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Recuento

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Como dice la canción infantil inglesa: "head, shoulders, knees and toes", que no se me ocurre equivalente española. Y que además parece a propósito para la anatomía del dolor. Del dolor asumido y reconcentrado y crónico, mudo pero bien presente, que padecemos algunos. Sin queja, oigan, que en esta crónica sólo queda constancia como categoría ineludible (aviso a navegantes) y casi apriorística del que practica nuestra fe. Si en lo que a mi respecta la memoria articular trae a colación aquel partido en Avilés de 1985 (cruzado anterior), o ese otro en Paraninfo de 1987 (tríada) o el de Cantarranas de 1995 (tríada pero en la otra rodilla) o acaso el de Ramón Urtubi de 1989 (ese hombro, ya con recidiva), sin olvidar el de Orcasitas de 1999 (¿cuántas costillas fueron?) o el de Groninga un año antes (de nuevo cruzado y anterior y qué viaje desde tierra de calvinistas con un derrame como la presa de Iguazú), suceso que me obliga desde entonces al uso de flejes metálicos y a incorporar "3 en 1" a mi botiquín. Y aquella torsión imposible entre tarso y metatarso derecho en 1992 o la nariz en 1997. Parches y recosidos aparte, por descontado. Incluso aquellos apenas una semana antes de pasar por el altar y que supusieron, sí, amenaza de suspensión, que ya ven Uds. sí había pactado en capitulaciones matrimoniales otorgadas con anticipación suficiente, y para pasmo del notario, "rugby sin límite".

A lo que voy: el recuento viene al caso porque empiezan los entrenamientos para magno evento donostiarra a mediados de junio: el Golden Oldies de este año. Y como no pienso, porque no toca ni quiero, vestir calzón bermellón preventivo, paso revista al entramado que me aguanta, para aplicarle la economía necesaria, stricto sensu, que no es otra cosa que el mejor uso de los recursos escasos. Y, coda final: si tales son mis memorias ¿qué será, por más ungüentos que usen, de estos muchachos que hogaño juegan profesionalmente cuando se acerquen a su quinta década? Organismos cibernéticos, los que puedan permitírselo.

Cholley o el Miedo

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Nos les diré que tengan la misma trascendencia que las que recoge en su Vertigine della lista Umberto Eco, el viejo profesor de semiótica italiano (también creador de caracteres dignos del que tiene tanto que ver con el miedo), pero no andará lejos. Digo la lista de malos, malísimos, a la que alguna vez hemos hecho aquí referencia. Y allí citábamos a Gérard Cholley, resignado porque en el rugby ya no hay miedo y decíamos que seguramente tenía que ver con su retirada. Lo cierto es que Cholley y el miedo han sido viejos amigos. El mismo Jean-Pierre Rives, su capitán en el XV del Gallo entre 1974 y 1979 confesaba a un centro galés que ponderaba la imponente figura del pilier galo que a él también le daba miedo. No era para menos. Con sus 193 cm. y sus 115 kg. su presencia en la primera línea fue demoledora. Hoy esas medidas no sorprenden, pero la suya fue novedad gestada en Castres Olympique, el club de sus amores, aquel día que decidió intimidar a un primera hosco y malencarado (esto es lugar común) de Mont de Marsan o de Pau, qué más da, y abandonó la segunda línea y ya se quedó para siempre en ese lugar poblado de tipos que querrías llevarte contigo a la batalla de Vindobona si tuvieras que comandar una legión romana.

Cholley carga frente a Inglaterra en 1975

Gérard, hermano de otros seis Cholley a los aventajaba en estatura de tal forma que el atento observador tenía buenas razones para dudar de la continencia materna, nació justamente un año después del Día D, en una comarca de los Vosgos poco rugbística y cercana a la Alemania derrotada donde el padre de los demás pasó la guerra prisionero. Su porte destacado le encaminó al boxeo y a las riñas callejeras. Una de ellas le facilitó ver mundo, si bien por consejo del jefe de policía local que le previno de la venganza que tramaba la partida de obreros ferroviarios contra el cabecilla que fue Cholley. De ahí al Midi a probar fortuna y a la Armée como paracaidista y luego por una serie de carambolas al autobús del segundo equipo de Castres Olympique, con 20 años casi, a jugar de reserva un partido solamente porque no supo, acaso por cortesía, decir que no a un veterano como René Coll. En una quincena debutaría con el primer equipo. Era 1965 y aún le restaban diez años para pisar el Parc des Princes, lo que no sucedió antes porque le precedía la fama de anestesista, quizás adecuada para quien iba a encontrar trabajo permanente en las empresas del farmacéutico Pierre Fabre, a la fecha un emporio, y que entonces empezaba su desarrollo, paralelo al del club de rugby que apoyó tanto y a la región en la que se estableció. Una historia digna de contarse en otra ocasión. Empresa, rugby y desarrollo económico y social. Algo más bien inédito en este lado de los Pirineos.

Diez años, decía, pasaron hasta que calzó sus botas en París, y porque visitaban el Hexágono los Springboks y Totó Desdaux, el seleccionador, quiere contundencia allí delante, por lo que le hacen compañía su diminuto talonador de Castres, Marc Argànese y sobre todo Palmié e Imbernon. Perdieron, pero conservaron el puesto en el XV francés que entre 1975 y 1976 y con Élie Pebeyre en lugar de Desdaux, habría de incorporar alrededor de Rives y Fouroux también a Paco, Paparemborde, Bastiat, Skrela, Aguirre, Harize, Bertranne, Sangalli, Averous y Romeu para ganar la segunda Grand Chelem para la FFR, la de los quince y nada más que quince. Y mil historias unido a su club y a los comités de selección de la FFR de Ferrasse, el capo di tutti capi de la federación, que le quería porque le recordaba a sí mismo en los años de entreguerras, que fueron los del patrón Albert. Y a espantar a un atracador que le disparó en la cara, con la supuesta fortuna de que la bala solamente le rozó, hasta que años después un cirujano encontró alojado el proyectil en una masa ósea recrecida sobre la nariz cien veces partida, barrera  que evitó que siguiera su camino hasta el cerebro del gran hombre, el coloso siempre dispuesto a comparecer en actos de beneficencia; el directivo que se preocupa por la formación de los jóvenes profesionales de este tiempo, para no verlos desarmados cuando sus días de jugadores toquen a su fin; el Porthos o el Cyrano que se conmueve, hoy como ayer, sobre el pasto, escuchando la Marsellesa; el amigo de sus amigos; el recuerdo de un temblor involuntario que sacudió a fieros delanteros británicos en aquellos años finales de la década de los 70. Cho-Cho, (pronunciación /ʃ/  por favor) era su apodo, por su apellido y por aquello de chaud, chaud les marrons!, que en traducción libre viene a ser "calientes, calientes, las galletas" que, generoso, repartía.

