en muchos partidos de selecciones): rápido y delante de las manos del receptor; ángulos de carrera adecuados que limitan ya definitivamente el esfuerzo defensivo del oponente; adhesión inquebrantable al cuidado de la posesión; lógica combinación de ordenadas y abscisas en el ataque y una inteligencia ya colectiva que permite a Dagg o Savea (J) intuir las diez o doce posibles combinaciones que pueden surgir de cada balón que toca Barrett, o a los colosales Retallick y Whitelock ubicarse sin esfuerzo allí donde son necesarios, hacen de nuestros antípodas lo que son: el destilado más depurado de lo que el clérigo inglés sembrara en Warwickshire en 1823.

Para muestra el resumen de ese partido. Sin que sea óbice el debate sobre la calidad de Australia ese día, bien traída al caso, pero sujeta a los cientos de matices que la excelencia negra pueda tolerar. Como pioneros marcan los All Blacks un camino, a la fecha el de los puros que regresan a los fundamentos, lujo que se dan, repito, porque ejecutan tal arte a velocidad de vértigo y por tanto virtud que les permite prescindir de adornos molestos que al fin no son más que vericutos para llegar a una meta que a ellos se les antoja más sencilla: la zona de marca contraria. Alguien hallará contramedidas. Queda por ver cúando, mientras Barrett, o Dagg no son más que precititado de inextricables cristalizaciones de arcana alquimia que antes nos dio a Fox, Kirwan, Mehrtens o Spencer.




Mitos, árbitros y costumbres

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Se suscitaba ayer breve debate sobre ancestral constumbre, quizás mito, de nuestro deporte: el respeto al árbitro. Planteaba la duda reconocido y prestigioso periodista que en su día comentara para Estadio 2 algunos partidos de V Naciones, Martí Perarnau, de forma colateral a una tertulia virtual que se inició hablando de Ross Moriarty, el tercera galés y de Gloucester, vástago de Paul y sobrino de Richard, también internacionales en la década de los 80. Esa conversación nos llevó a cierto famoso intercambio de pareceres en la semifinal de la I Copa del Mundo (1987) que se finiquitó con un uppercut del capitán All Black Wayne Shelford sobre Huw Richards (segunda línea galés), y con la expulsión de éste. El debate era más bien jovial, pues no en vano lo manteníamos una primera línea al completo, Zaragoza-Sevilla-Madrid, por origen, que no paradero. Y aunque acabamos haciendo el merecido elogio de los viejos hábitos (balones de cuero, botas negras, camisetas de algodón y manga larga y arcanos al uso) es verdad que la presunta justicia colectiva que se seguía a una acción dudosa como la de Huw Richards suscitó la seria pregunta sobre el respeto, a la fecha, a los referees. Para el profano resultará acaso sorprendente que el noqueado fuera expulsado y el justiciero permeneciera sobre el terreno. Y se hablaba de la responsabildiad individual y colectiva y de la aplicación comunal de una justicia que todos entendíamos comprendida entre las reglas no escritas de nuestro juego. Árbitros incluidos.

Lo cierto es que el rugby de 1987 era otro, por más que franceses, galeses y australianos llevaran años de práctica de depuradas añagazas para sortear ese otro mito del que tanto nos preciamos: la pureza del amateurismo. Y era otro por muy variadas razones: la dedicación, sobre todo, que impedia que el físico de los jugadores se diferenciara -cejas rotas y orejas reventadas exceptuadas- del de la mayoría de los mortales; las reglas, menos destinadas al público (que además solía venir de la práctica del rugby); la exposición mediática, infinitamente menor; los intereses comerciales, sobre todo. Amalgama que, pasado el rubicón de 1995, fue decantando un  rugby que ha evolucionado como los rezongantes directivos escoceses que en 1985 votaban una y otra vez que no a la Copa del Mundo previeron con lógica aplastante. Un rugby para el público que se ha sustraído a los jugadores para entregarlo a promotores, publicitarios y consumidores. Aceptado además con alborozo. Por los primeros por hacer del rugby su medio de vida y (quizás) bienestar. Por los segundos para cuadrar balances y cuentas de resultados desahogadas. Por el público, que disfruta de rugby en abundancia.

