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Sobre galeses y gacelas

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Como los Springboks penaron confinamiento a los linderos de su país durante los 80 del siglo XX, no pude verlos en directo más que en 1994, en el entonces llamado National Stadium de Cardiff. Se sabían en 1993 (el año en que Louis Luyt soportó los aplausos del público negro y mulato a la Inglaterra de Carling) y 1994 en desventaja, pues habían perdido comba no ya con Australia y Nueva Zelanda, sino con Francia e Inglaterra. Pasaban por una transición que llevó al equipo a  los Van der Westhuizen, Joubert, Stransky, Muller, Small, Pienaar, Richter, Kruger, Wiese, Du Randt y demás. Atrás quedaban los Botha, Gerber, los Du Plessis de la época, Van der Merwe y compañía y un rugby poderoso diez años atrás pero anquilosado. Cuestión de ritmo, sobre todo, porque los fundamentos, va de suyo, los tenían. No hay que aclarar que los sudafricanos no son un dechado de creatividad ni grandes innovadores, que lo suyo siempre ha sido cuestión de tamaño e intimidación. A François Piennaar se le encargó, más allá de connotaciones políticas, darle a los Springboks el marchamo de equipo ganador que había perdido durante el relativo bloqueo (acuérdense de los Jaguares americanos en 1982 y 1984 y de los Cavaliers neozelandeses en 1986). 

País de Gales tampoco pasaba por su mejor momento. Remota ya la Edad de Oro de las patillas de JPR y compañía, y no obstante la Triple Crown de 1988 y alguna victoria épica ante Inglaterra, hacía tiempo que penaban por evitar la última plaza del V Naciones. Huídas sus estrellas al frío norte treceísta y limitado el Dragón al talento de los que quedaban (Jones, Moon o el mismo Jenks, gran pateador, no eran genios del Rectángulo de Ellis) se debatía entre cambios de entrenador y de humor, entre la esperanza de un buen partido en Cardiff y la pelea tabernaria entre los expedicionarios en Australia, tras un 63 a 3 que no sería su peor resultado, honor que le deben a la expedición a Sudáfrica, precisamente, en 1998, que encajó un 96 a 13 con los Springboks, y que no llegó a la centena no por cortesía y chivalry, sino por un avant final que negó otro ensayo a los anfitriones. 

Aquel día de otoño de 1994 en que vi por vez primera a ambos equipos en contienda no se recuerda como una de las dos victorias galesas. Cayeron 12 a 20. Aún quedan un par de testigos de aquel día en las filas del País de Gales que se mediará a los sudafricanos el sábado: Robin McBryde, el entrenador de delanteros, talonador suplente aquel año, y Neil Jenkins, el entrenador de pateadores y aguador que por entonces oficiaba, claro, de apertura.

El sábado, en Londres, los galeses, diezmados, aquejados por una racha de lesiones inusual (¿o no?) tratarán de conseguir una tercera victoria, como la del reciente 12 a 6 de noviembre de 2014, que se me antoja difícil. No por las expectativas que abrigue respecto del equipo de Heyneke Meyer, sino porque solamente con tesón y arrojo, de lo que van sobrados los galeses, no les bastará. Han de leer el partido y Biggar, además de sus conversiones, que las habrá, debe levantar la cabeza y llevar el balón lejos de los agrupamientos sudafricanos. Que ni Mtawarira ni De Jager, por citar a dos notables gordos africanos, vean el balón. Tradición, números y augures señalan a los Bokke como elegidos. Ya veremos.

El mal francés

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Ya no hay un Abdel Benazzi que doblegue a ningún All Black

Durante las guerras europeas que comienzan con Ceriñola y Garellano iniciado el siglo XVI y que terminan con las paces de Westfalia en 1648 y Pirineos de 1659,  franceses y españoles -propaganda- adjudicábamos el gentilicio del país enemigo al mal venéreo que azotaba a la tropa y cohorte civil acompañante, valle del Rin arriba, Valtelina abajo. Me disculparán la atrabiliaria introducción, pero a la fecha hay quienes (¡audaces!) atribuyen a la expedición neozelandesa una suerte de "mal francés" por aquello de Cardiff en 2007 y, más lejos, Twickenham en 1999. Y no. Rotundamente, no. Salvo guerra psicológica, no. Todo buen acólito vio ambos partidos, y además por ahí andan a disposición del interesado. Repito, no hay tal. Ni por asomo. No niego que el balance francés frente a los All Blacks no es excesivamente negativo para lo que se estila (¡doce victorias! unas tablas y el resto derrotas, hasta los 55 partidos disputados), pero una lejana victoria en 2007 (adelantado mediante) y la, sí, muy solvente de 1999 no justifican esas prevenciones dignas de tabloide para 2015. 

Desde 2009 no ganan los azules a los de luto. Habrá que ir pensando que la semántica del color francés es ya del dominio de los mejores temas de ese género musical de patrón repetitivo y doce compases que predicaban Muddy Waters o Elmore James, pues en las fronteras ovales hace tiempo que fue abandonado el feliz burbujeo de las viñas del Midi. Qué nostalgia aquellos partidos de 1986 en Nantes (feroces los franceses, empeñados en descabezar al pack negro, como ha de recordar nebulosamente Wayne Shelford), Auckland en 1994 (segunda cap de Jonah Lomu, l'essai du but du monde de Jean-Luc Sadourny y segunda de tres victorias consecutivas de Francia) o ese despliegue de confianza, alegría de jugar, viveza, intuición y técnica hoy en desuso que doblegó a la Nueva Zelanda fatigosamente favorita de Taine Randell en 1999. Aquel fue uno de las mejores partidos de la competición desde sus inicios en 1987, a tal punto que las marcas de Lamaison, Dourthe, Dominici y Bernat-Salles se agigantan con el trasiego de cada pinta testigo de su enésima narración, mientras que las dos de Lomu y la de Wilson son sólo comparsas en la magna obra que diseñó Jean-Claude Skrela, único destello, por lo demás, en un año que fue de Cuchara de Madera y en otoño brilló como supernova antes del colapso hacia cuerpo estelar menor, bajo la influencia fatal de partículas de carga negativa conocidas en nuestro universo como TOP14. 

Así que, no, hoy no. No hay atisbos de esa Francia por ningún sitio. Por ningún resquicio se adivina capacidad de reacción, empaque, ideas, adaptación. La Francia de Saint-André, el ala que deslumbró en Twickers en 1991 culminando la magia de Camberabero, el que dio el pase a Sadourny en Eden Park en 1994, es un instrumento romo, oxidado y torcido. Solamente una debacle neozelandesa o barbacoa contaminada mediante podría impedir la ineluctable eliminación de les Bleus.

Viento del Sur

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Lo dijimos. Y lamento haber tenido razón. Tampoco era muy difícil. Lo raro, lo extraño, lo sorprendente es lo cerca que algunos hemos estado de equivocarnos. Hasta esa fina lluvia que comenzó a caer sobre Londres parecía enviada por San Columba desde su cenobio de Iona para ayudar a sus conversos escotos. Pero no pudo ser. Se cumplió el presagio aunque fuera por medio de un descendiente de hugonotes, Joubert, el huidizo, del que no diré más que se comportó, finalizada la contienda, como sus colegas del código esférico en día comprometido. Para su deshonra. Que todos hemos comentado su decisión, errada, rigurosa e inapelable, pero nadie se sublevó. Rugby, señores, rugby. ¿O es que Joubert lo ha olvidado y se postula ya para comparsa de un juego distinto, con masas aulladoras y jugadores felones, mendaces y desafiantes? Vade retro.

Por lo demás, las Cuatro Naciones en semifinales. Circulaban hoy bromas por la Red alterando el logo de la Copa del Mundo, merecidamente, por una simbiosis con la originalísima denominación del torneo austral. Véase.