Salvar el pasado

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Peter Jeffreys

Observen los asientos. Son de madera. Sobre la grada de un club de raigambre en un país verde y de abandonados filones carboníferos. Un club que lo fue todo en su país y para su comunidad, como dicen en las Islas, y ya no lo es. De la mano de un concienzudo y peculiar entrenador, Ray Prosser, llegó a ser la columna vertebral del rugby, casi de la vida, de los valles del viejo condado de Gwent, hasta que  la premier Maggie, inglesa a macha martillo, permítanme la hipérbole y Vernon Pugh, un galés, vean la paradoja, lo acabaron. La primera sin querer, doblegando a los sindicatos mineros en su feroz huelga de noviembre de 1984 a marzo de 1985; el segundo como top brass de la ex IRFB, ex IRB y hoy World Rugby, a saber, el conciliábulo de codiciosos que proclamó "abierto", metáfora de "profesional", aquel día de agosto de 1995 -ebrios de la Copa del Mundo de Mandela-, nuestro deporte, matando así el que tantos habíamos conocido. El hierro de la Dama y el Poderoso Caballero contra las raíces, los coros dominicales y la leyenda de un modo de vida. El qué verde era mi valle, o algo parecido, que a la futura baronesa  le hacía sonreír antes de ordenar a algún sicario ejecutar a otro, dando la cara, eso sí; o reír abiertamente al flemático Pugh antes de cerrar los números del ejercicio contable en curso. Sí, otra época y otro deporte, en el que aún creen tipos como Jeffreys, el de la foto, enfermero venido a más merced a su ingenio y esfuerzo en el proceloso mercado de la compraventa de equipos médicos de segunda mano, que gastó de su peculio incontables libras para pagar magros sueldos de los jugadores del club y parte de las costas procesales de un pleito contra la Welsh Rugby Union a cuenta de la dizque infundada e innecesaria postergación de los Pooler de la Premiership galesa. Y no solo Mr. Jeffreys, que entre los socios se recaudó buena cantidad, pero fundamentalmente Mr. Jeffreys. Ejemplo. Adalid. Creyente. Adepto cuya fe se forjó (adivino su generación) entre el vaho y el barro de los temibles delanteros de Pross, aquellos a los que Newport, London Welsh o Gloucester en los últimos 70 y primeros 80 temían de tal manera que, de comparecer el club al partido correspondiente, que no siempre sucedía, se encontraba con inesperadas bajas entre sus gordos bajo peregrinas excusas relativas a cenas familiares, enfermedades inesperadas y trabajos atrasados. Que los discípulos de Prosser no hacían prisioneros allí delante, adoctrinados para un juego demoledor y sofocante, exactamente apropiado para las condiciones del rugby de su época y de los que eran el mejor exponente delanteros como el camionero John Perkins (un segunda de apenas 185 cm temido por todos sus pares), el oxoniense Eddie Butler, excepción entre mineros, y sobre todo los primeras líneas que cantara el bardo Boyce: Price, Windsor y Faulkner.

La primera del Pontypool bajo los colores de los Lions.

Pricey, The Duke y Charlie no eran especialmente pesados, por más que los programas tanto de su club como del País de Gales mintieran sobre el peso de algunos de ellos, declarando los 95 kilos de su juventud para Windsor cuando llegaba ya a los 108 kilos, pero su dominio fue legendario. Es verdad que una melé con menos normas era propicia para ese juego de dominación y carácter, en el que, precisamente, se valoraba tal fase de conquista como parte muy principal de la contienda, al albur de sus protagonistas, que dirimían entre sí su suerte. Apenas dos o tres reglas -el número mínimo de jugadores, la pierna de talonaje y la sagrada introducción imparcial- hacía del lance ocasión protagonista y muy querida por el aficionado, por más que dilucidar lo que pasaba dentro era secreto para iniciados, entre los que, desde luego, no se encontraban la mayoría de los referees. Hoy no. Los codiciosos han venido demoliendo la jugada desde lustrosos despachos, empapelados con los royalties de la mercadotecnia.  Así no solo ha quedado reducida en número a su mínima expresión, sino que, peor, ha visto su naturaleza desvirtuada por regulaciones, normas, contranormas, reformas y directivas sin cuento, todas, sobra decirlo, ineficaces para la lid pero afiladas y productivas para las intenciones de los precursores australianos y sus adláteres: sacarla del juego y convertirla en el mismo remedo de que disfrutan los liguistas. Por eso equipos como los Pooler no han tenido sitio en el siglo XXI, cual dinosaurios tras el impacto del meteoro en el Yucatán. Y sin embargo ha habido pacientes y dedicados paleontólogos que han cuidado de que su memoria no se extinga. Como Jeffreys. Como los que seguimos recordando.


Lecturas

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De Bill McLaren algunos habrán oído hablar. Incluso quizás le hayan oído hablar, aun siendo aficionados españoles, y aun acostumbrados al inefable y también difunto y campechano Celso Vázquez, al breve Martí Perarnau, al florido Trecet (así, sin más, que el apellido es marca para la música, la opinión e incluso la grada del central con su zamarra del Colegio, aunque de corazón viste una donostiarra). Y vienen al caso todos ellos porque les une el marchamo de comentaristas, los españoles polideportivos, eso sí, y el escocés solamente, y vale, oval. Por el decano que fue de la BBC tenía yo gran respeto porque en su tono y maneras se revelaba un caballero, a la par que sus atinados, exactos y precisos comentarios me enseñaron mucho de una manera de ser rugbista y una buena porción de historia y comprensión del juego, flanqueado para esta faceta por Gareth Edwards, Bill Beaumont, y más adelante Eddie Butler. No era fácil en España escucharle, claro. Hablo de los años 80, en los que internet era un privilegio de algún departamento de defensa, y conseguir la grabación de un partido de la cadena británica empeño difícil, aunque algunos nos apañábamos movilizando contactos en las Islas. Sin embargo las parabólicas y la marca Guinness y sus franquicias iban a venir, antes de la era dorada de la Red, en ayuda de los puristas, porque en tales locales pudimos seguir ya en los 90 el torneo de la V Naciones (y luego la Copa del Mundo, que retransmitía la ITV, a la que McLaren dijo nones por fidelidad a su empleador de toda la vida, por cierto). De ahí a internet por doquier y a la proliferación de partidos que cientos de aficionados han subido para bendición de todos. Un tesoro para la memoria compartida del rugby que fue, de la modalidad amateur que ya no es referencia, a pesar de la labor misionera de tantos clubes, pero sin el referente de los de arriba, de los internacionales, que ya carecen del empaque, y no hablo de calidad deportiva, de los Mike Gibson, Pierre Albaladejo, Finlay Calder, Steve Smith, Ray Gravel, Stefano Bettarello, Jock Hobbs, Hugo Porta, Mark Ella, Naas Botha. Selección muy personal entre los países más destacados, que también tuvo reflejo entre los nuestros y para los que cada cual tiene un nombre propio de su club.

Vienen al caso todo ellos porque he releído esta semana, nostálgico como me quedo cuando suceso de fuerza mayor me va a impedir comparecer en cierto evento de veteranos que tenía previsto, la biografía de McLaren y me he reencontrado allí, más allá de su intensa peripecia vital, con el catálogo de principios del rugby primigenio que se van diluyendo fatalmente con la modalidad profesional, que es ya casi una variante diferente. 

Allí encontrarán un alegato por el mejor rugby del siglo pasado, el que media entre los primeros años de la década de los 70 y final de siglo, en que la inercia de los valores del código amateur pervivía. Léalo (ya advierto que la versión enlazada es incompleta) el que tenga curiosidad y quiera ser capaz de formular esos principios para poder transmitirlos. 




Estirpes: los Moriarty

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Fueron tan famosos como los Quinnell, aunque en una época de transición. Los 80, con la salvedad de la Triple Corona de 1988 (¡ah! aquellas patadas de Lescarboura en Cardiff...), no fueron años de relumbrón para País de Gales. Pero la tierra de las minas, ya en sazón para su cierre, Maggie mediante, y los verdes valles, fue bien servida por los hermanos Moriarty, Richard y Paul. Terceras ambos, segunda a veces el mayor, Richard, fontanero o electricista, no lo recuerdo ahora. Buena armazón ambos, más grande el mayor, 198 cm, seis menos Paul. Aquel además con fama de bad boy para los que no saben de las leyes del agrupamiento; este más temperamental pero menos justiciero. Ambos del Swansea, los all whites del rugby galés, que algunos no conocerán porque desdibujó su esencia en la franquicia de los Ospreys, unión forzosa con Neath. Capitán de los Dragones Richard (bajo su mando sólo una derrota, inevitable, ante los All Blacks de Shelford en 1987, Copa del Mundo negra, tercera plaza para Gales) con Paul a sus órdenes, antes de irse al Norte, a Widnes a ganarse los cuartos con los trecístas, en camino de ida y vuelta, que en 1996 volvió a Swansea y nuevamente en 2000 al XIII con la selección de Gales para el Mundial de la modalidad secesionista. A ellos se une hoy el hijo de Paul, Ross, nacido en Inglaterra, en St. Helens, y seleccionado con la Rosa U-20 entre otros honores, y jugador de los cherries de Gloucester, pero que a la postre ha optado por la tierra de sus padres. Ya veremos si logra su cap y viste a zamarra roja para anotar en ocasión decisiva, que de Paul fue el ensayo en Lansdowne Road que valió aquella Triple Crown de 1988. 
Paul Moriarty, Lansdowne Road, 1988.