Precisamente la deriva profesional (¡cuidado! no tanto los salarios de los jugadores como el rugby en manos de sociedades mercantiles) exigía de una pareja exigencia, rigor y dedicación al arbitraje. Si ya en la etapa inmediatamente previa al profesionalismo vimos atisbos como la intervención de los jueces de línea o árbitros asistentes que adquirieron relevancia penalizadora, en cuanto que señalaban al árbitro principal conductas punibles, en la era profesional, además de introducirse criterios y protocolos adecuados para el nuevo entorno, se apostó decididamente por la tecnología, de suerte que los árbitros principales dispusieran de imágenes que les ayudaran en los tantas veces oscuros parajes de muchos lances del juego.

Se introdujo así lo que se ha dado en llamar cuarto árbitro y la regla 6.A.7 (aclaro que transcribo la redacción que está en fase de prueba -ya sabemos de la afición del legislador por los cambios- pero que a los efectos pretendidos sirve):

"(...)  (b) El organizador del partido puede designar un oficial denominado Oficial de Televisión del Partido (TMO) que usará dispositivos tecnológicos para clarificar situaciones relacionadas con lo siguiente: (i) Cuando haya dudas si una pelota ha sido apoyada en el in-goal para marcar un try o una anulada. (ii) Cuando haya dudas si un puntapié al goal fue exitoso. (iii) Cuando haya dudas si los jugadores estaban en touch o touch-in-goal antes de apoyar la pelota en el in-goal o si la pelota ha sido hecha muerta. (iv) Cuando los oficiales del partido crean que puede haber ocurrido una ofensa o infracción en el campo de juego antes de un try o impidiendo un try. (v) Para revisar situaciones en las que los oficiales del partido crean que puede haber habido juego sucio. (vi) Clarificar sanciones requeridas por acciones de juego sucio. (c) Cualquiera de los oficiales del partido incluido el TMO puede recomendar una revisión del TMO. Las revisiones se realizarán de acuerdo con el protocolo del TMO vigente en el momento el que estará disponible en laws.worldrugby.org"

Norma que, sin embargo, creo que ha tenido efectos, digamos, colaterales. Para empezar y parodiando la máxima romana: fiat TMO et pereat mundi. Si el omnisciente TMO todo lo ve, el ref principal puede demorar, diferir, delegar su decisión en ese Big Brother inmarcesible. Y, por extensión, si ese todopoderoso juez mecánico (el cuarto árbitro sólo transmite información) todo lo sabe, y por extensión todos los espectadores presentes y televidentes ¿qué grado de justicia derivada de códigos no escritos cabrá aplicar? La respuesta sólo puede ser negativa, lo que, en principio, debería ser deseable, pues la norma al caso debe ser escrita, pública y vigente, igual que más allá del Rectángulo de Ellis. Sucede que me malicio que la proposición mayor del silogismo es falsa (que el TMO todo lo vea), y en consecuencia la conclusión decae. Pues si el TMO no advierte todo, o no se puede, normativamente, recurrir siempre a él, o el árbitro y sus asistentes sobre el terreno no lo hacen, pero los implicados se ven constreñidos por la mera posibilidad de tal recurso, las que decaen son aquellas reglas no escritas que permitían a Buck Shelford, tras su expeditiva impartición de justicia consuetudinaria, mantener una comprensiva charla con Paul Moriarty, compañero del jugador de Neath expulsado en aquel All Blacks v País de Gales, y que el feroz intercambio de golpes no degenerara en pelea tabernaria. Hemos perdido, nos guste o no, a ese nivel de juego, una prerrogativa aceptada y tantas veces necesaria para el correcto discurrir de la conflagración oval. Llámenla disuasión, si lo prefieren.