¿Acaso alguien podrá discutir el sarcasmo? ¡No, voto a tal, no! Que asistimos ahora a la segunda parte, en formato express, del torneo de este año, reducido, precisamente, por mor de la Copa del Mundo. Debe de ser el karma, que quita y pone, para buscar el equilibro universal. Hay, sin embargo, quien se remite a sesudos estudiosos de la Historia Universal, a Fukuyama, a Acemoglou, a Toynbee, a Braudel, a Tácito, a la Escuela de historiografía de los Diez Reinos que, con inopinada coincidencia con los Goliardos, advertían de la fatalidad de la Fortuna y del Eterno Retorno. Y encuentran en todo ello la justificación para el dominio del Sur. Igual que la balanza de poder ha oscilado siguiendo el curso del Sol, de Oriente a Occidente hasta volver al Pacífico, en nuestras coordenadas, ovales y de meridianos y paralelos extravagantes, al dominio del Norte imperial siguió, con el periplo de la Union Jack, el del Sur colonial (y la Argentina, de idioma romance y español, es para esto dependencia británica), que se refuerza, precisamente, con los colosos patagones que describiera Pigafetta en la expedición de Magallanes y Elcano. Llora el Norte su desgracia, porque no hay augur que entrevea un retorno que ni las brujas que anunciaron a Banquo el destino de su estirpe pudieron conjurar, el domingo, cuando vieron a Joubert (fair is foul and foul is fair) levantar su brazo. Y siguen ganando Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda y también, bienvenida, la Argentina.

¿Qué le faltó a País de Gales? Costumbre, hábito, fuelle, Halfpenny. ¿De qué careció Irlanda? De O'Connell y Sexton y recursos. ¿Que sufrió Escocia? A sí misma, su bagaje, su sorpresa y a Joubert. ¿Y Francia? El Hexágono es Campo de Agramante de codiciosos y teatrillo de Polichinela de ocurrencias federativas, así que de Francia, nada. César o Novès, y seguirá siendo nada, mientras aburra el TOP14.

Y en seis, siete días, el penúltimo drama. Nueva Zelanda es favorita, claro. Los Springboks no serán la horma del zapato maorí porque ya han dado todo lo que pueden dar. No esperen más de Meyer. Espérenlo de los jugadores, que se crecerán ante tamaña ocasión y darán cumplida muestra de sus virtudes, de los hábitos adquiridos en los resecos campos de entrenamiento de (KwaZulu)Natal  o los de color esmeralda de El Cabo. Harán aquello que saben hacer mejor, pero no bastará, pues su técnica, su fuerza y su voluntad no sirven sin plan, sin sentido, sin soporte para ejecutar sus habilidades. Y eso no se lo ha dado Meyer. 

Más dudas ofrece la disputa entre Pumas y Wallabies. Ni los argentinos descansan ya solamente sobre su delantera y un par de medios, ni los australianos carecen de técnica y empuje allí delante (¿se habrá reservado Ledesma una porción de su saber y será cicatero esta semana?). Ambos equipos se respetan, pues ya la historia no cuenta (5 victorias de los Pumas, un empate y 24 para los Aussies) cuando los americanos quieren demostrar que pueden con cualquiera, pues anhelan remediar lo del Flaco Ure de 1985. Y para eso tienen que ganar a Australia. Pueden hacerlo.

Los Springboks pierden, pero saben quienes son

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Por más esperado que fuera el resultado, no ha dejado de sorprender a casi todos el desarrollo del partido. Claro es que el desempeño de la tropa de Hansen (sus facciones nos los decían) ha distado de lo que hubieran querido, acaso empalagados por el engañoso resultado ante la insignificante Francia de Saint-André. Aquel fue un partido de exhibición, de borrachera casi y es sabido que los efluvios de los destilados nublan la mente. O quizás solamente sea que el equipo más romo en tantas ocasiones contagia de nulidad al excelente. No es de otra forma comprensible que los All Blacks se empeñaran con monótona insistencia en jugar allí donde los sudafricanos mejor ejercen su oficio: la melé y sus aledaños, las zonas cercanas de contacto, los rucks y los canales próximos a los agrupamientos. Desde luego Hansen no lo ignoraba, y McCaw tampoco, así que tendremos que conceder que haya sido virtud Springbok ceñirse a un plan defensivo riguroso y atraer a sus dominios a los enlutados (a los que hay que agradecer que lleven el color del miserere también en sus botas, no sé si por respeto al deceso deportivo del rival o por mor de una estética sobria y marcada por la tradición o para dejar en evidencia las alegrías coloridas de ciertos adversarios con inclinación a la estridencia).

Las exiguas y breves ventajas de los africanos nunca fueron suficientes como para que pudieran consolidarse. Tampoco transmitieron, desde el lluvioso Twickenham de esta tarde, que pudieran hacerlo, no obstante el mínimo margen final (20-18). Además fueron los All Blacks los que anotaron dos marcas, de Kaino la primera (que alguien menos grande que Lood de Jager hubiera podido evitar, por cierto) y de Barret, cortesía de ese balón perdido por el curtido Schalk Burger, la segunda. Un drop de Carter y sus conversiones -las marcas y un castigo- completan esos 20 puntos. Por los de Meyer, todos los puntos al pie, Pollard todos salvo tres de Lambie.

Tengo para mí que las alegrías de las fases precedentes de esta competición, sus sorpresas incluso, a veces llevan a conjeturar con el atrevimiento audaz del entusiasta. Pero la realidad es terca y para unos viejos conocidos como los que hoy pelearon ante el Duque de Edimburgo (apuesto a que Jason Leonard, a su vera,  le pasó su petaca un par de veces) este es uno más de los 91 partidos que han jugado desde 1921. Sí, es una semifinal de la Copa del Mundo. Pero cuando se dispara la adrenalina y el sudor chorrea por la frente cada jugador ve en los de enfrente a un viejo rival y en el fragor del combate recurre a los hábitos que definen a unos y otros de generación en generación. Que no han hecho otra cosa, salvadas las contingencias del momento, los De Jager, Strauss o Du Plessis que interpretar hoy una vieja partitura, a la que recurren cuando no hay nada excepcional a lo que asirse. Porque los neozelandeses sí tenían un plan: querían evitar los agrupamientos en la zona intermedia del campo y desafiar en su 22 a los africanos, garryowen tras garryowen para probar a Willie le Roux y Bryan Habana, sobre todo. Si estos no hubieran aceptado y ganado ese desafío los All Blacks hubieran dispuesto de los agrupamientos fulgurantes que prefieren y concertado a Nonu y Smith para que el expreso Savea o el mago del contrapie Milner-Skudder hubieran rematado. Pero no les dejaron. Los Bokke sabían que un error atrás y una defensa menos atenta les podían avocar al destino francés. Al menos los africanos no han olvidado sus raíces y eso les salvó, al final, de ser como la gálica comparsa, cuando, roto el equipo, los All Blacks franquearon la marca francesa por todas partes y desde toda suerte del juego. Hoy solo cuando han alejado el balón de la tropa pesada Springbok han anotado con la mano y eso, a la postre, vale un puesto en la final. Cayeron con honor los de Meyer, más por propio mérito que por la dirección que han tenido, y aplaudieron con dignidad al vencedor, que aceptó el homenaje, magnánimo y afectuoso. Rugby esencial. 