Collins

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La memoria es traicionera, a veces. Declaraba yo hace unos días, con ocasión del fatal accidente de Jerry Collins, que le había visto en compañía de Kevin Mealamu el 22 de septiembre de 2007 por las calles de Edimburgo. Y eso es verdad. Como que ambos iban en un ricksaw cómodamente sentados mientras un magro escocés echaba el bofe mientras pedaleaba cuesta arriba. Y eso también es verdad. Como las risotadas que proferían ambos, algo perjudicados por una, como poco, de más. Pero lo que no es verdad es que ambos hubieran jugado al día siguiente frente a una -voluntariamente- mermada y reservona Escocia que quería guardar a sus mejores jugadores para ocasión que les reportara más réditos. Perdieron, como esperaban, pero además los All Blacks les humillaron 0 a 40. Los que si jugaron fueron Chris Masoe, en lugar de Collins, apenas semana antes del placaje de Chabal que aún le provoca pesadillas y neurosis, y Anton Oliver, junto al que oficiara de líder de la hakaKapa o Pango aquel día, Carl Hayman, al que no vi la madrugada anterior, pero que había sido compañero de juerga de Mealamu y Collins a juzgar por sus ojeras, apenas disimuladas por unas gafas negras a la mañana siguiente, cuando deambulaba solitario por los alrededores del famosos castillo capitalino.

No es que la noche previa los de mi partida fueran en condiciones mucho más presentables que los meritados All Blacks, no. Reconocido el tercera por el penacho rubio impostado que adornaba su polinésica cabeza le interpelamos, acaso con decibelios más allá de los acostumbrados en el frío Norte. A los saludos vociferantes de la hispánica tropa contestó con otros y algunas carcajadas.

Me hubiera gustado mucho verle jugar en Murrayfield. Era un tercera feroz, de extraordinario dinamismo y muy fuerte y compacto, que vistió de negro en 48 ocasiones. Había nacido en Apia, Samoa, en 1980 y era primo de los Umaga, Mike y Tana. Además de con Wellington y la franquicia de los Hurricanes, jugó con Toulon, Ospreys, los japoneses de Yamaha Júbilo y lo hacía a la fecha del accidente que le ha costado la vida de nuevo en Francia, con Narbona. Fue también un Barbarian y sorprendente jugador del segundo equipo de Barnstaple, un club de la liga regional de Devon, cuyas medias lució en su aparición con los Baa-Baas en 2007 y que había conseguido en pago por haber dado una sesión de entrenamiento a los juveniles del club, por la que pidió a cambio un partido de rugby. Dicen que los jugadores de Newton-Abbot aún recuerdan con estupor la presencia de Collins en su campo.

Un accidente de tráfico, cerca de Béziers, costó la vida al 1002º All Black. Fue un gran tercera línea, mejor "ocho" que flanker. Temido en sus arrancadas desde la base de la melé y por sus demoledoras incursiones entre los centros. Defensor contundente y jugador de largo recorrido, virtud que debe atesorar el tercera del cerrado al que se le escapan determinadas lecturas del juego, carencia que en su caso no pesaba porque con su compañero y capitán McCaw bastaba, que bien podía dedicarse a florituras tácticas confiado en los monumentales placajes de Collins. Que se lo pregunten a Nathan Sharpe, Colin Charvis, Thinus Delport, el mismo Caveman y algún otro.


Como en Waterloo hoy hace 200 años...

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Wellington y Uxbridge (con la inestimable ayuda de Álava), los Coldsteam Guards ingleses, los Gordon Higlanders y los Black Watch escoceses, la artillería de D'Erlon o la Guardia del Emperador que mandaba Mortier, la del apócrifo "muere, pero no se rinde" que más bien fue un apropiado "merde" de un tolonés o un gascón.



Andy Ripley, seguido de Ralston, Watkins, Smith, con Squires en retaguardia. Twickenham, 1973.



Alan Tomes, apoyado por Iain Paxton y Jim Calder. Murrayfield, 1984



Jean-Pierre Rives, Parc des Princes, 1983

Hasta septiembre

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Salvo reseñas puntuales e imprevistas, me tomo este sofocante verano de descanso. Luego la Copa del Mundo. Allí nos veremos.

Las cosas que hemos visto, Maese Shallow

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Un galés (Price) un inglés (Wheeler) y un irlandés (Orr) frente al Transvaal de 1980


Hay, más bien había, tres, quizá cuatro, estilos de juego. Los franceses veían los huecos y los aprovechaban: "si se trata de llevar el balón a la zona de marca", se decían, "vayamos por donde no hay nadie". De ahí el rugby champagne, alegre, eléctrico, casi zumbón. Y las charangas, e incluso "Paquito el Chocolatero". Los ingleses, por el contrario, preferían los agrupamientos: melé o maul al modo de unidades acorazadas en campo abierto, para atravesar las líneas sobre el punto de choque imaginado y repensado durante la semana previa al partido. Acaso el modo céltico sea una variante adaptada a la caballería ligera, dragones y lanceros empeñados en rucks de desarrollo veloz y demoledor; así tréboles, cardos y las plumas de avestruz ganadas por el Príncipe Negro. Incluso la de los argentinos es una variante porteña del estilo anglicano, que eligieron una de esas armas para pasmo del universo oval y que con su bajadita llegaron a hacer retroceder (Ferrocarril Oeste, 1985) a la Marea Negra. En otros lares, África, admirábamos a los boers, con algún injerto anglosajón y esporádicamente un coloured aquí y allá (Wilfred Cupido, Errol Tobias, el mismo Chester Williams) porque desde la atalaya de su tamaño, curtido en los horizontes infinitos de la hierba del veldt, pastos para bueyes protagonistas de hecatombes para terceros tiempos a la altura de los Moolman, Oosthuizen, Bekker o Wiese del momento, que contemplaban con desdén y sorpresa a hombres más pequeños que osaban desafiarles en sus tierras de Natal o Transvaal, sabedores del castigo físico que les iban a propinar. Y, claro, el estilo, y hacen cuatro, de los moradores, pakehas o nativos, de la tierra de la Nube Blanca. El rugby total que nos admiraba porque la nomenclatura dorsal del jugador solo definía su juego en las fases estáticas de conquista. Más allá Billy Bush o John Drake (qepd), con el "3" a la espalda, podían ser centros en la cuarta fase de juego (cuando en la isla matriz ver tres era motivo de titulares en Rugby World) o Joe Stanley, camionero que lucía en su zamarra el número de Judas en la Última Cena, conquistaba balones con solvencia en rucks que evitaban algunos europeos.

Hoy no. Hace veinte años (yo circulaba por una carretera entre Pau y Oloron St-Marie) la radio de mi coche profirió palabras que ineludiblemente iban a acabar con todo ello. Sin acritud. Por la propia naturaleza de los hechos. Porque ya nunca habría un Mike Gibson o un Hugo Porta o un Merwyn Davies o un Reginald William David Marques o un Ray Prosser, ni un Gordon the broom of troon Brown o un Colin Meads que empeñaran su tiempo de ocio en la brega por el rectángulo cuyo invento atribuimos míticamente al pastor William Webb Ellis. Y así, me detuve, y marqué con mi rudimentario móvil (veinte años de esclavitud) el número de mi medio de melé y capitán. Cuando le anuncié lo que había escuchado casi pronunciamos al mismo tiempo una frase lugar común entre los nuestros: "el siglo XIX ha muerto". Así fue. Vivió 95 años de más en nuestro mundo, asediado por todas partes. Por la ambición y la codicia, y también por la necesidad. Por las circunstancias, claro, pues sólo así cabe explicar el boot money de los vestuarios de Pontypridd, los sobres de Newport, la profusión de funcionarios municipales en el Midi francés, los millones de Campese o las giras piratas de leve castigo de los Cavaliers. Y desde luego sobreviviendo aún diez o doce años (al menos desde 1983) al asedio concertado por los Murdoch del Sur, que anticipaban ya beneficios a cuenta de derechos televisivos y que amenazaban a la vetusta International Rugby Football Board con revelar los nombres de los internacionales tiempo ha seducidos por la herejía, que se reunían en secretos conciábulos para firmar precontratos delirantes. Trasunto todo ello de la rendición de escoceses e ingleses a la ofensiva australiana y neozelandesa para combatir a aquellos con el invento de la Copa del Mundo, aprobada con reticencias entre humo de cigarrilos y copas de Pernod  por los alicadoos del momento en un hotel parisino. Dicen que los argentinos (en aquella época solo tenían voto las naciones británicas, sus antiguos Dominios, el Hexágono, y la UAR) juraron mantenerse puros, y a fe que lo cumplieron mientras pudieron. Ni un momento más, porque, como a todos, la lógica apabullante de los hechos (la expectación, los grandes torneos, la publicidad, la televisión) les llevó al único camino, al de la lógica empresarial trasladada al espacio entre palos y palos, esa que no entiende de fidelidad al club donde hiciste tus primeros placajes o donde -inadaptado- una pandilla de ruidosos y joviales camaradas te acogieron sin importarles ni mucho ni poco tu desempeño con las matemáticas o la geografía o las alumnas del colegio vecino, aunque de ello se preocupara, sin duda, más de un buen educador-entrenador de tales categorías. Lógica que desdeña valores añejos que alguno llamará renacentistas (aquí la mueca irónica de un par de escépticos) pues hubo un tiempo en que el jugador era la medida del rugby y el rugby era para él, no para el público ni las televisiones o las compañías que explotan los torneos, indiferentes a la uniformidad, al gigantismo, a la desnaturalización de un juego que ya es otro, pero que refrendamos todos, mea culpa, cuando nos adherimos a las audiencias o nos acomodamos en las gradas previo pago del precio de la entrada. Acaso algunos buscamos redención predicando en el club de origen aquello que fue o recordándolo por escrito para solaz de unos y sorpresa de otros.

