Un galés (Price) un inglés (Wheeler) y un irlandés (Orr) frente al Transvaal de 1980
Hay, más bien había, tres, quizá cuatro, estilos de juego. Los franceses veían los huecos y los aprovechaban: "si se trata de llevar el balón a la zona de marca", se decían, "vayamos por donde no hay nadie". De ahí el rugby
champagne, alegre, eléctrico, casi zumbón. Y las charangas, e incluso "Paquito el Chocolatero". Los ingleses, por el contrario, preferían los agrupamientos: melé o
maul al modo de unidades acorazadas en campo abierto, para atravesar las líneas sobre el punto de choque imaginado y repensado durante la semana previa al partido. Acaso el modo céltico sea una variante adaptada a la caballería ligera, dragones y lanceros empeñados en
rucks de desarrollo veloz y demoledor; así tréboles, cardos y las plumas de avestruz ganadas por el Príncipe Negro. Incluso la de los argentinos es una variante porteña del estilo anglicano, que eligieron una de esas armas para pasmo del universo oval y que con su
bajadita llegaron a hacer retroceder (Ferrocarril Oeste, 1985) a la Marea Negra. En otros lares, África, admirábamos a los
boers, con algún injerto anglosajón y esporádicamente un
coloured aquí y allá (Wilfred Cupido, Errol Tobias, el mismo Chester Williams) porque desde la atalaya de su tamaño, curtido en los horizontes infinitos de la hierba del
veldt, pastos para bueyes protagonistas de hecatombes para terceros tiempos a la altura de los Moolman, Oosthuizen, Bekker o Wiese del momento, que contemplaban con desdén y sorpresa a hombres más pequeños que osaban desafiarles en sus tierras de Natal o Transvaal, sabedores del castigo físico que les iban a propinar. Y, claro, el estilo, y hacen cuatro, de los moradores,
pakehas o nativos, de la tierra de la Nube Blanca. El rugby total que nos admiraba porque la nomenclatura dorsal del jugador solo definía su juego en las fases estáticas de conquista. Más allá Billy Bush o John Drake (
qepd), con el "3" a la espalda, podían ser centros en la cuarta fase de juego (cuando en la isla matriz ver tres era motivo de titulares en
Rugby World) o Joe Stanley, camionero que lucía en su zamarra el número de Judas en la Última Cena, conquistaba balones con solvencia en
rucks que evitaban algunos europeos.
Hoy no. Hace veinte años (yo circulaba por una carretera entre Pau y Oloron St-Marie) la radio de mi coche profirió palabras que ineludiblemente iban a acabar con todo ello. Sin acritud. Por la propia naturaleza de los hechos. Porque ya nunca habría un Mike Gibson o un Hugo Porta o un Merwyn Davies o un Reginald William David Marques o un Ray Prosser, ni un Gordon the broom of troon Brown o un Colin Meads que empeñaran su tiempo de ocio en la brega por el rectángulo cuyo invento atribuimos míticamente al pastor William Webb Ellis. Y así, me detuve, y marqué con mi rudimentario móvil (veinte años de esclavitud) el número de mi medio de melé y capitán. Cuando le anuncié lo que había escuchado casi pronunciamos al mismo tiempo una frase lugar común entre los nuestros: "el siglo XIX ha muerto". Así fue. Vivió 95 años de más en nuestro mundo, asediado por todas partes. Por la ambición y la codicia, y también por la necesidad. Por las circunstancias, claro, pues sólo así cabe explicar el boot money de los vestuarios de Pontypridd, los sobres de Newport, la profusión de funcionarios municipales en el Midi francés, los millones de Campese o las giras piratas de leve castigo de los Cavaliers. Y desde luego sobreviviendo aún diez o doce años (al menos desde 1983) al asedio concertado por los Murdoch del Sur, que anticipaban ya beneficios a cuenta de derechos televisivos y que amenazaban a la vetusta International Rugby Football Board con revelar los nombres de los internacionales tiempo ha seducidos por la herejía, que se reunían en secretos conciábulos para firmar precontratos delirantes. Trasunto todo ello de la rendición de escoceses e ingleses a la ofensiva australiana y neozelandesa para combatir a aquellos con el invento de la Copa del Mundo, aprobada con reticencias entre humo de cigarrilos y copas de Pernod por los alicadoos del momento en un hotel parisino. Dicen que los argentinos (en aquella época solo tenían voto las naciones británicas, sus antiguos Dominios, el Hexágono, y la UAR) juraron mantenerse puros, y a fe que lo cumplieron mientras pudieron. Ni un momento más, porque, como a todos, la lógica apabullante de los hechos (la expectación, los grandes torneos, la publicidad, la televisión) les llevó al único camino, al de la lógica empresarial trasladada al espacio entre palos y palos, esa que no entiende de fidelidad al club donde hiciste tus primeros placajes o donde -inadaptado- una pandilla de ruidosos y joviales camaradas te acogieron sin importarles ni mucho ni poco tu desempeño con las matemáticas o la geografía o las alumnas del colegio vecino, aunque de ello se preocupara, sin duda, más de un buen educador-entrenador de tales categorías. Lógica que desdeña valores añejos que alguno llamará renacentistas (aquí la mueca irónica de un par de escépticos) pues hubo un tiempo en que el jugador era la medida del rugby y el rugby era para él, no para el público ni las televisiones o las compañías que explotan los torneos, indiferentes a la uniformidad, al gigantismo, a la desnaturalización de un juego que ya es otro, pero que refrendamos todos, mea culpa, cuando nos adherimos a las audiencias o nos acomodamos en las gradas previo pago del precio de la entrada. Acaso algunos buscamos redención predicando en el club de origen aquello que fue o recordándolo por escrito para solaz de unos y sorpresa de otros.
Y es que en nuestro caso, constantes las abismales diferencias que se querían corregir (¿quién ignora el resultado de un Rumanía v All Blacks? la profesionalización (añado con digresión menos forzada de lo que parece: globalización) tiende a acabar con aquello que de joie de vivre tenía esto, entiéndase en sentido amplio: disfrutar y crear, ser cada cual en el juego quien es, adaptado al engranaje preciso y complejo que conforman quince tipos y el banquillo, los técnicos y el utilero, cada uno de su padre y de su madre. A mi me parecía gratificante pensar que, tras un partido del V Naciones que habíamos elogiado por su calidad, el comportamiento del ingeniero agrícola David Sole, del inspector Paul Ackford o del tornero Bobby Windsor iba a ser, corbata de lazo aparte, muy parecido al del tipo que abrazas en la melé del segundo equipo de tu club. Ya no. Con lógica fatal y aplastante: la misma que ha postergado para siempre el dimorfismo entre alas y segundas o centros y primeras, ha convertido el juego en una sucesión de acontecimientos mecánicos y previsibles que distan mucho, reconociendo, sí, la mejora técnica en la ejecución de todo lance del juego, de aquello que algunos recordamos.
Naturalmente hay excepciones (aquel
Springboks v All Blacksde 2014), por eso no cejamos y nos mantenemos en la fe de Ellis, tolerantes, pero críticos con las desviaciones que sufre el código viejo y no escrito (la lealtad, la contención en la celebración, el ejemplo para los más jóvenes, la frase de ánimo oportuna y el respeto por el rival) para que nada de ello se pierda y el rugby a ras de suelo sea como fue y la variante profesional no derive por la senda circense del código esférico y no tengamos que decir, más nostálgicos y resignados aún, como el
falstaffiano Maese Shallow: "¡Las cosas que hemos visto!"