Prevalece el marsupial

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Imaginen el desconcierto del generalato alemán cuando rusos, norteamericanos e ingleses anticipaban cada ataque, cada movimiento diseñado en el mapa de operaciones de su cuartel general, en algún oscuro bosque prusiano. Pues lo mismo hoy Hourcade, pero sin que nadie capturara la máquina Enigma para desentrañar sus planes. Fue más sencillo, Cheika, el reconstructor, estudió cada partido de los Pumas, no sé desde cuando, pero sí una buena parte de ellos, con tal intensidad y acierto que esta tarde sobre el tapete verde de Twickenham las tropas de Hourcade se veían incapaces de desarrollar el juego que desarboló la pasada semana a Irlanda o antes a Sudáfrica, en su torneo austral. O eso, o Ledesma fue una suerte de Richard Sorge, por continuar con la improbable metáfora.

Nada pudieron hacer los argentinos frente a un diseño de trazo milimétrico, de precisión quirúrgica, que los pupilos de Cheika debieron memorizar casi al tiempo que su mentor: negaron espacios y ocuparon el terreno de la forma que menos convenía a los argentinos; movieron el balón con velocidad y convirtieron cada ruck en un azar para el ataque Puma, porque el renombrado carterista Pocock, o algún secuaz aventajado, aparecía para robar casi cada balón que entraba con ventaja albiceleste en el agrupamiento y salía, ineludiblemente, por el lado Wallaby. Así, el apabullante dominio de la melé argentina en ambos tiempos (inútiles las sustituciones de la segunda mitad, que sufrieron tanto o más que el peor parado de la primera, el apabullado Slippery), las acertadas patadas de Nico Sánchez (nueve de sus quince puntos cortesía de esa melé que le respaldaba) y el enorme corazón de los americanos de nada sirvieron frente a la mecánica precisa de un juego de negación de espacios, aprovechamiento de pasillos paralelos al punto de contacto y a la veloz ejecución que llevó al hat trick de Ashley-Copper y al oportunista ensayo de Simmons. 

Naturalmente cuatro marcas bien valen una plaza en la final, pues fueron sobradamente suficientes para establecer una jerarquía que la Argentina amenaza, pero que aún no derriba, pues sólo el enorme corazón que derrochó en la segunda mitad no basta, y no procede añadir que no tuvo fortuna con las bajas de Juan Imhoff, de Juan Martín Hernández y el capitán Agustín Creevy, pues todos los que ingresaron en la cancha mantuvieron el nivel intacto. Simplemente, los Wallabies fueron hoy mejores en un escenario que más pareció Vélez Sarsfield durante algunos minutos (¡qué afición!) que una sede deportiva cercana a Richmond.


Así que la final, la próxima semana, será una merecida edición extraordinaria de la Bledisloe Cup que los vecinos oceánicos se disputan cada año desde 1931. El favorito es conocido, pero Cheika es inteligente.

Ojos que no ven...

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Verán, a mí me enseñaron que solo podíamos practicar el deporte que me sacó de la indiferencia deportiva porque había un tipo dispuesto a arbitrar. Que solo por eso merecía nuestro respeto y agradecimiento y que, además, era uno de los nuestros porque muy probablemente había sido jugador. Y yo, rodeado de un grupo de asombrados infantes de edad parecida a la mía, de morfologías tan dispares como la que va de la giraffa camelopardalis al hippopothamus amphibius, al syncerus caffer o al tragelaphus scriptus, creía a mi entrenador. Luego aprendí que el ref tenía además un poder omnímodo. Que estaba dotado de un arma de la que carecían esos patéticos sujetos vestidos de negro que oficiaban en el circo dominical  repetitivo y machacón, cuya glosa atronaba en los automóviles de tantos padres durante la caravana de regreso de fin de semana; individuos despreciados y protagonistas involuntarios de un sainete semanal, a los que sólo el abuso de gestos exagerados y silbidos hirientes les permitía zafarse del acoso de una turbamulta de airados, provocadores e insultantes jugadores del código esférico. Qué contraste con los nuestros, dotados de una autoridad proporcionaba por una ley que para mi, sorprendido neófito criado en país poseído por el fútbol, se asemejaba a las XII Tablas que los patricios romanos juraron respetar tras la retirada de la plebe al Aventino. Una ley definitiva y absoluta, brillante en su simpleza, como se predica por los teóricos del Derecho para la búsqueda de la eficacia de la norma, que decía, inexorable, lapidaria: "diez metros más".

Sin embargo, el Génesis ya dejó claro cuales son nuestras naturales inclinaciones, y aunque se nos prometió salvación si nos ateníamos a aquellas diez reglas dictadas en el Monte Sinaí, nos atraen ineludiblemente los caminos torcidos, los recovecos y atajos, las ventajas y, acaso, la reacción rápida y expeditiva. Por eso, también con ojos muy abiertos, contemplábamos, sin decir nada, como en el partido inmediato al nuestro colosos de, quizás, 16 o 17 años, usaban a discreción los tacos de las botas, con un entusiasmo, digamos, desmedido, o como los más avezados habían aprendido ya técnicas de boxeo o algún arte marcial híbrido para la conquista de balones en agrupamientos de compleja solución. Y buscábamos el gesto del ref, su autoridad y su decisión y no aparecía. Y comprendíamos, claro, que no era dejación, que era limitación, que tantos lances escapaban a su vista que se multiplicaban las zonas grises donde campaban a sus anchas algunos intérpretes creativos del reglamento. Y que siendo los linieres meras comparsas, destinadas a señalar las salidas del balón al lateral, y a veces, solo a veces, cuando ambos pertenecían a los clubes en contienda y se significaban por su zancada menguante si el saque favorecía al rival, era demasiado tentador no medrar en esas zonas oscuras. Había incluso clubes que sottovoce toleraban ese desempeño heterodoxo, sin negar la virtud del fair play, y permitían la exacción punitiva de la ofensa presunta, juzgada y sancionada por la parte y no por el juez. Y no solo clubes, pues esa costumbre se toleraba (se jaleaba) incluso entre los mejores, héroes de algunas federaciones, los que competían y viajaban por el mundo. Alguno forjó su fama, más allá de una sana intimidación, sobre conductas dignas de las bandas de contrabandistas del Caúcaso o de los arrabales palermitanos. A la memoria vienen (también) nombres de la Piel de Toro, pero solo citaré, porque el secreto del sumario nunca fue tal, a los foráneos, a Eric Champ, a Mickey Skinner, a Louis Moolman, a Gérard Cholley o a Richard Loe, enforcers reconocidos que hoy no tendrían cabida en el juego de Ellis.

Porque es menester reconocer que si el TMO puede producir árbitros diletantes y temerosos de conceder un ensayo (casi) evidente, sobremanera esos en los que la entrada en tromba de seis o siete delanteros sobre la marca hubieran provocado el alzamiento fulminante del brazo de ref de los 80 o los 90 (reflejo de Paulov), es también cierto que la innovación normativa y la abundancia de cámaras ha contribuido a evitar, en el rugby de máxima exposición, la proliferación de justicieros, a salvo los más sutiles o los aprendices de las artes sigilosas de la secta ismailita de Hasan ibn Sabbah.

Bienvenida la tecnología para esas ocasiones, pues permite discernir la justicia de la defensa de la retribución desmedida, y evitará escándalo de madres protectoras que prohíban a sus vástagos la práctica de nuestro credo, pues no es otra la reacción que se espera de la madre latina (por favor, latina del Lazio, región circundante a Roma, y por extensión a las provincias del Imperio) ante la conducta del bombero Rodríguez, de Mont de Marsan, sacudiendo como una estera al espigado Whetton, segunda línea All Black o al bearnés Haget pisoteando (stamping, stamping!) indiscriminadamente ante la mirada comprensiva de su capitán Dintrans, en un día de junio de 1984 en Auckland. Así que, suum cuique tribuere, bien por el TMO.