Y es que en nuestro caso, constantes las abismales diferencias que se querían corregir (¿quién ignora el resultado de un Rumanía v All Blacks? la profesionalización (añado con digresión menos forzada de lo que parece: globalización) tiende a acabar con aquello que de joie de vivre tenía esto, entiéndase en sentido amplio: disfrutar y crear, ser cada cual en el juego quien es, adaptado al engranaje preciso y complejo que conforman quince tipos y el banquillo, los técnicos y el utilero, cada uno de su padre y de su madre. A mi me parecía gratificante pensar que, tras un partido del V Naciones que habíamos elogiado por su calidad, el comportamiento del ingeniero agrícola David Sole, del inspector Paul Ackford o del tornero Bobby Windsor iba a ser, corbata de lazo aparte, muy parecido al del tipo que abrazas en la melé del segundo equipo de tu club. Ya no. Con lógica fatal y aplastante: la misma que ha postergado para siempre el dimorfismo entre alas y segundas o centros y primeras, ha convertido el juego en una sucesión de acontecimientos mecánicos y previsibles que distan mucho, reconociendo, sí, la mejora técnica en la ejecución de todo lance del juego, de aquello que algunos recordamos. 

Naturalmente hay excepciones (aquel Springboks v All Blacksde 2014), por eso no cejamos y nos mantenemos en la fe de Ellis, tolerantes, pero críticos con las desviaciones que sufre el código viejo y no escrito (la lealtad, la contención en la celebración, el ejemplo para los más jóvenes, la frase de ánimo oportuna y el respeto por el rival) para que nada de ello se pierda y el rugby a ras de suelo sea como fue y la variante profesional no derive por la senda circense del código esférico y no tengamos que decir, más nostálgicos y resignados aún, como el falstaffiano Maese Shallow: "¡Las cosas que hemos visto!"

Copa del Mundo

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Recuerdo haber terminado algún examen final sin el necesario repaso. Haber contestado incluso con premura alguna pregunta (Obligaciones recíprocas, Derecho de Obligaciones, Civil II, tercer curso de Derecho, Plan de 1953) porque retransmitían por televisión, final de la primavera de 1987, un Francia-Escocia que no iba a perderme. ¡Faltaría más! El artículo 1124 del Código no iba moverse de su sitio (al fin y al cabo lleva allí desde 1889 y es de esas materias que no es previsible ver sometida a los caprichos del legislador). Algo que no podía decirse, lo de moverse, de John Rutherford o Roy Laidlaw, pareja de medios escotos con tantos años de matrimonio oval que se dudaba -la edad- que aquello pudiera durar. (Así fue: Rutherford se encontró con esa desagradable compañera que llamamos triada y ni él ni sus ligamentos volvieron a lucir el cardo.) En resumen, que la anécdota fue el empate a 20 puntos y la categoría la importancia que daba yo a aquello de la Copa del Mundo. No en vano era la primera y yo, atolondrado delantero con pretensiones de tercera línea (¡ja!) desconocía aún la letra pequeña del otro Código, del bueno, del que se escribe sin tinta en la banda mientras juega el tercer equipo del club un brumoso domingo de marzo a las 10 de la mañana o mientras el delegado conduce de madrugada para recoger las equipaciones de la temporada que no llegaron a tiempo. Y así, aún joven y casi bisoño (solo siete años de rugby me contemplaban) daba importancia a un episodio de nuestra historia, sin saber que se cimentaba, en Christchurch, sobre los ensayos que anotaron Serge Blanco, Pierre Berbizier, Philippe Sella, Matt Duncan y Derek White, el cisma  innominado que iba a separar, ya para siempre, el rugby de llamadas telefónicas a última hora del viernes para completar el XV de cada categoría del club, del de rutilantes contratos, fichajes y ventas al mejor postor. Pues, aunque los anclados en la primera modalidad nos embutamos en zamarras de tejido sintético reveladoras de formas abundosas, ya no somos lo mismo. Probablemente era inevitable y, lo he dicho aquí mismo, nos toca estar atentos para que la deriva no llegue a donde no queremos, porque, por lo demás, esa competición nos ha dejado, tanto antes del cisma, como después de 1995, momentos memorables: el ensayo de Serge Blanco frente a Australia en la semifinal de 1987; la magia de David Campese para dejar via libre a Tim Horan en la semifinal de 1991 en que derrotaron a los All Blacks; la semifinal completa entre Inglaterra y los All Blacks en 1995 -Lomu en su apogeo, aplastando a Catt y Callard-; el Francia v All Blacks de 1999, antes de que los galos perdieran para siempre su élan; el drop de Wilko en la final de 2003; la calidad de un hombre pequeño, Bryan Habana, el avant francés (que lo fue) en el partido que eliminaba a los favoritos, o el despertar de los Pumas en la edición de 2007 y la final de 2011 que debí haber visto in situ, de la que no hablaré más, que aquí también quedó escrito.

Así que no lo duden, busquen tiempo y disfruten del gran torneo bastardo. Yo, estricto observante del V Naciones (perdón, siempre olvido que el Olímpico de Roma es uno de mis estadios favoritos), lo haré.


Parisse no sabe

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Hace algún tiempo que el diario digital "El Confidencial" viene informando sobre rugby. Bienvenido sea. Quede dicho como condición de lo que sigue, que no es, desde luego, una crítica a la entrevista que Jesús Garrido realiza a Sergio Parisse. La crítica va para el capitán italiano.

Por delante que creo que Parisse habla de buena fe. Y que no creo que menosprecie nuestro rugby, que entre el titular y el contenido también media cierta distancia. La prensa, ya se sabe, o más bien, los titulares. No es eso de lo que quiero hablar. Quiero hablar de Italia, porque de las palabras de Parisse resulta que la excelencia habría llegado a Italia por razones que no son ajenas al rugby español. Dice el tercera línea que 

"siempre hubo una tradición de rugby, sobre todo en el norte y en el centro del país, con equipos como Padova, Treviso, Parma, clubes que en los años 60 eran los grandes. Pero el punto de inflexión se produjo en los años 90, gracias a un grupo muy importante de jugadores que lograron resultados históricos contra equipos que tenían una cultura de rugby mucho más grande que la nuestra y que consiguieron entrar en el VI Naciones, que tiene una visibilidad increíble" 

y tiene razón en la primera proposición (tradición rugbística en el norte y centro), pero no dice la verdad en la segunda, probablemente por ignorancia, o acaso por simplificar. Y así resulta que en España también contamos con tradición: Cataluña y Baldiri Aleu en su origen y luego País Vasco, Madrid, Valladolid y más tarde Valencia, Asturias y Andalucía, pero con lo que no hemos contado ha sido con una norma como la que aparece en el ordenamiento jurídico italiano a raíz de la Directiva CEE de 3 de octubre de 1989, n.º 552, que origina la legge 223/1990 de patrocinio y sponsortizzazione, reformada en 2014, como se ve, subsiguientes a la eclosión del rugby azzuro. Así que méritos los justos, que no son pocos. Aprovecharon lo que había y dieron el salto. Para muestra un botón: sin los dineros que corrían bastante antes de 1995 por el rugby italiano ni las estrellas precursoras (Campese o Kirwan) ni la multitud de oriundi argentinos ni los trotamundos australianos o sudafricanos (Gardner) hubieran hecho el periplo al hemisferio norte a jugar doble temporada, la suya con Randwick o con Auckland y luego la lucrativa en Padua, Treviso o Milán.