Hoy no. Hoy se presume que si el TMO nos muestra la blefaroplastia a la que el talonador neozelandés somete a un tercera Wallaby, el ref debe juzgarlo sin otras consideraciones y el espectador cree tener derecho a exigir esa conducta al juez, porque todo se ve. Así, todo se espera del árbitro y su entorno, y si no se obtiene, cuántas veces asistimos a protestas, no ya del público, sino de los contendientes, a veces con un ojo en la pantalla del estadio y otro en el terreno de juego. Protestas generalmente moderadas, sí, pero impensables hace no poco, cuando el capitán se limitaba a recibir determinadas advertencias y a transmitirlas a sus compañeros (y hablo de rugby mediático e internacional, porque descender por los surtidos tramos de las diversas competiciones conlleva presenciar otras conductas). Ello en lo que toca al terreno de juego, pues la conducta de la grada, a este respecto, observa lo que cabía esperar: el soberano consumidor opina, protesta y silba. A lo primero nada que objetar, va de suyo, pero protestas y silbidos son ya demasiado comunes, al punto que se han generalizado los avisos, cínicos, en los estadios, refulgentes en colorida pantalla, en italiano, francés o inglés, advirtiendo sobre lo inadecuado de la conducta.

No quiero detenerme en las gradas, aunque lamente que comportamientos ejemplares como los de la pasada Copa del Rey en Valladolid o generalmente el del público dublinés sean ya excepción. Me interesa más ahora lo que pasa en la batalla. Sin abundar en que cada árbitro tiene su propia manera de controlar el desarrollo de un partido, ni en sus cualidades técnicas, es hora de recordar que siempre ha dispuesto de arma fatal para buscar el acomodo de los más díscolos a las conductas que se esperan: la privación de metros. A día de hoy se añaden, claro, las expulsiones temporales que, sin ser plaga, se prodigan sin juicio de intención en tantas ocasiones. Ambas normas, y no una carisma sobrenatural, han dotado al árbitro de autoridad suficiente para que el partido más enconado (advierto al lector circunstancial que se trata de un eufemismo) pudiera ser devuelto a los cauces que permitieran su conclusión en tiempo y forma. No es menos cierto, sin embargo, que por atrabiliario que fuera el desempeño de la delantera de Inglaterra de Wade Dooley y Gareth Chilcott o la francesa de Eduard Cholley o Eric Champ, nunca ha sido lo mismo el respeto, condicionado o asumido, que el árbitro merecía en un V Naciones que el que podían inspirar señeras figuras de cada federación regional en categorías donde hayan latido rivalidades casi centenarias y entre los terceros o cuartos equipos de los clubes en liza. Podría citar nombres que muchos identificarían, pero quiero evitarme alguna querella criminal por calumnias e injurias. 

El mítico respeto al árbitro, concepto que siempre nos ha sido grato propagar, ha de tomarse con precaución y las dosis de relativismo que en momento de exaltación, ante profanos, nunca le otorgaremos. Incluso si es el profano quien se acerca a nosotros (no dejamos de ser especímenes exóticos los que nos hemos revolcado en el barro en pos de un raro balón) y pondera nuestras virtudes, y acaso cite el caso del galés Owens y su afición a los discursos arbitrales. No le negaremos en ese caso, al lego, que las atesoramos. Por más que no nos guste la retórica arbitral, aunque sea su tesis la denigración, tantas veces merecida si de los comediantes Busquets o Pepe hablamos, del primo hermano código esférico. Dicho lo cual, añadiré que Owens, que no arbitra mal, es un subproducto de la era profesional. Sean sinceros y traten de recordar el nombre de algún árbitro previo a 1995, si tienen edad. Como decía ayer, en el mentado debate virtual, todo comenzó con Clive Norling cuando el horizonte ya amenazaba con el profesionalismo. O tempora, o mores, y sin perjuicio de mejor opinión, o como decimos en mi gremio al concluir un informe, s.e.u.o.


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