No había duda

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Creo que he visto un buen 75 u 80% de los partidos de cada torneo mundial, y el de ayer (34 a 17 para los All Blacks), junto con la final de 1987 que ganaran los hombre de Brian Lochore y Wayne Shelford o aquel Francia v Nueva Zelanda de 1999 -más allá de la sorpresa del Japón v Sudáfrica de esta edición- me  parece de esos dignos de entrar en la memoria del ya fatigado disco duro de mi computadora. Es, naturalmente, una impresión, pero es recurrente: Hansen, o Hart, Lochore y Willye, o quien haya de dirigir a los All Blacks sólo deben ordenar las hojas de una partitura ya escrita, adecuar el tempo y modular levemente la entrada de fagots o violas durante el concierto que interpretan unos maestros cuyo saber se hunde un una tradición que aúna la fiereza de unos nativos con el universo ordenado del capitán Cook y de la Union Jack para mayor gloria de la Nube Blanca. Parece, sí, que Hansen ha dejado que todo fluyera y que todo lo demás, desde aquel primer partido contra la meritoria Argentina, no han sido sino ensayos de la Sinfónica de Aotearoa para la première mundial de la tarde-noche de ayer.

Steve Hansen culmina así una carrera que comenzó dando a conocer pequeñas piezas en su Canterbury natal y que buscó renombre en Europa, donde solamente fue capaz, allá por el primer lustro este siglo, de componer algunas piezas de resonancias populares galesas. Ese rechazo de la crítica y público europeo le devolvió a su isla de origen en 2005, donde ofició de director suplente del reputado divo de la batuta Graham Henry, al que sustituye cuando este se retira tras una agotadora gira por su país en 2011. Hansen ha contado, afortunadamente, con un primer violín extraordinario (con Wayne Shelford el mejor de la historia de Nueva Zelanda): Richie McCaw, un intérprete sólido y metódico, con tendencia a forzar el compás en sus solos, pero que ha llevado a la orquesta a cotas de excelencia desconocidas en estos lares. Si bien durante el segundo movimiento de la sinfonía la orquesta careció del colorido del que había dotado al primero (un error en la partitura dejó a Ben Smith mudo durante diez largos minutos), un furibundo  allegro con brio e molto maestoso durante el tercer movimiento selló una interpretación que será largamente recordada pues Carter, rememorando momentos indelebles de otros reputados solistas como aquellos de 1999 o 2003 de los maestros De Beer o Wilkinson, dio la tranquilidad necesaria a la sinfónica para esos últimos minutos de la velada, culminados con la fanfarría final de Beauden Barret, celebrada con un punto de estrépito por sus compañeros de sección, pues sellaba un finale glorioso que se cimentó mucho tiempo antes con el virtuosismo de Conrad Smith, otro maestro, que inició la fantasía que coronó ese descubrimiento del panorama internacional que es Milner-Skudder, o la brillante fuga de reminiscencias contrapuntísticas bachianas obra de Nonu.

Así que la temporada ha terminado, y ya estamos a la espera de la anual propia de este boreal hemisferio, menos brillante, pero de más solera y que comenzará en febrero de 2016. Nos queda saber que McCaw y los suyos han de demostrado que son el mejor equipo de la historia del rugby (desde el advenimiento del profesionalismo, añado, pues no hay magnitudes equiparables para compararlos con los Lions de 1971 o 1974 o con la Australia de 1984 o la Nueva Zelanda de 1987 y 1995, pese a la victoria Springbok en aquella Copa del Mundo). Son campeones por dos veces consecutivas, lo que sucede por primera vez y han demostrado que toda la minuciosa y concienzuda labor de Cheika y la presunta transformación australiana (digno contendiente que nos permitió disfrutar de la emoción de su proximidad en el marcador tras el ensayo de Kuridrani) no sirvió en el momento decisivo, plasmado, sin duda, en esa melé (¡recuperemos su valor!) en que los ocho delanteros negros destrozaron a sus pares Wallabies. Ni Pocock ni Ashley-Cooper pueden brillar cuando la marea se convierte en la ola que todo lo barre. 


#FuerzaAlberto

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No será la última vez que pase, desgraciadamente. Conozco en mi propio club quien ha padecido accidente similar al que motiva el título de la entrada y el hashtag de twitter, tan reconocido en apoyo del involuntario protagonista que motiva mi reflexión. 

Es, claro, una tragedia cuyo desenlace será en cada caso tan distinto como el pronóstico y la naturaleza y fortaleza de quien lo sufra. Pero se volverá a producir, pues hay diversos lances del juego en que cabe el accidente. Desde luego, y de ahí una de las causas (legítimas) de la modificación continua del artículo nº 20 del Reglamento, el más proclive es la melé. Sin embargo, toda suerte de caídas en postura comprometida e incontrolable también lo son. Recuerdo precisamente la disputa de un garryowen en el Olímpico de Roma en 2013 que acabó con el flanker Alessandro Zanni golpeando el suelo con su cuello expedito y el sordo rumor de fatalidad que recorrió toda la grada. No hubo nada, pero las ocasiones no van a dejar de presentarse. Tantos más partidos se jueguen, más, va de suyo. Por eso hay que insistir en el control del riesgo y en la práctica hasta el agotamiento, pues la técnica de cada uno es una responsabilidad que ha de ser asumida no solamente para la ejecución más perfecta del deporte que nos apasiona, sino porque es medida de prevención contra la falta de control que nos acerca al riesgo. Piensen, por ejemplo, en los torpes placajes de neófito o de miedoso, que los hay, en los que la posición de la cabeza no es correcta y la musculatura del cuello no es capaz de absorber el impacto del cuerpo del rival en movimiento, a cuya fuerza se suma la del defensor. Así que volverá a haber lesión como la de Alberto (¡mucho ánimo! que nos dicen que lo tiene), pero colaboremos para minimizar el riesgo, cada uno de nosotros, sabiendo que lo que tenemos entre manos es serio. Así, el entrenador que no cuente con primeras cualificados debe hacerlo saber para que, si se celebra el partido, las melés, por poco que guste, sean condicionadas. Y lo mismo vale para otras posiciones en las que nunca habrá de exponerse a quien no está preparado, por el prurito de completar una alineación o presentar al cuarto equipo del club a la sexta competición regional. El entrenador o el delegado del club tienen ahí algo que decir, para que solamente hablemos de los desgraciados casos fortuitos, inevitables e imprevisibles. Para que no haya que organizar campañas de apoyo. 

Lo que viene después es un reto. Un cuarto tiempo de mucha mayor enjundia que el de cualquier partido. Es la vida y los implicados, lesionado y allegados tienen, eso sí, algunas armas a su favor, sea cual sea el pronóstico, porque no ceder, apretar los dientes, pensar rápido y adaptarnos y apoyarnos son asignaturas valiosas en las que se insiste hasta la extenuación en el espacio entre palos y palos. Ahí si, ahí tenemos ventaja. Así que, Alberto y todos los albertos que han sido y serán, y todos lo que se preocupan, como su club, el Atlético Club de Socios o la Fundación Ensayo Dos Mil de Arquitectura que encauza la ayuda, el partido sigue.


El arte del rugby ramplón

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De alguien que ha jugado en Leicester ATC, Leicester Harlequins, Leicester Thursday, Stoneygate, Old Wyggesdonians, East Midlands Wanderers, Northampton Wanderers, Birmingham Press XV, Ealing and Lyons Sunday XV, sólo por mencionar los primeros clubes en los que militó, bien se puede decir que está bien cualificado para escribir la obra que le caracteriza: The art of Coarse Rugby (Hutchinson, 1960). El autor, que tiene a la fecha 88 años y de quien se reclama que ingrese por derecho propio en el Hall of Fame de eso que ahora se quiere llamar World Rugby (de toda la vida la International Rugby Football Board), antes de que el deceso del meritado tenga lugar, siquiera para que los aventajados encorbatados que han convertido esto en un gran negocio aprecien la ironía y el sarcasmo de un viejo jugador que ha plasmado negro sobre blanco, con hilarante prosa, la realidad del rugby de los segundos, terceros y cuartos equipos de cada club. Que la obrita se editara en 1960 (y bien que han cambiado las reglas desde entonces) no es óbice para que todo sea plenamente vigente, pues lo que cuenta es la esencia, no la contingencia, del rugby amateur de sábado a última hora o domingo por la mañana a muy primera hora.