Omite, además, Parisse que nunca fue Italia consideraba para el club de las Islas y el Hexágono sino cuando los dineros comenzaron a fluir y la sociedad que explota los derechos del Torneo constató (cuenta de resultados manda) que el mercado italiano iba a ser mucho más lucrativo que el rumano. Porque era Rumanía la que esperaba pacientemente, atesorando victorias mucho antes que Italia ante País de Gales, Escocia o Francia, pero a la que el bendito vendaval que acabó con el tirano Conducator dejó económica y deportivamente a la intemperie y, en rugby, a merced de ayudas de la International Rugby Football Board y la caridad de las Uniones nacionales, no ya para las giras, sino para la subsistencia de su rugby. ¡Si hasta la Scottish Rugby Union financió  en su día partidas de botas para el Dinamo y algún otro club capitalino! 

Véase el segundo enlace para comprobar cuando se distanció la FIR de la FER y átense cabos. Que allí tenían un instrumento y lo supieron aprovechar para el plan que tenían pensado, es verdad. Que aquí no teníamos ese instrumento y además nos hemos perdido en mil querellas como de costumbre, también. Así que a cada uno lo suyo, conforme a la máxima también romana: suum cuique tribuere, que acompaña a las de honeste vivere y alterum non laedere, cuya observancia nos haría a todos mejores. También en el deporte. Y añado, last but not the least que no casa con el dar a cada uno lo suyo que se prive de tercer tiempo a estas gentes que disputan la Copa del Mundo. O tempora, o mores.




Apología del tercer tiempo

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La preocupación me embarga desde ayer. Supe que no hay terceros tiempos durante la Copa del Mundo. Lo confesaba Sergio Parisse, y como no estuvimos presentes cuando lo dijo no sabemos si su cara adoptó el rubicundo tono que merecería por tamaña afirmación. ¡No hay terceros tiempos en la Copa del Mundo! Y dije que es una competición bastarda, pero de ahí a estotro va un universo. Ya sé que algunos terceros tiempos italianos han visto a Castrito intentar poner firme al cavernícola de diseño Chabal (ayer mismo lo recordaba @fermindelacalle), pero es que nadie dijo que todo hubieran de ser cortesías y reverencias. Además con éstas hay que tener cuidado, que tras la decimonovena (cerveza, no reverencia) puede dar uno con los huesos en el suelo. En fin. Declaro mi consternación; manifiesto mi indignación y me rasgo las vestiduras. ¿Por qué privar a los Teros de una buena noche de confraternización con los Springboks? Las exigencias deportivas, se me dirá. Claro, claro, los nutricionistas, los fisios, los entrenadores defensivos de la zona del ala izquierdo que proponen sesión de video mañanera. Esclavitud al servicio de intereses espurios: los del negocio. Que sí, que ya sé que el negocio me (nos) permite ver mucho más rugby que hace veinte años. Es verdad, pero, como decía el filósofo "no es esto, no es esto". 

No voy a descubrir a los adeptos las virtudes del tercer tiempo. Lejos de mí tal presunción. Todos hemos participado en un sin fin de ellos y hemos bebido, reído y disfrutado hasta el agotamiento (del barman y de la noche, incluso de ese estrambótico y bendito segundo centro que no bebe y va depositando a los que puede a salvo de percances). A los ajenos tampoco les voy a descubrir los arcanos del tercer tiempo. Si alguna vez asistieron a uno, sabrán de qué hablo, siempre que hubieran tenido la precaución de informarse, que recuerdo uno memorable en que los bandejados en la testa de cada jugador de los equipos contendientes (sana tradición, habida cuenta de que la bandeja era de sólido metal) motivó una estampida de los presentes extraños a la partida. En descargo de los que huían diré que no nos encontrábamos en nuestro medio natural, puesto que la madrugada ya estaba bien avanzada y habíamos ido a dar con toda la tropa en un garito donde se bailaba. Y en nuestro descargo diré que sin la sucesión de golpes no se grababa la bandeja con el resultado anual del tradicional partido de fin de temporada.

Sin embargo, incidentes, destilados y agentes de la autoridad incluidos, el tercer tiempo es tradición insoslayable. ¿Cómo si no podría contarse entre risotadas que un primera línea inglés, apellido muy lejos de su conducta, bebiera una frasco de loción por seguir, inadvertido, la baladronada de uno de sus segundas líneas? ¿Cómo si no podría uno degustar doce platos bien abundantes en cierta localidad navarra, por no quedar descolgados de la pantagruélica voracidad de los locales, sin duda concertados con la mesonera que había afirmado que casi no tenía con qué llenar los platos? ¿Cómo si no explicar la camaradería y las amistades fraguadas alrededor de un caldero de carne estofada o de arroz con leche (como hubo equipo asturiano que ofrecía a mediados de los 80), o ante la porcelana de un buen restaurante con la corbata reglamentaria del club o la federación en ocasiones más formales que acabarán, sin embargo, con canciones que fuera de tal ámbito podrían motivar diligencias de instrucción penal? ¿Cómo prescindir del tercer tiempo sin desmerecer de diez generaciones de jugadores, directivos, técnicos y familiares que mantuvieron viva la mejor tradición, el momento de solaz inmediato a la batalla donde mejor se formulan las palabras que, recitadas luego mil veces, aun sujetas a los caprichos de la memoria, forjarán las leyendas de cada club? ¿Cómo olvidar esos inflados relatos que, detalles extravagantes aparte, son el destilado de valores viejos que, contra dolores, compromisos y acomodos, nos hacen  volver al Campo de Ellis y aledaños, para poder transmitirlos a los que viene detrás? 

Si Parisse no miente ¿por qué iba a hacerlo? se pierde en la Copa del Mundo una parte del juego tan importante como la melé (ya comprometida, por cierto) o el saque de lateral disputado. Y aunque dicen que se recuperan en semifinales y final (quizás por eso Parisse afirma categóricamente) no basta. Si cundiera el ejemplo, y los equipos nacionales galvanizan emociones y modelan conductas, el mal sería infinito para el rugby común, privado del mejor instrumento para restañar las peores heridas, las del orgullo y la reputación, quizá maltrechos tras probar tacos de flanker psicópata en un ruck o codo de colosal segunda en aquella touche.

Mes Mundial

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Nadie en su sano juicio pensó que Fiji pudiera ganar a Inglaterra. Ni por asomo. Va de suyo, como en el razonamiento teologal. La Copa del Mundo se adhiere al pensamiento de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, pero en lo nuestro. Así de simple. Y sin embargo allí estábamos. Algunos en Twickenham y otros en los pubs, o pendientes del streaming, que de todo hay. Para ver el partido inaugural, como hago desde 1987, y desde luego para ver a Fiji. No tenemos muchas ocasiones de ver a los fijianos fuera del circuito de "seven", porque sus test-matches nunca tienen la repercusión de los enfrentamientos tradicionales entre los de las VI Naciones y los del Rugby Championship. Y sin embargo siempre es un espectáculo verlos en acción. Por mi parte recuerdo los torneos de Hong Kong de 1990 y 1991 como ocasiones en que vi como transformaban nuestro juego en un festival, mucho más allá del marchamo lúdico que, por aquel entonces, aún definía al rugby francés. Y no es que se tratara de la modalidad " a siete", porque pude verlos jugar en noviembre de 1989, en la misma plaza donde perdieron ayer, interpretando el mismo tipo de rugby. Así que lo de menos era el resultado. Se trataba de ver rugby sin especulaciones. Y no defraudaron: el primero de sus ensayos (robando previamente un balón en un ruck que fue inglés) y el ensayo (¡qué movimiento por el cerrado!) que hubiera sido mítico de no mediar la tecnología son muestras de lo que hacen esos isleños que se crían jugando en sus (dicen) paradisíacas playas. No imagino una vida mejor, afirmo, abrumado por las cuitas de occidental de mediana edad que viste negra toga en estrados. Y se trataba de ver ese primer partido de la Copa del Mundo, pues, aunque declaro que el torneo inició el camino de la heterodoxia profesional, no pienso dejar de concurrir a todos los que pueda, en esta ocasión, a distancia, sin dejar de confesar que este de anoche no me hace hace olvidar el mejor primer partido de este torneo que he visto: el Wallabies v Springboks de 1995 (con recital táctico de Joost VD Westhuizen y Joel Stransky).

