Como los Springboks penaron confinamiento a los linderos de su país durante los 80 del siglo XX, no pude verlos en directo más que en 1994, en el entonces llamado National Stadium de Cardiff. Se sabían en 1993 (el año en que Louis Luyt soportó los aplausos del público negro y mulato a la Inglaterra de Carling) y 1994 en desventaja, pues habían perdido comba no ya con Australia y Nueva Zelanda, sino con Francia e Inglaterra. Pasaban por una transición que llevó al equipo a los Van der Westhuizen, Joubert, Stransky, Muller, Small, Pienaar, Richter, Kruger, Wiese, Du Randt y demás. Atrás quedaban los Botha, Gerber, los Du Plessis de la época, Van der Merwe y compañía y un rugby poderoso diez años atrás pero anquilosado. Cuestión de ritmo, sobre todo, porque los fundamentos, va de suyo, los tenían. No hay que aclarar que los sudafricanos no son un dechado de creatividad ni grandes innovadores, que lo suyo siempre ha sido cuestión de tamaño e intimidación. A François Piennaar se le encargó, más allá de connotaciones políticas, darle a los Springboks el marchamo de equipo ganador que había perdido durante el relativo bloqueo (acuérdense de los Jaguares americanos en 1982 y 1984 y de los Cavaliers neozelandeses en 1986).
País de Gales tampoco pasaba por su mejor momento. Remota ya la Edad de Oro de las patillas de JPR y compañía, y no obstante la Triple Crown de 1988 y alguna victoria épica ante Inglaterra, hacía tiempo que penaban por evitar la última plaza del V Naciones. Huídas sus estrellas al frío norte treceísta y limitado el Dragón al talento de los que quedaban (Jones, Moon o el mismo Jenks, gran pateador, no eran genios del Rectángulo de Ellis) se debatía entre cambios de entrenador y de humor, entre la esperanza de un buen partido en Cardiff y la pelea tabernaria entre los expedicionarios en Australia, tras un 63 a 3 que no sería su peor resultado, honor que le deben a la expedición a Sudáfrica, precisamente, en 1998, que encajó un 96 a 13 con los Springboks, y que no llegó a la centena no por cortesía y chivalry, sino por un avant final que negó otro ensayo a los anfitriones.
Aquel día de otoño de 1994 en que vi por vez primera a ambos equipos en contienda no se recuerda como una de las dos victorias galesas. Cayeron 12 a 20. Aún quedan un par de testigos de aquel día en las filas del País de Gales que se mediará a los sudafricanos el sábado: Robin McBryde, el entrenador de delanteros, talonador suplente aquel año, y Neil Jenkins, el entrenador de pateadores y aguador que por entonces oficiaba, claro, de apertura.
El sábado, en Londres, los galeses, diezmados, aquejados por una racha de lesiones inusual (¿o no?) tratarán de conseguir una tercera victoria, como la del reciente 12 a 6 de noviembre de 2014, que se me antoja difícil. No por las expectativas que abrigue respecto del equipo de Heyneke Meyer, sino porque solamente con tesón y arrojo, de lo que van sobrados los galeses, no les bastará. Han de leer el partido y Biggar, además de sus conversiones, que las habrá, debe levantar la cabeza y llevar el balón lejos de los agrupamientos sudafricanos. Que ni Mtawarira ni De Jager, por citar a dos notables gordos africanos, vean el balón. Tradición, números y augures señalan a los Bokke como elegidos. Ya veremos.