Adquirí el libro por recomendación de un viejo amigo, @AlmonTrad y no he parado de reír (y agradecérselo) desde que me diera razón de la delirante publicación de Michael Green, que no otro es el autor. Uno, que ha jugado a esto en plazas realmente indescriptibles, no puede por menos que sentirse reconocido en las aventuras de un grupo de presuntos jugadores que primero han de localizar el campo de juego del rival, casi brújula en mano, para que los 11 concurrentes se puedan enfrentar a los 13 del adversario cuando casi va a anochecer. Y qué decir de las carreras a la dudosa ducha, más veloces que las que se practicaron durante el partido, para disfrutar de un resto de agua apenas tibio y sin presión que se presume habrán dejado los del cuarto XV del club.

En fin, altamente recomendable lectura, con ese toque wodehousiano tan británico y tan mordaz, muy revelador -y dismitificador- de lo que se practica como football-rugby en el entresuelo por comparación con las catedrales. No sé si hay traducción al español, aunque me consta que @AlmonTrad está en ello. El que pueda (en Amazon está disponible) que lo lea: disfrutará de un rato gratificante y de perlas de sabiduría de alguien tan sensato que advierte: "El rugby moderno ha llegado a un punto en el que, si sigue así, va a dejar de serlo. Hemos llegado a una encrucijada, aunque todavía puedo reconocer el juego que practiqué, aun con todos esos tres-cuartos apilados en agrupamientos, o delanteros corriendo y pasando como centros y todos ocupando el campo de forma tan peculiar. Pero estamos cerca del fútbol americano, con las detenciones continuas, el TMO, los cuatro árbitros y el uso de la tecnología y los cambios múltiples. El rugby profesional está a punto de separarse del juego que los demás practican en el colegio, las universidades y clubes cada fin de semana, y eso es peligroso". La voz de la experiencia.



Sin nº 11

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Tengo por cierto que, cruzada la laguna Estigia, se desarrolla un torneo que disputan el equipo de los Campos Elíseos, el del Tártaro y el de los Campos Gamonales, lugares mitológicos que a buen seguro tienen su trasunto en la cultura polinésica, y a mí se me escapan, así que uso los propios de una de las patas de nuestra cultura, claro, para no caer en el tópico de otra de ellas, la tradición judeocristiana, por más que Jonah Lomu fuera creyente y miembro de una de las iglesias protestantes a la que se adhieren los nativos del Pacífico Sur. Viene la digresión al caso porque el equipo del Tártaro se encuentra más bien apesadumbrado desde ayer -día luctuoso para nosotros ¡oh, pobre mortales! pero gratísimo para los directivos del Elíseo- en que se anunció su fichaje por el equipo de los virtuosos, donde Jerry Collins le va a acomodar perfectamente.

Lo cierto es que sabíamos de la enfermedad de Lomu, de sus vaivenes hasta 2009 y la excentricidad de Fédérale 1 en Marsella, o la frivolidad del culturismo, pero durante los últimos años, como primera figura mediática del rugby global que comienza con él mismo en la Copa del Mundo de 1995, había desarrollado su vida básicamente en el ámbito de las relaciones públicas y alguna aparición breve en partidos de esos mezcla de obra benéfica, promoción y reunión de viejas glorias. Y a pesar del carácter crónico de su enfermedad, hasta hace dos días enviaba mensajes a través de su cuenta de twitter desde Dubai, por lo que su inesperada muerte ha sacudido como un rayo a todo el mundo oval, consternado, confundido y apenado por la caída del Coloso.

El simple relato de los hechos es conocido, así que me remito a lo que dije de él hace poco más de un año, pero reitero que no hay jugador o aficionado que hoy no se haya conmovido con el fallecimiento prematuro del mito, que eso es ya Lomu. Mañana algunos viejos dinosaurios de mi añada nos juntaremos para rememorar sus partidos entre cervezas en garito a propósito: homenaje a la irlandesa, que seguro hubiera sido del agrado del gigante polinesio que deja vacío para siempre el lado cerrado de la línea de tres-cuartos.


Imágenes de anteayer

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Entre mi heterogénea colección de publicaciones rugbísticas encontré ha poco este ejemplar del Rugby World, enero de 1984. Y me llamó la atención. Repasaba los tests-matches previos al V Naciones (la inmediatez de la noticia no era la de ahora hace treinta años) y se fijaba especialmente en el Rumanía-País de Gales del 12 de noviembre de 1983, jugado en el Dinamo Stadion de Bucarest. Los visitantes perdieron por 24 a 6, y su equipo no era de circunstancias, ni de promesas, que allí concurrieron Staff Jones, Eddie Butler, Dai Pickering, Rob Ackerman, John Perkins o Billy James. Era entonces Rumanía la potencia llamada a unirse, en las previsiones de los soñadores, al club de invierno franco-británico, y parecía que con apoyo de los socios, puesto que franceses, los primeros por querencia histórica y cultural, y los isleños después, lo aprobaban, con esas giras de refuerzo para el rugby rumano. Aunque, como en este caso, salieran malparados. Luego la cosa no pudo ser. La ruina y el terror lo impidieron y  lo aprovecharon bien los italianos. Sin embargo, esa es otra historia.

Lo que me llamó la atención fue la portada de la revista, que nos presenta dos reliquias de otro tiempo. La primera un maul a la vieja usanza, una plataforma en la que, detenido el avance, si se produjo, el último jugador, totalmente aislado del adversario, franqueaba el balón al medio de melé. Y la segunda, el propio portador del balón, un camionero, luego comerciante y entrenador del mítico Pontypool tras la época de Ray Prosser: el segunda línea John Perkins. Duro entre los duros, un reputado enforcer de su época, con apenas 186 cm. y 105 kg. de peso. A la fecha, ni centro, y lejos de las medidas de algunos alas. Un rugby, sin embargo, más cercano. Al alcance de todos. Más democrático. El rugby del ciudadano común por contraposición al Anfiteatro Máximo.

Funeral

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Sobran los comentarios. Lomu. Los suyos, Tana Umaga, Josh Kronfeld, Wayne Shelford, Olo Brown, Jeff Wilson, Joeli Viridi, John Kirwan, Ian Jones, los Brooke, Eroni Clark, Frank Bunce... Todos.


Cita sentida

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"Miré los muros de la patria mía..."

No es política la reflexión. Es el estado de las articulaciones.

Reflexión casi crepuscular

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Eres un fanático. Hace tiempo que lo sabes, claro. Y no solamente tú. Familia nuclear, extensa, amistades y conocidos, sufrida consorte, si fuera el caso (antes de llegar a tal estado, de hecho o de derecho, todo eran sonrisas y quizás parabienes un tanto forzados -"ya se le pasará"- y la diversión de algún tercer tiempo, no demasiados, que tampoco hay que mostrar determinados recovecos del alma que tú llamas goliárdicos y que los ajenos a la Hermandad califican de manera menos jovial).