Para un primer y mediocre partido, Inglaterra desmereció de las expectativas que algunos tienen, salvo Mike Brown y Billy Vunipola. Que uno de los ensayos de Inglaterra fuera de uno de los hermanos Vunipola, fijianos, no deja de ser una ironía. Por dos razones: por el origen de Billy y porque la marca fue la antítesis del estilo colorido dizque propio de fijiano. Está claro que ser ingleses les da a los Vunipola una impronta más, digamos, sólida. Algo, por demás, de lo que ya no carece la delantera fijiana, antes motivo de escarnio por su poca consistencia, acaso producto de la anarquía que reinaba dentro de las calderas de su equipo, casi seguro producto de la impaciencia de tipos tan grandes como fue Mesake Rasari, deseosos de salir de allí dentro para danzar con el balón en las manos. Hoy no. Ya han aprendido, o quizás han encontrado a domador capaz de someterles a la dura rutina del delantero de clima brumoso y frío. Paradigma al que no eran afines y que ahora les dará un plus de solvencia que va a convertir a Fiji, a poco que logren más proyección, léase, más partidos, más giras, quizá un puesto en alguna competición transnacional, en contendiente muy, pero que muy peligroso. Así, quizás, podamos empezar a intuir resultados que no se limiten a las variaciones consabidas de seis o siete selecciones que con certeza llegarán a cuartos de final y, casi, el orden final en el escalafón del torneo.  

A los adictos nos espera un mes glorioso, pero fatigado. Habremos de compaginar quehaceres diarios con una estricta disciplina para no dejarnos ningún partido en el éter ignoto. Habremos de discurrir todo tipo de coartadas plausibles para desparecer de lugares que solemos fatigar, antes de desgastar nuestro banco de madera en el pub de rigor. Tendremos que posponer citas ineludibles y negociar, claudicantes, con cónyuges, y parentela diversa, ausencias inesperadas. Todo ello caro y extenuante, pero a la fecha merecedor del esfuerzo, salvo que eso que ahora se llama World Rugby se empeñe en ir devaluando hábitos inmemoriales, que eso es la melé, o se deje a tipos como Jaco Peyper, el dubitativo, abusar del odioso TMO.

El Sol Naciente

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Kité miréba, 
Sahodo madé nashi, 
Fuji no Yama!

Lafcadio Hearn (Koizumi Yakumo, si usamos su nombre japonés) fue un estudioso de Japón toda su vida. El haiku que introduce estas líneas encabeza una de sus obras de referencia (Exoctics and Retrospectives) y se traducen, según parece como: "Visto de cerca/ el Monte Fuji/ no llama tanto la atención". Se trata de una de esas máximas que son al tiempo literatura y filosofía. Sustituyan hoy Fuji por Springboks y tendrán una cabal idea de lo que pasó ayer en Brighton. Los hijos (adoptivos incluidos) del Sol Naciente se acercaron a los Springboks y vieron que no eran tan temibles. Decidieron, decidió el inmutable australiano (de madre japonesa) Eddie Jones, que ya era hora de cambiar el curso de la historia y acompañar aquella única victoria de los Cherry Blossoms de 1991 sobre Zimbabwe, en Belfast, durante la II Copa del Mundo (52 a 8) por otra más sonada. Y eligieron para ello a otro equipo africano: al mejor, al que ha sido dos veces campeón del mundo oficial y oficioso tantas como para que la victoria de los All Blacks en 1987 padeciera siempre el desdoro de no haber estado -política mediante- los Bokke. Nunca una victoria más merecida, fruto de un esfuerzo colectivo, un empeño y una voluntad que nos reconcilia con el rugby que siempre hemos predicado. Que no es habitual presenciar tal combinación de habilidades, tal aprovechamiento de las propias virtudes y debilidades del adversario y tal fe en el equipo, orgullo y amor propio. ¿Cuántos hubieran firmado por la conversión del golpe postrero que les daba un empate que ya era un éxito? Y sin embargo buscó el capitán Michael Leicht, buscaron todos y lograron, con la fuerza del viento que defendió su isla de la horda de Temujin, la marca para el 32 a 34 final. Y ahora lucen los japoneses un ciento por ciento de victorias sobre los Springboks, pues era su primer test-match. Uno que a fe que los Bokke no van a olvidar y que les va a pesar en este torneo. Y digo que me reconcilia con cierto rugby porque, más allá de la mecánica repetición de movimientos totalmente previsibles que se desarrollan en la superpoblada zona cercana a cada agrupamiento, hemos presenciado combinaciones, variantes tácticas y flexible adaptación, bajo una dirección de juego precisa (Tanaka, ese medio de melé de formación neozelandesa y el derroche de facultades de Ayumu Goromaru) y compatible con variantes que fueron menos sorprendentes en la época previa al Poderoso Caballero, cuando un saque de lateral al primer jugador o un maul de trece no se consideraban frivolidades.


Nadie podrá negar que los japoneses han dado la mayor sorpresa de la Copa del Mundo desde 1987 y que de paso, cuestionan mi teoría del Gatopardo, que ojalá se tambalee y permita creer a los países de segunda y tercera fila que hay un camino.


Muy pocos (@Ugeastesiano y @Rutgerblume entre ellos) creían que cabía victoria nipona. Yo no. Apostaba por un desempeño entusiasta hasta el minuto 50 o 55 y luego por un retorno al guión, y una nueva derrota japonesa, alabada por su corta diferencia, quizás menos de 20 puntos, pero todo conforme a guión. Guión que nunca aprendieron los sudafricanos, quizás pagados de sí, orgullosos y confiados y errados en todas sus decisiones tácticas durante el partido que peor (y ya es decir) ha planteado Heyneke Meyer. Así que tres conclusiones: a Meyer no le va a perdonar nadie, que Leicht niponice, como Hearn, su nombre y que Escocia tome buena nota. Y hoy enhorabuena al Japón, que ya sabe que hará un papel digno en 2019 y que Tanaka Ginosuke y Edward Bramwell Clark descansan hoy satisfechos.

Inane Lancaster

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A mí, que me interesa más la ocasión, la batalla, que el torneo en su conjunto, la de ayer me pareció interesante. Aprecio en su medida la victoria galesa (25 a 28), que prefiero a la inglesa (son muchos años de afecto a San Dewi, Phil Bennett y JPR mediante), pero fue de esas más dadas a la literatura que al rugby, a las hipérboles y metáforas porque nuestros preferidos ganaron en Twickenham o porque Ford tuvo la gallardía quijotesca de jugar al lateral y no asegurar la conversión del postrero golpe. Como soy, ya digo, de los que prefiere juzgar cada Gales-Inglaterra en sí mismo, alabo el gesto, porque es aldabonazo para la historia de ese partido, pero sé que Ford y su capitán Robshaw van a ser hoy laminados por la prensa y buena parte de aficionados que aplauden al capitán japonés en la misma tesitura, porque no les va nada en el lance, pero que se mesan los cabellos cuando es cosa propia.

El partido fue mediocre, salvo ese componente extradeportivo que lo hará significativo para la pequeña historia de los Gales-Inglaterra. Claro, el asalto al HQ por las tropas celtas (verde, azul marino o rojo) siempre resulta grato para algunos y memorable para los concernidos directamente. No es que hiciera décadas que Gales no ganara en esa plaza (últimamente lo hizo en 2008 o 2012), pero ya sabemos lo que supone para un país pequeño y oval lo de ayer.