Y te avisaron, pero no pudieron contigo. "A partir de los 40, ya verás". Pero tú creías en la regeneración celular espontánea, en tu naturaleza prodigiosa o en los ilimitados avances de la traumatología. Y prolongaste lo indecible tu trotar por los Campos de Ellis, entre palos y palos, o bajo ellos, cada vez más, recuperando el resuello, que a veces el tiempo que dura unmaul no basta. (Sí, alguien debería cantar las virtudes de esa jugada para la continuidad del juego: el inconsciente dejarse llevar por los que conservan fuerza para el empuje, allá por el minuto 65, mientras la respiración se acompasa al músculo cordial enloquecido.) Pero esa es otra historia, más propia de medicina interna y cardiología. Porque la que recuerda hace ya meses que se impone una nueva visita al componedor de huesos es articular. Dicen, incluso, que se preparan papillas milagrosas cuyo componente fundamental es mitad material sinovial y mitad célula madre con vocación ósea. Añaden, empero, con sorna acaso, que se podía haber evitado con un una retirada a tiempo. ¡Retirada! Si las viejas Adidas flanker versión primer lustro del siglo te acompañan en el maletero del coche. Y las rodilleras. Y el "tres-en-uno" para los flejes metálicos. Por si acaso. Sólo por si acaso, pues es cierto que las ocasiones abundan pero la razón se impone a la pasión, a la que obliga a desplazarse a la grada, preferiblemente en ocasiones de relumbrón (¡ah, se acerca el VI Naciones!) y tolera el cambio de aditivos químicos para engañar al dolor de todo el elenco de la cancioncilla inglesa con que aprendíamos algunos sustantivos de primera necesidad, por el sabio y reparador producto inventado por los sumerios y mejorado hasta el infinito por celtas de este continente. El que no se consuela es porque no quiere, pero fermentadas bitter o ale, tanto da, durante los primeros dos tiempos, por Voltarén, Reflex y vaselina, no es mal cambio. Al fin y al cabo tal práctica crepuscular y residual del rugby continuará hasta poco antes del requiem que nos corresponda y no es incompatible con la prótesis pertinente.

Hasta 2016

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No voy a felicitarles el año. Ya sé que es una cortesía, pero este año no lo haré. Si algo aprendemos en el espacio de Ellis es que las cosas hay que ganárselas. Felicidad incluida, que es un estado del espíritu inaprehensible por demás, al que se llega, si se llega, por vías diversas. En nuestro caso por el trabajo duro y el esfuerzo máximo, allá donde a cada uno toque, acaso en la primera línea, quebrando la resistencia de congéneres inquebrantables; quizás en la tercera desbaratando ese movimiento innovador del zaguero rival con un demoledor placaje; probablemente atrás, capturando ese balón imposible acosado por la carga feroz de varios merodeadores. Sin esperar más recompensa que la mirada satisfecha del compañero o el gesto de ánimo de todos. Al final como en la vida. Que cada uno juzgue si merece felicitación. Hasta 2016.





Inglaterra, el Torneo y los Beaumont

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Hace años esta semana del mes primero era el preludio del Torneo. Arms Park, perpendicular al turbio Taff, no paralelo; el Murrayfield de robles antañones que poblaban el Roseburn Public Park, según entras por Corstorphine Road, tras la pinta de rigor en el hotelito del mismo nombre que el estadio; el viejo Lansdowne Road de trepidantes graderios, arriba aficionados, abajo locomotoras; o ambos Cabbage Patches: el reputado pub y el estadio de Twickenham, en el Richmond al que se llega en tren desde la estación de Waterloo; y el Parc des Princes -antes Colombes- invadido de sibaritas de las cassoulettes y esas castagnes que no son precisamente nutritivas, sedes todas que se aprestaban a recibir a los esforzados señores del oval del Hexágono y de las Islas. Con el tiempo las huestes de César desde su Stadio Flaminio, ávidas de guerra psicológica à la Goscinny, se unieron a la fiesta. Pero eso fue mucho más tarde, cuando la lid dio en comenzar en el mes de febrero y los contendientes eran ya gladiadores y no estibadores, profesores, dentistas o contables. Sin perder, eso sí, ni un ápice de interés, aunque rezonguemos y farfullemos tras nuestro brebaje de malta, mientras comparamos esta o aquella otra añada del Torneo.

Ya llega el de este año. Ya se han anunciado las escuadras elegidas, que son, sin embargo, anécdota para el engranaje que lleva moviéndose desde que en 1871 escoceses e ingleses dieran inicio a sus contiendas y principiaran, sin saberlo, eso que hoy celebramos y esperamos. Por mi parte ya tengo asegurada mi presencia en los nuevos dominios de Eddie Jones y confieso que he repasado con más atención que otros años la lista publicada en el cuartel general de la RFU. Con todo cambio en el plantel técnico se esperan novedades y la expectativa suscitaba mi curiosidad. Las ha habido, de mi gusto alguna y para mi disgusto otras: no esperaba que Joe Marler conservara su puesto, y tampoco que Chris Asthon lo recuperara. Por contra quería ver a Josh Beaumont en el VI Naciones. El primero, miembro de la Hermandad-de-allí-delante, mal que me pese, es un fantoche y su técnica desmerece de su fuerza, como demuestra más de lo que querría Inglaterra cuando el rival es de altura (véase su desempeño ante País de Gales o Australia en octubre pasado). Que no es lo mismo apabullar al adversario de Newcastle o Exeter que a un Adams por poner como ejemplo a alguien que ya no está, pero fue. La escaramuza callejera no resiste la comparación con la división panzer. Pues eso, y que le faltan cinco años para la madurez (también mental). Del segundo ¿qué decir, si la acción en la que más me emocionó fue la caricia que le propinó Tuilagi hará un par de años? Sus aspavientos me han enojado tanto como para no apreciar sus virtudes deportivas, si las tuvo. Me quedaré como estaba, pues no concurrirá -se ha sabido estos días- por sanción merecida. Justicia poética, acaso. Y al tercero, que debutó con la Rosa frente a los Barbarians hace algunos meses, porque me place contemplar cómo habrá de servir a la fe oval, siguiendo los pasos de su ilustre padre, Bill, el capitán del Grand Slam inglés de 1980. De Beaumont a Beaumont y tiro porque me toca, con siete lustros de diferencia y diez centímetros a favor del hijo, que juega indistintamente en la tercera línea (llave) o en la segunda. Su progenitor figuraba indefectiblemente en la segunda, salvo en aquel test-match en Australia, la primera batalla de Ballymore, en que el inefable primera de Gloucester Mike Burton, hoy próspero empresario, fue expulsado a los tres minutos de juego y Beaumont Sr. fue desplazado a su lugar. Sí, en 1975 ni había cambios, ni se reservaban especialistas de la Hermandad para esas eventualidades y el segunda más bajito (190 cm para el caso) o el tercera más gordo resolvían la contingencia. Y supongo que a estas alturas nadie se sorprende de que con esa talla se jugara rugby internacional -sin "ascensor"- en esa posición. Era el tiempo en que, no obstante los estadios llenos, el rugby era del jugador, no de las marcas ni de las federaciones. O tempora...


Así que Beaumont padre sirvió bien a su país (34 caps de la era amateur con Inglaterra, 7 con los Lions), la capitanía del apoteósico triunfo de 1980, junto a los Blakeway, Wheeler, Carleton, Woodward, Hare o Colclough, todo adobado de bonhomía y perfecto manejo de su equipo y sagaz lectura de cada partido, en aquel tiempo en que la labor del capitán era, si cabe, más decisiva que hoy, reducido entonces el cometido del seleccionador (casos como el del galés Carwyn James eran excepcionales) a designar, previa reunión del comité correspondiente, a los elegidos y a un par de sesiones de entrenamiento antes del partido, el jueves y viernes anteriores al mismo. Tras aquel Grand Slam aún jugó completa la temporada de 1981 y el primer partido del V Naciones de 1982 (9 a 9 frente a Escocia), ya que muy poco después la enésima conmoción durante un partido de la competición de Condados ingleses le hizo seguir el consejo facultativo y dejar el juego, que no el rugby, ni en su faceta dirigente ni técnica, compatibles, por lo demás, con la gerencia de la única industria textil que sobrevive en su región natal.