Digo que el partido no fue bueno porque para serlo ambos contendientes tienen que plantear propuestas que lo conviertan en tal, algo ajeno a Lancaster. Ya nos dejó ver qué iba a ser de su XV cuando llevó al converso Burgess al equipo. Que le bastaran los minutos que tuvo en el partido frente a Fiji para convencerle de su idoneidad para alinearse de entrada ante País de Gales (y no es lo mismo, va de suyo) nos convenció de las mayores posibilidades de los dragones. Atrás Inglaterra no juega, frente al dominio del pack inglés (los cinco de delante, pero especialmente los primeras: el estrambótico Marler aceptable ayer, muy bien Youngs y Cole peor, pues siempre pierde su batalla con el eterno Gethin Jenkins). Y no puede porque no hay conexión con May o Brown, porque el engranaje de ambos centros falla, o peor, acaso sea que no saben para este nivel de juego. Sí, Burgess y Barritt son romos en ataque, limitados a la carga y al pase que se da en llamar off load, y en defensa cumplen como lo que son: un trecéista y un flanker reconvertido en esa febril búsqueda de tonelaje que ha transformado el rugby union en un remedo de la carrera armamentística de las marinas europeas antes de la 1ª Guerra Mundial.

Dos notas finales. Primera, la que le reconcilia a uno con las ideas que trae grabadas desde sus primeros entrenamientos. Cuando se levanta la cabeza se ve mejor el campo y aprovecha uno la disposición del contrario para jugar a conveniencia. Vean los dos ensayos de ayer: tras juego vertical, eje horizontal, fijar y pasar y dos contra uno. Los fundamentos. Y segunda: las bajas de Gales. Importantes, que que le van a pasar menor factura que las heridas del alma que han de pesar a los ingleses, que se la juegan con Australia.


De canguros y rosas

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Entre 1909 y 2014 ingleses y australianos se han enfrentado en 43 ocasiones, con un saldo que arroja 24 victorias australes y 18 brumosas, además de un combate nulo. La del sábado será la cuadragésimo cuarta batalla entre metrópoli y colonia penitenciaria y aventuro, sin perjuicio de las hazañas inusitadas que el Rectángulo de Ellis nos depara, ventaja visitante. No es que la prefiera en este caso, que tengo a los Aussies por factores principales de esto en que va dando la modalidad de rugby profesional, dinamiteros del idílico e imaginado mundo del rugby amateur. Disquisición esta diferente, apuntada ya aquí.

Nadie duda que la ocasión principal en que ambos rivales se enfrentaron fue la más dolorosa para los Wallabies, y que aquel drop-goal de Sir Jonny, indeleble en tantas retinas, para los australianos es más bien alambre de espino clavado en alguna víscera, a elección del espectador. Pero antes de aquella de 2003 hubo otras. En mi memoria la primera la de 1984, en Twickenham. Alguien me facilitó una grabación de vídeo de la BBC que probablemente vi dos docenas de veces. No es que me sorprendieran los australianos, por que unas semanas antes había podido seguirlos en aquel recordado programa de la segunda cadena de TVE que presentaba Olga Viza, Estadio 2, en partido frente a País de Gales y con comentarios del inefable Celso Vázquez. Así que ese partido con los ingleses sólo fue confirmación de que esos tipos de amarillo jugaban realmente bien; de que su rugby, tan distinto del de sus vecinos neozelandeses, merecía atención, y de que todo se debía, probablemente, a una generación de jugadores que pretendía (y logró) que el rugby union no fuera una anécdota en su continental isla. Y es que Andrew Slack, Mark Ella, Nick Farr-Jones, Michael Lynagh, Roger Gould, Brendan Moon y, por encima de todos, un sujeto llamado David Campese proponían un rugby fulgurante y muy distinto de la rigidez convencional de ingleses, escoceses e irlandeses de la época. En Londres, aquel día de otoño de 1984 que viví en diferido, ganaron. Como en Cardiff, Dublín y Edimburgo, para firmar el primer Grand Slam australiano de la historia. Inglaterra perdió y con la derrota se esfumaron las últimas veleidades de su propio Grand Slam de 1980 e inició un periplo penitencial hasta que en 1988 alguien sacara de un regimiento galés de fusileros de la Reina a un prometedor centro de Harlequins y lo preparó para que la Inglaterra oval volviera a ser Land of Hope and Glory. Ese individuo fue Will Carling, OBE, cuyo debut tuvo lugar, precisamente en otro partido frente a Campese y compañía, en gira por Australia, en cuyo segundo test-match se le atribuyó ya una capitanía que no había de perder hasta brevísima defenestración de 1995. Capitanía que inició, digo, con inesperada victoria ante los anfitriones australes que prefiguraba ya la Inglaterra de éxito y juego a 10 de la década de los 90, esa que si hubiera aprovechado a Jeremy Guscott hubiera alcanzado la excelencia y quizás les hubiera convertido en campeones del mundo en 1991, en aquella final en que torpe e inopinadamente decidieron jugar un juego expansivo que desconocían y brindaron su primer campeonato del mundo a los Wallabies de John Eales en el viejo Twickers de gradas añosas.


Desde aquel lejano 1988 el elenco de jugadores de uno y otro equipo que recordamos es nutrido. Sin embargo son pocos los extraordinarios: los citados Eales, Campese y Guscott, acaso Rory Underwood y George Gregan, Martin Johnson y George Smith, Jonny Wilkinson o Phil Waugh. Quizás el sábado alguno de los convocados pueda empezar a labrarse un  futuro entre éstos. De momento no hay candidatos, pero la agonía del drama que se dibuja puede colaborar a que algún inglés se aproxime, teniendo, como tienen, toda la presión en contra y muchas posibilidades de perder, por más que Michael Cheitka repita a quien quiera oírle que ellos no son favoritos. 

El Ser o la Nada

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Dicen en los mentideros de esta red global por la que nos movemos los aficionados, que Lancaster tiene miedo. Que siente la mirada de veinte millones de aficionados ingleses en su mirada. Y duda. Y como duda, rectifica, y deja a Burgess fuera y quiere creer que Joseph, el centro de Bath de proporciones equilibradas, paso elegante y reacciones de tres cuartos, está listo para la contienda. E instruye a Morgan, el tipo de apellido galés y pirata para que sea candado y cuchillo desde el cierre de la melé, para que sea Deano Richards y Lawrence Dallaglio a la vez, con un toque de aquel Wayne Shelford que cortaba las delanteras contrarias como si fueran mantequilla. Pero como teme, llama también a Nick Easter, el arlequinado que fue desechado en la última criba y que había visto renacer sus laureles internacionales durante el pasado VI Naciones. Pero no basta. Medidas de última hora que no son suficientes y además persevera en el error y conserva a Barritt y acaso olvida que Twickenham se torna el sábado en anfiteatro máximo, y no quiere, el confundido Lancaster, protagonizar el sacrifico propiciatorio de regusto a revancha que sueñan los australes, que, tranquilos, atisban como la  rueda de la fortuna ha girado y les señala como inesperados ejecutores del destino del anfitrión. Se aferra Lancaster a los sesenta primeros minutos de la lid del día 26 de septiembre, pero tiembla al pensar en el sesenta y uno, cuando el Dragón herido encontró aliento en la inconsistencia del flanco largo de Albión, y barrunta errores fatales si flaquean Marler, o Wood o Launchbury y Salvi y sus secuaces están prestos a descargar el zarpazo del último cuarto de la batalla. Del cuarto en que allí abajo, down under, se decide el ser o la nada de cada contendiente.


Delenda est Britannia

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Desde que, allá por el Cretácico Superior, justo antes del impacto del asteroide, los hermanos Lawton, Andy McIntyre, Topo Rodríguez, Steve Cutler, Steve Tuynman, Simon Poidevin, Jeff Miller o Troy Cocker, dejaron paso a nuevos jugadores, los Wallabies había sido acusados de blandos en melé. Incluso cuando tipos con Phil Kearns, Owen Finnegan, John Eales, Tony Daly, Justin Harrison o Totai Kefu, alguno de ellos dos veces campeones del mundo, nutrían de balones a Gregan y compañía, se tenía a los delanteros australianos como a esa gente que inevitablemente debía estar ahí como comparsa necesaria para los Larkham, Little, Horan, Roff o Burke. Esta era una impresión falsa, claro, pero que, pábulo suficiente mediante por este o aquel gurú de los medios, se extendió como la pólvora. Que los vecinos neozelandeses y de vez en cuando los Lions dejaran en mal lugar a esta o aquella delantera Aussie no contribuía a mejorar las cosas. Sin embargo cada mito tiene un origen que no deja de tener relación con la leyenda que sustenta. Y los australianos han mordido el polvo contra compactos packs dirigidos por Martin Johnson, Taine Randell (que no fue un capitán de los más notables de los All Blacks), o Fabien Pelous, lo que en su caso queda muy al descubierto porque la debacle delante aniquilaba eso que se creía la natural forma de jugar del australiano, de suyo expansiva, por naturaleza creativa. Todo ello, dicho sea de paso, solamente por comparación con los sólidos All Blacks o los berroqueños Springboks. Porque no era infrecuente que de visita por el norte las cosas fueran diferentes. Sin embargo, el sambenito quedaba. Y no sé si porque los propios australianos lo habían asumido o porque entraba en sus planes, la ARU se puso a la tarea y tentó y sedujo a Mario Ledesma. A los resultados me remito. Hubo un par de formaciones el pasado sábado en Twickenham en las que los Wallabies destrozaron al pack inglés. La primera mereció felicitaciones entre los protagonistas -esos gestos de ánimo, esas interjecciones de satisfacción por el lance ganado- y la segunda de todo el equipo a los cinco de delante: tenían ya la seguridad de que Robshaw y los suyos habían sido derrotados, antes en su ánimo que sobre la alfombra verde de Richmond. Por lo demás el juego australiano nos recordó, por un momento, a aquel rugby en el que los ataques eran más ambiciosos y contundentes que las defensas y nos dejó tres ensayos gestados a la antigua usanza: amago de apertura que se va por dentro; ataque por el abierto y juego dentro-fuera hasta la marca y un final dos contra uno de libro. Lo que no sé (tendré que ver el partido completo, pues desde la montaña palentina -románico y rugby ¡bravo!- se me escapó buena parte de la primera mitad) es si tanta excelencia austral fue en alguna medida demérito local.

Algo tengo claro, sin embargo. El partido había que jugarlo, pero Cheika, que fingió toda la semana ser el underdog, tenía una ventaja evidente: el campamento de la rosa estaba poseído por el miedo. No sé cuantos puntos en contra pesa el miedo. Acaso haya que establecer una razón matemática entre los errores palmarios en defensa, con una variable relativa a la racanería en ataque y otra al ofuscamiento mental y al cansancio, para formular una ecuación adecuada. Porque es ahí donde cabrá ubicar la torpeza de Burgess o el descontrol de Farrell, cuando aún eran solamente siete los puntos de ventaja de Australia. Hay quien descarga a Lancaster de culpa y se la atribuye al otro Farrell, al mayor, al que señalan como artífice de una defensa inadecuada y de involucrar a quien podría ser un pasable tercera línea en Bath, en un juego y en una posición de la que nada sabe. Es posible, pero el refrendo de Lancaster al padre de Owen le hace máximo responsable.

Los ecos de la elgariana marcha Pompa y Circunstancia se apagan porque Inglaterra sólo hace navegación de cabotaje. Los coloniales de la Gran Isla Continente presentan candidatura, con permiso de los vecinos de más allá de Tasman. Y en Europa, con País de Gales diezmado, quizá sólo Danny Boy pueda mantener el pabellón del norte flameando.



PD El título. Me consta que tomo el todo por la parte, faltaría más. Pero tampoco voy desencaminado, cuando de asuntos de Ellis hablamos.

Guardián del Código

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"¡Cuidado"! es la advertencia con la que Nigel Owens termina su admonición. Stuart Hogg (que no aprende) había caído aparatosamente al suelo, con gesto impostado, tras una carga perfectamente ortodoxa de la Bestia Tendai Mtawarira. Springboks y escoceses jugaban en terreno prestado donde se practica el código esférico association. "Para eso, vuelve dentro de dos semanas", le espetó antes de la advertencia. Conforta saber, cuando algunos pierden el norte, que queda quien vela no ya por el código escrito, sino por el otro. El que Hogg debió prender en su club, en Hawick, uno de los clásicos de los Borders escoceses, donde se tiene en alta estima un comportamiento honorable. Allí jugó y allí aprendió su rugby alguien que durante sus cuarenta años de locución predicó sin descanso de qué se trata: Bill McLaren.

¡Esto es Australia!

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Han sido doce o quince minutos dignos de rememorar. Se solaparon dos expulsiones temporales de los Wallabies y País de Gales ¡ay! lo tenía todo a su favor: el público, el balón y el número. Pero no pudo, o no supo. O ambas cosas, aunque me inclino más por la primera. No es que los galeses sean creativos en demasía, pero con superioridad en melé (leve, pues aun con siete delanteros el trabajo de Ledesma ha quedado patente) y algo de conocimiento táctico, que se presume en Biggar y Gareth Davies, para jugar al lado abierto hubiera bastado. Salvo que los australianos, no todos, los trece que restaban sobre el pasto, se conjuraron como hacía tiempo no veíamos, para reivindicar su candidatura a la primera plaza del grupo y acaso del torneo. Nunca se hizo tan patente la máxima: querer es poder y tanto fue así que los juramentados australes, espoleados por Moore, acabaron su inferioridad numérica negando el ser a Gales y acrecentando su ventaja, hasta el 15 a 6 definitivo. Esa diferencia le permite conservar al capitán Aussie su nombre, porque si hubieran sido derrotados la defensa y el orgullo los elogiaríamos igual, pero al grito de afirmación australiana que debió prorrumpir en cada una de esos golpes en que Gales eligió melé -arrojando al pozo de las fieras sólo al orgullo galés- le hubiera seguido el cambio de nombre por el de Leónidas.


No hubo marcas en el partido. Ni falta que hace. Es uno de esos, escasos, test-matches en que no hemos advertido su ausencia como algo irreparable para el juego. La primera parte terminó con 9 a 6 para Australia y fue justo. Nadie mereció más. Gales tuvo más posesión y dominó el campo, pero terminó esa mitad por detrás por error de Faletau en un agrupamiento, que repitió iniciada la segunda parte y permitió a los de Cheika ponerse con el 12 a 6 con el que iba a llegar la acometida final galesa. Sin éxito, a pesar de que el mismo Faletau atravesó la marca rival, pero sin llegar a posar. Y lo cierto es que (repaso al partido pendiente) no pareció que los galeses tuvieran confianza suficiente para imponerse sobre la línea austral. Una suma de decisiones equivocadas y de ejecuciones defectuosas (pases erráticos o elección de choque por pase) y el ímpetu rival frustraron toda oportunidad galesa. Nunca como esta tarde hemos visto (mejor con luz natural) un ejemplo más claro de una defensa atacando al ataque, que es la mejor manera de defender, como decía un precursor de las unidades defensivas móviles y basculantes al que no menciono por modestia. 

Bien merecido, y nuevo atracón de puerros para el canguro, costumbre ininterrumpida desde 2008 y hoy no por falta de fe, sino por mejor temple australiano. Candidatos firmes a la final, porque Escocia les espera en cuartos de final y no parecen rival (lo que declaro con pesar) y porque su juego a la fecha me parece más sólido que el de unos All Blacks que van mirando de reojo a sus vecinos, pues por experiencia veraniega conocen mejor que nadie de qué son capaces

Nota final para certificar la solidez de Australia: los partidos se siguen ganando allí delante (ya saben, no scrum, no win) y hoy hemos visto a Gales perder tres melés con introducción propia; conceder tres golpes en otras tantas melés y desperdiciar su ventaja ocho a siete durante el tiempo de superioridad numérica en la zona de 22 mts. rival. Lo de Mario Ledesma no debe de ser sólo trabajo técnico y físico. Es el esprit de corps necesario para tener fe en la victoria. Nada más y nada menos.

Nota bene. He disfrutado el partido de Escocia por simpatía y afinidad. Incluso he saboreado un destilado (no el Bunnahahbain de 18 años que tengo guardado para mejor ocasión) pero hay que reconocer en sus justos términos que Laidlaw Junior y los suyos han tenido la suerte del erróneo planteamiento samoano durante 35 minutos de la segunda mitad. Hoy no diré más.




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