Beaumont Jr. tiene a quien parecerse. Además, ha seguido los pasos paternos y jugado todo su rugby anterior a la nómina y el bonus en Fylde, el club de Lancashire donde militó Bill y juega también su hermano Sam. De allí (primero como el apertura más alto de la competición y más tarde, centímetros y peso mandan, desde el pack ) a la universidad de Durham, para amueblar la cabeza, y como el rugby tampoco es malo en ese ámbito de la Brumosa Isla, a la selección equivalente antes de dar el salto al rugby pro. Camino que, tengo para mí, es más sensato que el de aquellos que salen de las mal llamadas "academias" de algunos clubes que sólo cultivan el músculo y el producto para el mercado, que de eso hay ya bastante. Si compite como viene demostrando en los Sharks puede que en unos años Bill simplemente sea el padre de Josh. Espero verle en Twickers, de aquí en unas semanas. Se lo contaré.


Sesuda reflexión sobre 3/4

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Ayer desvelé mi identidad. Old Phil ya no es simplemente la caricatura de Felipe IV tocado con cap británica y uniforme rugbístico del Cretácico que me identifica en la red del pollo azulón. Así que las críticas ya pueden dirigirse ad hominem al responsable de estas páginas. 

La culpa la tuvo Rodrigo Contreras, que me dio unos minutos, compartidos jovialmente con Miguel Ángel Torres, en su magnífico  programa de la COPE: El Tercer Tiempo. Allí, entre otras cosas, nos dimos a la loa, moderada, del primera línea, que no en vano los tres lo somos. Sin embargo, tras terminar esa charla, promesa de otras, mi conciencia me fustigó cruelmente, como suele cuando me inclino a los excesos. Y sin negar nada de lo que dije, o aquí he escrito en apología sincera de la Hermandad de Tres que se reproduce por duplicado en cada melé de cada partido, me recordó a Max Godemet y uno de los primeros días del verano de 1995. 

Max Godemet

En un curso de entrenadores y alrededor del entonces seleccionador Bryce Bevin (en su primera etapa, bien controlado por Moreno Romo de Arce, a la sazón presidente de la FER, heredero de la mejor época  de Alberto Pico), algunos delanteros nos jactábamos de la dependencia del desvalido tres cuartos (entonces la apariencia física nos distinguía aún) y de nuestra precedencia en el cursus honorum oval. Algún centro protestaba tímidamente, a la espera de la opinión de los que parecían más autorizados, pero sin énfasis, ya que el neozelandés se adhería a nuestra tesis. Observaba yo, sin embargo, la suficiencia con la que nos miraba Andrei Kovalenco, que por allí andaba, y la atención que el francés nos prestaba, sin duda atento a la comprensión de nuestras baladronadas y a la pausada y fidedigna traducción que un liceísta, lamento no recordar su nombre, le hacía. Con manifiesta sorna nos dijo que nuestro discurso era muy antiguo y que provenía de una cierta incapacidad de la que, desde tiempos inmemoriales, habíamos hecho, nosotros los gordos, virtud. El argumento de autoridad frustró la viva réplica que acudía a la garganta de más de uno, de suerte que el francés pudo continuar. Y así nos demostró que casi todas nuestras habilidades no eran más que adaptación a inevitables, consentidas o provocadas imperfecciones del juego, físicas en unos casos y de comprensión en otros. Pues si el objeto del mismo es anotar más puntos que el rival y ello se consigue, esencialmente, atravesando la marca o, en menor medida, aproximándose a ella para aprovechar sus infracciones, la forma natural de hacerlo era, es, por los espacios. Por las puertas. Por los pasillos. Y que al cabo, nuestra especialidad se basaba en errores, ya en ataque, ya en defensa, pues maul, ruck, melé o lateral no son más que accidentes que coartan la continuidad del juego que se despliega hacia la zona de marca. La simplicidad del argumento es apabullante, y a ella ha llegado cualquiera que haya reflexionado sobre nuestro juego, más allá del pletórico y exaltado "buscad carne" que, castigo del rival, protagoniza alguna de las más satisfactorias razias de grato recuerdo para cualquier delantero. 

Claro que Godemet, landés que jugó en el Stade Montois y titular de casi todos los puestos de la estructura técnica de la FFR, estudioso del rugby y conocedor de los derroteros por lo que había de discurrir inaugurada la competición mundial, añadió: "pero las cosas son como son, y hay que explotar esos errores y desarrollar las técnicas apropiadas para vuestra especialidad", para alivio de los aquel día fanfarrones. 

Así que, nobleza obliga, es justo reconocerlo, el ideal nos dice que el choque, y la melé y el maul son accidentes del juego. Pero como el mundo es (¡alabado sea!) perfectible, nos movemos como pez en el agua en ese medio imperfecto y sin nosotros, que ahora además manejamos como el mejor centro y hacemos contrapiés vertiginosos (perdónenme el plural mayestático), esos tipos que hablan de sus sentimientos (como dice otro compadre de la primera línea) estarían perdidos en la turbulenta batalla que es cada partido. Sea.

¿Jacobitas o Hannoverianos?

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Carmichael out to Tomes …Tomes out to Lawson … Lawson must score for Scotland … what a try!!


Ensayo de Lawson en Murrayfield

Palabras de 1976 del gran Bill McLaren, el recordado comentarista de la BBC. Entusiastas, y no solamente porque Alan James McGregor Lawson fuera su yerno y McLaren, sí, escocés, sino porque la jugada bien lo merecía. 

Por aquellos días alisos, robles y algunos abedules, pero sobre todo un gran roble, a veces, pocas, distraían la atención cuando el azar de la patada dirigida a los palos del lado norte de Murrayfield nos era más bien indiferente. Hoy el roble no se ve, crecida la grada correspondiente desde 1991. Y lo cierto es que podía retener esa calidad de inesperado e infrecuente foco de atención casi cenital, al albedrío del realizador, porque las ocasiones en que Escocia nos deleita han sido escasas desde 1999, cuando cerraron el V Naciones con un último triunfo en el torneo, sin Grand Slam que les negó el Auld enemy. En 1976, sin embargo disfrutamos de una de aquéllas, con Lawson dirigiendo la melé, Gordon the broon of Troon Brown, Ian the Mighty Mouse McLauchlan y Sandy Carmichel, en las calderas; Andy Irvine atrás y el sabio McGeechan moviendo el equipo desde su posición de centro; e Inglaterra ya acorazada con Bill Beaumont, Andy Ripley, Tony Neary, y los avezados Burton, Wheeler y Cotton, todos trabajando para el mercúrico Duckham, el de las rubias patillas. 22 a 12 para ganar la Calcutta Cup, en el viejo estadio de una sola grada doble y fondos sin asientos donde se arracimaban muchos más aficionados de los que el aforo permitía, bajo las banderas amarillas del león y al son de Scotland the Brave. Ese año la victoria sobre la Rosa bastó, porque así era desde 1925, un ir pasando, en ciernes aún la generación que había de reivindicarse, la del curso de 1984la de la proeza en Twickenham un año antes, y que se concretó con un calendario favorable que iba a aprovechar para el Grand Slam agónico que ganaron ante la Francia de le petit caporal, un frío día de San Patricio de aquel año. Empresarios, pescadores e ingenieros frente a mayoristas, bomberos y horticultores. A la antigua usanza. Como la de 1986, ya lo he contado: vapuleados los visitantes 33 a 6 en un nevado Edimburgo. Y, claro, la de 1990, la de Sole y Hastings y Turnbull, Jeffrey, Chalmers y Stanger y McGeechan otra vez de director, pero en la grada. La del presuntamente inaugural Flower of Scotland y la parsimoniosa salida al campo de las huestes de San Andrés. 

Y luego poco. Sin brillo en 2000, 2006 y 2008, siempre en Murrayfield. Circunstancia que no empece a los inclinados a las cosas de Caledonia, a los secuaces de Alan Breck Stewart, a los atraídos por el destello fugaz de la supernova, para esperar, cada año, que regrese Bonney Prince Charlie a poner a los casacas rojas en su sitio. Quizás sea el año, con los hannoverianos en transición y los escotos en progresión, movidos por la rabia de la eliminación indebida en la pasada Copa del Mundo. La respuesta, el sábado.

Lampedusianos

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Con sorpresa, con aspavientos incluso (todo lo limitados que un británico pueda ejecutarlos) señalaba el comentarista de la ITV al inglés Wilko, al irlandés BOD y al galés Gareth Thomas que desde hacía 42 años no acontecía un empate entre País de Gales e Irlanda. Al entusiasmo del locutor, que citaba a Edwards y JPR, a Gibson y McBride como testigos del suceso, replicaban los contertulios con un leve alzamiento superciliar. Y es que fue probablemente lo más apasionante de la tarde del domingo. La efemérides, digo. Porque lo demás. Lo demás. ¡Ah, sí! País de Gales remontó trece puntos. What a come-back! decía no-sé-quién, Warburton, quizás. Pero es que al poco, durante esos breves y embarazosos momentos en que hay que rendirse por enésima vez a Don Dinero (y van...) delante de lo que llaman photocall, Best (¡esas manos en el agrupamiento!) musitaba entre gangoso, tartamudo y agotado, que para  come-back el suyo, que no se habían dejado derrotar cuando empataron los visitantes y habían (ahí, ahí el come-back) remontado también tres puntitos. Delectación. Énfasis. Autoestima.   

Pues no, oigan. Ese partido del 74 lo he visto. De hecho lo contemplé, tierno infante, en directo (al UHF cuando la película del primer canal era infumable), aunque mis recuerdos, claro, son reconstruidos porque luego lo he buscado y revisitado. (No fue el primero, añado, que para eso hay que irse a 1971.) Pues bien, aquel empate a 9 puntos de los patilludos fue infinitamente más divertido, mejor jugado y será más recordado que lo de ayer. Allí no hubo infumables ataques avaros de fases que añaden tres centímetros cada vez al haber del poseedor del balón. Allí no hubo jugadores temerosos de tomar decisiones que brindaran espacios a sus compañeros. Entonces no había especulación. Debe de ser el sino de los tiempos: la especulación. Y yo, frente a la especulación reivindico la iniciativa, la adaptación y la responsabilidad. (Me disculparán, no es política.) Reivindico a BOD y a Wilko, precisamente. O a Stephen Jones, por citar a un galés cercano. Claro, hablar de Barry John, good old Jonathan Davies, Cliff Morgan o ¿por qué no? el mismo utilero Jenks, es mucho pedir. Y además el rugby era otro. Pero, ¡por todos los conjuros merlinescos! jueguen, tomen  riesgos, abran el juego. Lo mismo para los primos de Erín. No pido a Tony Ward ni a Ollie Campbell. Me conformaría con (¿quien lo iba a decir?) David Humphreys o su suplente, el californiano O'Gara. 

Si, si. Qué arriba llega Toner. Qué duro es Wyn Jones y qué lucha entre el-hombre-sin-cuello Lee (su mera concurrencia infringe la normativa de riesgos laborales de media Unión Europea) y Jack McGrath (¡angelito del que nadie dice nada, de la escuela de Hartley, pero con seso!). Y el ensayo de salida de melé de Faletau, apunta mi buen compadre Daffyd, que no quiere escribir hoy porque reconoce que se había creído otra vez las promesas de Gatland. ¿Dónde los espacios y dónde el uso de North y el presuntamente renovado rol del centro exterior, que prometió no hace mucho? Lo mismo para Irlanda, donde quizás Zebo fuera el mejor. 

Aún tenía Thomas, desde el estudio, el valor de decir que el partido mostraba que el VI Naciones está a la altura de lo que juegan los australes. Yo esperaba la carcajada de los demás, que no llegó porque me consta que BOD y Wilko son gente educada. Acaso el galés comparaba la ocasión con lo que vimos en París el sábado. Sólo diré que poco ha presencié un US Carcasonne v Stade Montois (¡PRO2!) que por comparación parecía la final de la Copa del Mundo. Sí, patadón de Plisson, MVP para el franco-fijiano Vakatawa (en fin), Atonio paquidérmico y destellos de segunda generación de Bonneval más par de ataques italianos y Canna que promete. Pero llegó Sergio, transmutó en tragicomedia el papel de Zinzan Brooke y la cantinela del "puede ser la primera vez en París" se apagó. El clásico lo dijo mejor: "fuese y no hubo nada". 

Escocia, al fin. Culloden para siempre. Ganas de dejarnos mal, año tras año, a los que nos abandonamos al recuerdo de viejas hazañas. Lo de octubre, espejismo. Y el sábado cortesía para que Eddie Jones comenzara con buen pie. Que no se diga que en Edimburgo no hay hospitalidad de la buena. No lo parecía durante el primer tiempo y llegamos a pensar  que el 6 a 7 con que terminó era corto para los esfuerzos y méritos locales. Luego, como en París: nada. Los Vunipola, Billy todo el rato y Mako, demoledor cuando entra (y ese pase para el ensayo de Nowell), más las patadas de Farrell.  De modo que otro año de espera. Sea.

Para terminar, más críticas. La compostura. ¡Voto a tal! también en Dublín y Edimburgo. Los tártaros entre nosotros y los seis del Torneo adeptos a la doctrina del Príncipe de Salina.

Extracto de prensa

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Alfonso XIII en Montjuïc en 1929

Nos cuenta @RContrerasFM en El Confidencial (que por cierto es un medio digital que dedica tiempo y cariño al rugby: gracias) que la final de la Copa del Rey puede celebrarse en el Estadio Zorrilla de Valladolid. ¡Qué recuerdos! allí contemplé yo, en otra era geológica, un Kuwait v Francia del código esférico en el que el jeque de turno, ministro de deportes o lo que fuera, ordenó a sus jugadores que se retiraran del campo por un presunto error arbitral. Todos obedecieron. Pero a lo que iba, que ya saben que me pierdo. Se anticipa la invitación de la FER al monarca reinante para asistir al evento. De ser el caso no sería el primero de su Casa que asiste a un partido de rugby. El primer encuentro deportivo y que sirvió para inauguración del Estadio de Montjuïc en 1929, fue el partido de rugby entre las selecciones de España e Italia, con lleno hasta la bandera y en presencia de capitostes varios y del rey de España, Alfonso XIII ( y creo que en la sala de juntas de la FER en la calle Ferraz de Madrid, hay o había enorme foto al respecto). El 9-0, a favor de España fue una de nuestras remotas victorias sobre los Azzurri, en aquel tiempo fervientes mussolinianos ellos. Los jugadores de la selección española eran todos catalanes, sobre todo de Sant Boi, no en vano el fundador debía de andar por allí. Posteriormente (al César lo que es del César) y durante la II República, Cataluña (como miembro fundador de la FIRA que legítimamente fue en enero de 1934) jugó allí partidos internacionales al menos con Francia y la misma Italia.


Por otra parte, se anuncia en la prensa de papel de hoy el motivo por el que País de Gales e Irlanda jugaron tan torpemente el domingo pasado. En cierto hotel dublinés donde reposaba la selección galesa se cruzaron disparos, con óbito incluido, en episodio de ajuste de cuentas de mafiosos locales. Pues no se lo crean, ningún medio irlandés, como el Irish Mirror o el Independent,  ni británico como el The Guardian, lo confirma. Todo lo más hablan de aficionados en el hotel. Parece que algunos siguen con la querencia de aunar rugby y sucesos.

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